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Una de las decisiones más acertadas de Este vacío que hierve, novela del mexicano Jorge Comensal, es haber conjugado las acciones de la trama en presente y pasado simples. Tomemos dos ejemplos: “Karina sube las escaleras corriendo” y “El Bosque de Chapultepec se convirtió en el pastel de cumpleaños de una civilización que festejaba su bochornoso ingreso a la tercera edad”. Podría decirse que los verbos, meramente descriptivos, nos posicionan en el ámbito de la novela realista. El lector de la Ciudad de México cuenta con algunos referentes y circunstancias que le facilitan reconocer el escenario propuesto por el autor: las unidades habitacionales para estudiantes al sur de la capital, el panteón histórico, avenidas y edificios que son verificables en esa realidad supuestamente externa y diferente a la ficción.
Dicha conjugación podría interpretarse como una estrategia mimética de representación. Pareciera que el autor opta por un esquema narrativo tradicional: narrador omnisciente, personajes con una psicología verosímil, cualidades que le imprimen un ritmo de lectura ágil. Sin embargo, se añade una interferencia al pacto que propone la novela. Los hechos ocurren entre 2030 y 2032. Las vidas de Karina y Silverio, los dos personajes principales, son afectadas por un incendio espontáneo en el centro de la ciudad, donde mueren casi todos los animales en cautiverio del zoológico. ¿Estamos, entonces, ante un ejercicio de ficción especulativa; un salto al futuro con el que se pretende profetizar cuáles serán los efectos de la crisis climática?
Todo lo contrario: la forma de los verbos elegidos por Comensal no propone ningún futuro lejano. La aparente distopía no quiebra los fundamentos del realismo, lo que provoca que el lector se pregunte continuamente en qué año se encuentra. Si la imagen del incendio sucede en el futuro, ¿por qué todo parece tan inmediato? Las marcas textuales no anuncian que lo que leemos es una posibilidad climática cada vez más real, ni que ciertos comportamientos sociales son una evidencia ficcional de que cualquier atisbo de orden y certidumbre serán anulados: las fórmulas de cualquier distopía. Al incendio del Bosque de Chapultepec, Comensal integra otros contextos que podrían leerse como meros dispositivos estrambóticos que anuncian un destino cada vez más complejo para la vida animal y la vida humana. A saber: un santuario para las víctimas del aborto situado en el panteón de Dolores; una nevada en la Ciudad de México ocurrida en los años en que Rebeca, la abuela de Karina, dejaba su vida en el trópico para instalarse en un frío extremo; o bien, la hija adolescente de Silverio, quien decide practicar con fervor religioso un rígido activismo climático.
Pero el santuario se ubica efectivamente en el panteón de Dolores en la Ciudad de México. Entre tumbas célebres de héroes patrios y de personajes insignes de la vida intelectual del país, un grupo religioso de extrema derecha decidió “honrar” a los nonatos. Por otro lado, la última vez que cayó nieve sobre la capital mexicana fue en 1967. La fecha es relativamente reciente y, si la pensamos en función de la novela, es una evidencia sólida de que las condiciones climáticas de la ciudad han cambiado relativamente en menos de 60 años, temporalidad nimia si consideramos que el cómputo de las eras geológicas abarca escalas considerablemente mayores. Finalmente, basta asomarse a cualquier portal noticioso para percatarse de que la crisis climática está movilizando a la población.
Los hechos de Este vacío que hierve parecieran desarrollarse en un perpetuo ahora que anula toda posibilidad de futuro y hace que ocurran en el presente crisis cada vez más complejas y de consecuencias cada vez más indelebles. De ahí que, tal vez, el tono de la novela sea el del realismo: la distopía no es más que nuestro presente.
Jorge Comensal, Este vacío que hierve, Alfaguara, 2022, 312 págs.
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