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En una carta enviada desde Santiago el 28 de mayo de 1962, José Donoso le escribe a Carlos Fuentes la siguiente viñeta grotesca: “No es angustia; no es descontento. Es sólo, por un lado, una especie de gran lasitud descorazonada que envuelve a este país, un andar con las pelotas irremisiblemente perdidas, vendidas […], podridas (por no usarlas); el salto de la nada al algo es tan fácil en Chile; y el algo, una vez obtenido, parece tanto, aunque se sabe que no se puede pasar de allí. Es un ‘algo’ como calentito, con olor a sábanas de dos semanas mezclado con café y pis y colillas de cigarrillos, sumamente reconfortante”.
Estamos aquí ante un Donoso que, muerto de asfixia, encerrado en su país, en su ciudad, en su clase social, en su matrimonio y en su hermético clóset (una verdadera matrioska de clósets), parece dispuesto a vengarse de su raza, aunque sea a punta de puñaladas oblicuas como las que asoman en su primer libro de cuentos o en Coronación (1957). Es el Donoso aparentemente resentido con ganas de escapar del cautiverio.
En abril de 1981, ya de regreso en el Chile de Pinochet, después de haber vivido veinte años por fuera, Donoso escenifica ante su amigo mexicano una especie de performance epistolar, mezcla de falsa autocrítica, reproche y confesión ideológica: “Soy malo para las generalizaciones políticas, soy malo, in fact, para las generalizaciones de toda especie, pero siempre frente a ti —y me está pasando frente a la poca gente que quiero y respeto— me siento profundamente disminuido por mi incapacidad creciente de hacer un ‘statement’ sobre casi nada. […] Vi un artículo tuyo, apasionante por otro lado, en el NYT, lleno de preguntas, que es lo que debe hacer, supongo, un intelectual: pero me sucede que ya lo he olvidado, y por qué me apasionó tanto en el momento de leerlo. No he olvidado, sin embargo, ciertas escenas de Terra nostra que podría repetir casi verbatim, y tantas otras cosas en que para mí hay un Fuentes mucho más vivo que en tus convicciones: las convicciones cambian, as we all know only too well, la obra de arte está completa y no cambia, y supongo que será por eso que, más y más, escribir, la escritura, aparece como algo muchísimo más importante que todo lo demás, y el quehacer artístico el más digno, más digno que la lucha por la libertad, y que la lucha por la justicia, y la lucha por todas esas cosas que se hacen, inconscientemente, desde el interior de una obra, no desde el exterior de una tribuna. Todo esto, mi querido Carlos, para manifestarte mi temor —siempre presente frente a ti— de que tus ambiciones políticas (en el sentido más amplio, no en el sentido angosto) y la afición por el poder que te señalé una vez, hace muchos años, en un viaje en tren desde Santiago a Concepción, no te hagan hacer una ‘gabada’. Te envidio tus convicciones, tu capacidad para sentir con fuerza las causas generales: yo, cada vez más, me transformo en un ser interior y lírico, egoísta y limitado. Puedo querer mucho a muy pocas personas; me resulta imposible, en cambio, el amor generalizado y el clamor”.
Entre una carta y otra median, como decía, veinte años de exilio voluntario marcados por el ascenso de su carrera literaria como parte del boom, la infelicidad doméstica, la homosexualidad clandestina y culposa, la siniestra historia de su hija adoptiva, muchas enfermedades y la preparación y redacción de la que sin lugar a dudas es su obra maestra, El obsceno pájaro de la noche (1970), admirable alegoría teratológica del proyecto de nación oligárquica diseñado por la clase social a la que Donoso pertenecía.
Pero entonces, ¿qué es exactamente lo que ha cambiado en ese lapso entre las dos cartas, si es que algo ha cambiado? ¿Acaso en ese par de décadas Donoso pasó del resentimiento al conformismo, de la puñalada oblicua a la cínica autocensura? ¿O quizá siempre fue fundamentalmente el mismo escritor conservador que, obligado por el sentido común de su época (virado a la izquierda), prefirió ante los amigos disimular sus posturas dentro de otro clóset, esta vez un clóset ideológico gracias al cual su regodeo morboso en la monstruosidad oligárquica podía pasar por crítica social y algo así como una ambigua conciencia de clase?
