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Dos breves novelas conforman este volumen que constituye, si exceptuamos apenas un solo relato, la totalidad de la obra narrativa de la taciturna y genial Josefina Vicens, clásico secreto de la literatura en español, a la altura de Juan Emar o Mario Levrero. Las casi tres décadas que separan la escritura de ambos libros no representan escollo alguno para aventurar la hipótesis de un díptico a destiempo.
Publicada en 1958, lejos del regionalismo literario imperante en aquel entonces, El libro vacío es resultado paradójico del deseo de escribir y la imposibilidad de hacerlo. Después de aplazar durante veinte años la iniciativa, José García, contador mediocre a lo Bartleby, decide comenzar una novela, de modo que compra dos cuadernos: en uno pasará en limpio lo apuntado en otro, el borrador. La faena se pone en marcha en noches de clandestino fervor aunque, debido a la alta estima en que tiene a las letras, el proyecto pronto muta en testimonio de un abandono igualmente postergado. “Yo no quiero escribir —afirma en las primeras páginas el protagonista—. Pero quiero notar que no escribo y quiero que los demás lo noten también. Que sea un dejar de hacerlo, no un no hacerlo”. Así, el no poder vira en poder no, la imposibilidad en productiva negatividad, y los cuadernos se van llenando, “este, de impotencia, y el otro, de blanca e inútil espera”. No obstante la búsqueda inalcanzable de la literatura, José García, y Josefina Vincens con él, encuentran, mediante un rodeo, la escritura. Acaso la autora haya acunado el anhelo de Flaubert por un libro sobre nada, acaso también los ropajes del otro sexo y la palabra justa; lo cierto es que pasó ocho largos años trajinando el infierno blanco y el vacío se le fue poblando de dobles. El impoluto cuaderno fantasma es sólo uno de ellos; están asimismo las dos hermanas, las novias gemelas de la infancia, los dos hijos varones y las dos mujeres actuales, la esposa y la amante. La escritura, parece decir Vicens, abre una hendija que divide a quien escribe y todo lo que este produce.
También de dobleces está compuesta Los años falsos, novela publicada en 1982, luego de un mutismo de veinticuatro años en los que, entretanto, la escritora mexicana desempeñó labores como guionista. Acá la imposibilidad ya no es la de contar una historia sino la de asumir la identidad como propia. La frase inicial —“Todos hemos venido a verme”— instala una ambigüedad que no se resuelve con el correr de las páginas. La voz que la enuncia pertenece a un joven que carga el fardo de ocupar el lugar de su finado padre. Más que ser el receptáculo de un legado, a Luis Alfonso le ha sido impuesto el mandato de encarnar al padre para mantenerlo vivo a costa de su propio existir. La tarea de doble especular tolera poseer el mismo revólver, el mismo cargo de asesor político, la misma amante. Ensaya incluso ante el espejo los gestos de la impostura. “Las palabras se me quedaron muertas, como si ya no pertenecieran a mis actos, ni a mi tiempo, ni a mi vida”, dice para sí el protagonista ante la tumba del padre, bajo la sombra de una bugambilia, mientras su madre y sus hermanas gemelas, a un lado, rezan.
Novelas breves, de cauce sosegado y con una perfección casi diríamos consustancial al género, en sus dobleces ambas musitan maneras de colmar un hueco. Pero el vacío, dice Giula Sissa, se ahonda a medida que lo llenamos.
Josefina Vicens, El libro vacío. Los años falsos, prólogo de Aline Pettersson, Fondo de Cultura Económica, 2021, 336 págs.
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