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La obra Duque del peruano José Diez-Canseco, publicada originalmente en 1934, debe leerse como un hito que fulgura en las letras no sólo peruanas, sino regionales y continentales. Escasamente revisitada, de sofisticada factura formal, se trata de una novela que, entre otros asuntos, tematiza la emergencia de las disidencias sexuales en el marco de los escenarios de clase burguesa de la Lima moderna entre las décadas de 1920-1930 y las asocia a una tradición europea sin perder, empero, la contaminación y el encuentro con el horizonte americano.
El argumento que narra esta novela despliega las vicisitudes de Teddy Crownchield, muchacho que llega a la capital peruana con su madre, Carmen Soto, para radicarse allí en una casa con sirvientes justo cuando se instala el agua potable en la ciudad. A estos burgueses de pura cepa los acompaña un arsenal de objetos, costumbres, prácticas, sentidos de la ritualística social de una clase que fue el centro de la configuración de la vida urbana entre los siglos XIX y XX. En varios pasajes, donde numerosos artefactos se acumulan como lo harían en el escaparate de una tienda urbana, el texto logra ligeros acentos de ironía teñidos de un decadentismo propio del fin de siècle: “Luz, perfumes, jazz, mah-jong, plebeyismo, champagne, flirt, bailarines sudorosos, ¡fiesta limeña!”; “Todo refinadísimo. Aquí la gente defeca chic”. Muebles de Simmos, Zamacoi, mesa ministro, retratos de caballos, enciclopedias, lamparillas para quemar el opio: toda una objetualia por la que desfilan y despliegan sus vicios los personajes.
Ocupado en labrarse un destino, Teddy se vincula afectivamente con Beatriz, apodada “Bati”, “una muchacha bien de una sociedad específicamente cursi. Tibia y fresca como un tazón lleno de leche. Dulzura y malicia criollas dentro de un cuerpo gringo mate que el sport ha hecho más fuerte, más esbelto, más gentil”, mientras mantiene conductas en los bajos fondos de esa sociedad, paseándose por cabarets, exponiéndose a drogas, alcohol, un universo subterráneo. Es allí donde entra en contacto con la homosexualidad que lo corrompe y lo termina vinculando de manera sexual con el propio padre de Bati. Teddy, en efecto, se comporta como un verdadero dandi: “Y no es que fuera orgánicamente invertido. No era el suyo el caso del individuo fisiológicamente ambiguo. Era, sencillamente, un amoral. Hijo único, todos sus caprichos fueron siempre satisfechos”. Siguiendo a Roberto Echavarren, la figura del dandi porta no la moda sino su aberración, una política de la imagen y de la pose que desarticula las tendencias que dictan el universo y la moral burguesa finisecular aquí trasladada —con treinta años de demora cruzando el Atlántico— a una Lima oligárquica. Para describir al personaje, el autor advierte: “Veinticinco años. Alto, delgado […] con esa licuefacción criolla que atestiguaba cierta escandalosa leyenda, en que aparecía su bisabuela, marquesa de Soto Menor, acostándose con el mayordomo africano de la ‘hacienda’ […]. La geografía la aprendió en las agendas de Cook. Creía que los Dardanelos eran los hermanos siameses de Oslo. Había leído a Pitigrilli, lugar común de los snobs. A los dieciocho años egresó de Oxford para ingresar al Trocadero. De allí, pasó a todos los cabarets de Londres y los prostíbulos de París. Tenía actitudes de ángel cuando bailaba el black-bottom, y era un bibelot cuando se estiraba al compás de esa música de lágrimas y mocos que se llama tango […] ¡Teddy Crownchield Soto Menor, hombre moderno!”. Sin duda, en Teddy podemos leer rastros de la pose y de un dandismo revulsivo pero elocuente. Siguiendo a Sylvia Molloy, leer estos gestos, sacarlos del closet de la crítica, nos permite entender, también, la inscripción de un estilo que en un cuerpo, en una identidad, constituyen, sin duda, tráficos y contaminaciones de orden político que aún aguardan ser revisadas. Duque es la prueba contundente de ello.
José Diez-Canseco, Duque, Gafas Moradas, 2020, 148 págs.
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