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Los griegos nunca vieron un héroe clásico en Ulises. El viajero por antonomasia les resultaba demasiado embustero. Siempre fabricando argucias para sobrevivir. Dispuesto a casi cualquier cosa por vencer. Yo me acerco a El diablo de las provincias pensando en Juan Cárdenas (Popayán, 1978) y en su personaje como pensaban los griegos en Ulises. La desconfianza está servida desde el inicio. La novela invita a los lectores a ser testigos en un viaje de regreso al origen, pero han de estar atentos. El reencuentro con la casa de la infancia carece de prodigio. El camino está poblado de trampas. Anomalías que se distribuyen como paradas a lo largo del trayecto y hacen pensar en la veracidad limitada de los géneros y en el falso portento del paisaje. Pero también, si acaso, en el peso de la memoria y la inconsistencia de las identidades. Una especie de radiografía social llena de dobles apariencias e intrigas policíacas, como sólo podría ofrecer el entorno latinoamericano al que Cárdenas se acerca una vez más de forma personalísima.
Un hombre, el biólogo, regresa a su Colombia natal luego de quince años de ausencia. No hay melancolía en su retorno. Vuelvo con el rabo entre las piernas y me entrego a mi destino, dice en algún pasaje. El traslado a la nueva realidad lo enfrenta con las dificultades propias de la provincia. La ciudad enana, el casipueblo, se las ingenia para devolverle las burlas y los estigmas de antaño. El lugar se cierra sobre sí mismo y le dificulta toda posibilidad de enmienda. El biólogo batalla, inventa argucias, sobrevive: practica la adaptación en el entorno. Acepta trabajos de medio pelo que no se corresponden con sus títulos extranjeros. Renueva su condición de hijo avecindado una vez más en la casa de su madre. Reencuentra viejos amores; se regodea en el recuerdo de un divorcio. Alrededor, extraños fanatismos religiosos asoman en los vientres preñados de las adolescentes. Las empresas foráneas especulan con el paisaje y destruyen las especies nativas. Hasta que llega la hora de los fantasmas y se hace necesario revivir la muerte violenta de su hermano.
El biólogo camina a trompicones dejándose arrastrar por su circunstancia. El fracaso lo lleva a encomendarse a los pensamientos filosóficos de un díler con atributos chamánicos. Pero termina, como ocurre con frecuencia, vencido ante las dinámicas y las exigencias —también enanas— de un rincón del mundo incapaz de rebelarse ante sus prejuicios y sus violencias arcaicas. A pesar de la derrota, no hay forma de reprocharle que baje las manos y acepte su destino. A fin de cuentas también el viaje está expuesto al fracaso y a la esterilidad. El status viatoris del pensamiento religioso, como diría Magris, implica la alternancia entre la gloria y la caída. Uno acaba, precisamente, coreando junto con Cárdenas y el biólogo una suerte de plegaria que al mismo tiempo tiene intención de manifiesto: Vuelve a casa; vuelve a escapar a casa; no hay escapatoria.
Juan Cárdenas, El diablo de las provincias, Periférica, 2017, 184 págs.
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