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Por la ausencia de guerras entre países, América Latina conforma el pedazo del planeta más pacífico del mundo. Sin embargo, es de los más violentos y desiguales si se lo analiza bajo el prisma de los conflictos internos. En este extraño oxímoron, Colombia ocupa un lugar singular. Cuenta con la violencia de la guerrilla más antigua de la región, la de grupos parapoliciales, la del narcotráfico y la institucional.
Esto no es ninguna novedad, en especial para los colombianos y colombianas, que ya bastante escribieron sobre esto, y que encima debieron padecer la manera en que Hollywood y las telenovelas de la siesta romantizaban estos asuntos con el cocoliche característico hasta agotarles el tema. Pero acaso el propio mecanismo del sistema político, que involucró a la población en el referéndum de 2016 para que votara si aceptaba o no el denominado “Acuerdo de Paz” entre el gobierno y las FARC, arrastró polémicas renovadas en la opinión pública, captando a su vez el interés de la mirada de los jóvenes literatos. Un ejemplo podría ser La mata, de Eliana Hernández Pachón (Laguna / Cardumen, 2020, primer poemario ganador del Premio Nacional de Poesía de Colombia escrito por una mujer); otro, el libro de cuentos Sofoco, de Laura Ortiz Gómez (Concreto, 2021). En ese marco se inscribe El asedio animal, primera novela de Vanessa Londoño, en la que voces distintas y cambios de primera a segunda o tercera persona se van dispersando y confundiendo en una trama coral de individuos que a la vez representan sujetos colectivos: mujeres que sufren condenas brutales por hechos mínimos, campesinos con poco para hacer frente al avance del capitalismo agrícola, hombres acechados por la guerrilla o los paramilitares, animales domésticos carneados en masa o devueltos a su estado salvaje.
No se trata sólo de escribir con una estética bellísima para metabolizar tantas cosas horribles, ni de transformar la realidad con un muy logrado uso intensivo del lenguaje para que interpele de otro modo; se intenta, antes que nada, comprender por qué suceden. Y en este sentido la novela ofrece una dimensión filosófica muy singular. Flotan vacíos y hay que llenarlos: vacíos jurídicos y políticos para ver quién y cómo pone orden en un territorio donde el Estado perdió (o nunca tuvo) el monopolio de la fuerza; físicos, los de las mutilaciones humanas y el modo en que el cuerpo busca compensar aquello que le quitaron de su orden simétrico; e incluso en un orden más abarcador. Al fin y al cabo, ¿no es el universo un espacio casi infinito y negro que no da pistas de armonía alguna? En El asedio animal, el ser humano agotó para siempre su posibilidad de interpretar el cosmos. Más que personas somos cerdos, pero no en el sentido en que la tradición suele tratar a este animal sino de un modo mucho más sutil, porque así funciona la mirada inteligente de Londoño (y algunas religiones abrahámicas como la musulmana o la judía): el único animal que por tener las vértebras de la columna soldadas al cráneo no puede mirar al cielo. Y desde esa desventaja brutal, Londoño les da voz a víctimas y victimarios, en un telar bellísimo que duele mirar, aunque uno no puede dejar de hacerlo.
Mucho se ha escrito sobre la diferencia entre prosa y poesía. En el caso de Vanessa Londoño, ambas avanzan en un único pulso bivalente que va marcando, como en compases, la violencia, la tristeza y las miserias de los seres humanos en su compleja aventura por la tierra.
Vanessa Londoño, El asedio animal, Eterna Cadencia, 2022, 96 págs.
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