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En uno de los cuentos de El fin del mundo y el inicio, Camila fabrica su ropa con los retazos que recibe en las cajas de provisiones que llegan periódicamente a su casa, donde se refugia de un mundo tóxico (ozono, dióxido de azufre, monóxido de carbono, dióxido de nitrógeno, el sol, la gente…, enumera). Esta escena de “Agorafobia” concentra varias de las líneas que sostienen el libro de la mexicana Olivia Teroba.
Los cuentos son como la “colección variada” que cose Camila; piezas dispares que van formando una unidad por obra de la costurera o de la autora y sus editores —en dos tiempos, ya que esta edición de Overol es una revisión de Pequeñas manifestaciones de luz, editado en México por Dharma Books—. También por el trabajo de los lectores que encuentran las recurrencias y entretejen los relatos. Por ejemplo, con los otros dos hilos que se ven en la escena de “Agorafobia”.
Uno nos deja leer los cuentos como una colección de personajes con nombre de mujer: Valeria, Érika, Camila, Paola, Ximena —una única excepción: Alan, en “Los 72 nombres de dios”—. Este hilo tenue pone a Teroba en una zona de la narrativa latinoamericana contemporánea de mujeres que escriben sobre mujeres, muchas veces en primera persona —acá hay solo dos, en “Todo empieza con una línea” y “A mi abuela la mató el humo”—, otras veces en terceras que podrían o no ser sus proyecciones.
Otro hilo, más fuerte, es la amenaza que recorre todas las tramas con diferentes grados de indefinición. Hay algo afuera —de las protagonistas, de sus casas, de la historia principal— que se mantiene en la misma posición de quienes entregan las cajas en la puerta de Camila: sólo se ven sus efectos sobre el mundo privado, que es el asunto de estos cuentos —y, de nuevo, de una parte importante de la literatura contemporánea—.
Teroba escribe en esa zona de contacto “donde los hilos más oscuros destacan entre telas de poliéster de tonos vibrantes”; la trama de violencia detrás de las pequeñas vidas en que las protagonistas comen galletas rosas y se pintan las uñas y el pelo en los mismos tonos —el énfasis viene de “A mi abuela la mató el humo” y “Un espacio para el significado”, pero no es exclusivo—. Como pieza completa, el libro de Teroba cuenta eso otro. Un poco como dice Ricardo Piglia en sus “Tesis sobre el cuento”: siempre hay dos historias, sólo que acá las dos están a la vista, no hace falta sospechar ni descifrar.
El clima enrarecido de muertes, desapariciones y peligros atmosféricos construye un tiempo impreciso entre el presente y el futuro. La ambigüedad es una forma de plantarse en la literatura latinoamericana. En “Un espacio para el significado”, Ximena lee Los recuerdos del porvenir, la novela de Elena Garro que transcurre durante la Guerra Cristera, uno de los últimos episodios de la Revolución Mexicana. Le gusta, dice, porque “mezcla los viajes en el tiempo con las cosas revolucionarias que le interesaban tanto a su abuelo”. Los desplazamientos en la novela tienen más que ver con la temporalidad difusa de la narrativa del boom de los años sesenta y setenta, con la que se suele asociar a Garro, que con la ciencia ficción. Teroba se declara en ese mismo medio camino; en sus ambientes catastróficos resuenan la literatura de anticipación y el realismo del presente; una sutura entre la tradición literaria latinoamericana y un cierto boom de la escena contemporánea.
Olivia Teroba, El fin del mundo y el inicio, Overol, 2022, 148 págs.
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