En la misma carta de 1981, Donoso dice que desde dentro de Chile las cosas se ven distintas y que “la única manera de funcionar es ganando posiciones, edging out a los inferiores y a los militaristas”.
Más allá de la picante cuestión de quiénes sean esos “inferiores” a los que toca arrinconar para ganar posiciones, ¿basta con poner el arte como valor supremo por encima de la justicia social o de cualquier reclamo en medio de una situación desesperada como la que vivían entonces los miles de represaliados, torturados, desaparecidos, encarcelados o exiliados chilenos? ¿Basta con proclamar que “la obra” está por encima de cualquier exigencia civil o moral para justificar semejante postura? ¿Y qué clase de obra de arte es esa que “está completa y no cambia”, en contraste con las convicciones políticas, que —siempre tan espurias, advenedizas, en fin, tan inferiores— mudan sin cesar? ¿Qué clase de obra de arte es la que se produce en un “interior”, supuestamente más auténtico y “muchísimo más importante que todo lo demás”, lejos del ruidoso “exterior” de las tribunas? ¿Quiere decir eso que en el Chile de Pinochet las pelotas, al menos las de Donoso, ya no están perdidas, vendidas o podridas?
Durante los siguientes años de dictadura, Donoso continuará con su vida de escritor de gran éxito aunque igualmente hundido en sus demonios de siempre, dentro de su insalubre matrioska de clósets que, a juzgar por sus propios diarios y por el relato que hace su hija Pilar en Correr el tupido velo (2009), se parece mucho a aquel lugar “calentito, con olor a sábanas de dos semanas mezclado con café y pis y colillas de cigarrillos, sumamente reconfortante” del que hablaba en la primera carta de 1962.
Ahora bien, no es que le faltaran motivos a Donoso para irritarse con las veleidades y la afición al poder de sus dos compañeros de generación, pero la famosa “gabada” a la que se refiere con tanto desprecio en la segunda carta viene del alboroto mediático que se produjo cuando García Márquez, enterado de que el gobierno de Julio César Turbay planeaba atentar contra su vida o encarcelarlo por supuestos vínculos con la guerrilla del M-19, pidió asilo en la embajada de México. Vale aclarar que la persecución contra intelectuales y artistas durante el gobierno de Turbay (sucursal colombiana del Plan Cóndor) fue una constante, con casos tristemente célebres como el del octogenario poeta Luis Vidales, secuestrado y torturado en la Escuela de Caballería del Ejército, o el de la escultora Feliza Bursztyn, cuya casa fue allanada en medio de la noche por orden de un juez militar. Destruida psíquica y físicamente, Bursztyn murió exiliada en París a los pocos meses, víctima de un repentino ataque al corazón.
Esa es, pues, la “gabada” que tanta vergüenza ajena le produce a Donoso y contra la cual advierte a su aristocrático amigo mexicano, recordándole de paso que el arte está por encima de todas las cosas humanas.
No digo todo esto para someter a Donoso a ninguna forma de “cancelación”. Al contrario, deseo que podamos seguir leyendo sus novelas (las buenas, las malas y las mediocres) con ojo crítico y placer. Sin embargo, en vísperas de las celebraciones por su centenario, me parece apenas justo que nos contemos la historia con la complejidad y la atención al detalle que merece, a sabiendas de que el marketing editorial nos lo ofrecerá con los empaques de la legitimación literaria de moda (¿Donoso queer? ¿Donoso gótico andino? ¿Donoso pop, weird, distópico?), podando convenientemente cualquier zona incómoda. Lejos de rebajar sus méritos, asomarnos con los ojos abiertos a las tinieblas desde las cuales produjo sus grandes libros es el mejor homenaje que podemos hacerle a este singular escritor, por mucho que el sentido común de nuestro tiempo, virado a la derecha, nos empuje a condenar el oportunismo de sus compañeros de generación y a celebrar en simultáneo la cursilería, el kitsch, de quien prefirió describirse como “interior y lírico” mientras sucedían las peores atrocidades a la vuelta de la esquina.
José Donoso y Carlos Fuentes, Correspondencia, edición, introducción y notas de Cecilia García-Huidobro McAulife y Augusto Wong Campos, Alfaguara, 2024, 368 págs.
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