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La escritora brasileña Ana Paula Maia retoma el personaje de Edgar Wilson, aquel que aturdía vacas en De ganados y de hombres y no tenía problemas en matar a un compañero que por crueldad hacía sufrir a los animales. En ese entonces nadie hizo una denuncia ni reclamó el cuerpo, que terminó en el río donde los mataderos tiraban la sangre de las vacas. El hombre vale no más que el animal que consume.
Esa falta de valor persiste en Entierre a sus muertos. Ahora Wilson trabaja para una concesionaria vial recolectando los cadáveres de animales que dejaron los conductores al chocarlos. Los levanta y los lleva en su camioneta hasta el molino de la empresa que los tritura para producir una especie de compost. En los descansos charla con un compañero de trabajo, Tomás, sacerdote excomulgado que también carga una muerte, aunque no una condena, porque cuando el crimen salió a la luz ya había prescripto.
La proliferación de cadáveres resulta bestial: animales domésticos, salvajes y cimarrones se meten en la ruta causando accidentes. Conductores mueren o quedan agonizando en la banquina o dentro de sus vehículos destruidos. Y aunque Wilson llega casi siempre antes de que lo hagan las ambulancias y los patrulleros, no tiene permitido ayudar a nadie. En su camioneta sólo hay lugar para los animales. El Estado, o aquello que lo representa, no existe: no hay nafta para ambulancia ni para patrulleros. La Iglesia católica ni siquiera consigue fieles que toquen las campanas que llaman a la misa. La única vitalidad parece salir de la industria minera, que impone un capitalismo tosco y sin imaginación: tres veces al día hay explosiones y la gente tiene diez segundos para ponerse a resguardo antes de que empiece una lluvia de piedras que a la vez aporta también su caudal de cadáveres. Hay contrabando de taxidermistas, trasplantes de órganos y el crecimiento clandestino de la industria de la genética; entre todas ellas forman un ecosistema capitalista paralelo, extractivo, de tanta materia muerta. Mientras tanto, travestis y prostitutas peregrinan por la ruta y vagabundean grupos religiosos en busca de almas que quieran arrepentirse.
Ante la fatiga de andar en ese valle de muertos que parece aislado del resto de la humanidad, sin ética ni nada, Wilson tiene la oportunidad de rebelarse cuando encuentra el cadáver de una mujer que cuelga de un árbol. Fue asesinada y quemada en algunas partes. Sabe que no puede llevársela, pero tampoco dejarla a merced de los buitres. La novela se va en los avatares de los dos compañeros para darle sepultura y de ese modo restablecer un poco un orden ya caído. En el camino habrá que luchar contra burocracias molestas, personajes desalmados y más que nada contra el tiempo, que empieza a pasar por el cadáver.
Al igual que en De ganados y de hombres, en el que lograba una poética brillante con un ritmo pausado y contemplativo, y en Así en la tierra como debajo de la tierra, un thriller vertiginoso en el que el director de una cárcel cazaba a sus presos, Maia intenta reciclar toneladas de muerte para buscar lo sagrado hasta en la materia humana más podrida. La tarea no resulta sencilla y por momentos se abusa de escenas truculentas y de casualidades que le van quitando tensión y delicadeza a una trama ya de por sí cargada de universos metafóricos. Son baches en los cuales no habrá que detenerse demasiado, porque ya se sabe que el riesgo de crear una obra ambiciosa y original es caer en imperfecciones.
Ana Paula Maia, Entierre a sus muertos, traducción de Cristian De Nápoli, Eterna Cadencia, 2019, 128 págs.
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