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Es imposible saber lo que un nuevo libro de Rodrigo Rey Rosa (Guatemala, 1958) depara, pero menos predecible todavía es la furia urgente que emerge como denuncia zen en Fábula asiática. Artefacto fragmentario de mesianismo delicado en el que parpadean las conspiraciones seriamente disparatadas de Thomas Pynchon o Roberto Arlt, el relato arranca en Tánger invocando la mitología de Rey Rosa, con un escritor mexicano que ―como el autor guatemalteco― vuelve después de casi tres décadas a Marruecos. Allí se reencuentra con Mohammed, un viejo amigo artista y contador de cuentos con quien compartió a un maestro, el pintor de nubes y crítico norteamericano John Field, al que no es difícil asociar con Paul Bowles, mentor clave de Rey Rosa.
Los dichos de Mohammed son suficientes para instaurar un estado de cosas definitivo: el tiempo ya no existe, el mundo enloqueció, sentencia, a la vez que le encomienda al protagonista una bolsa con casetes y una tarjeta de memoria. Los primeros dictarán literalmente la primera parte de la narración, en la que se desarrolla la biografía de Abdelkrim, el hijo intelectualmente excepcional de Mohammed reclutado en ciencias duras por universidades anglosajonas. El marroquí sunita pronto toma contacto académico (en Silicon Valley) con Xeno, un joven millonario y cristiano ortodoxo de Patmos aprendiz de astronauta, y Matías Pacal, guatemalteco ateo aficionado a las estrellas. Defraudado por el destino bélico-corporativo de sus conocimientos, el trío superdotado toma el rumbo del complot con un fin explicitado sin pudor: “Destruir el mundo”.
“La cosa sería […] deshabilitar el mayor número posible de sistemas satelitales en las órbitas bajas, medias y en la geoestacionaria y, luego, o simultáneamente, los principales enlaces de cables interoceánicos. Es decir: el caos”, se lee en palabras de Xeno. Ante un panorama de inminente aniquilación masiva estimulado por un avance tecnológico que no consigue (ni pretende) disminuir el sufrimiento material humano, los tres rebeldes se proponen devolver el planeta a la Edad Media o más allá aún, a una reseteada e incomunicada Edad de Piedra. Tal jugada se pone en acción en la segunda mitad, donde cobra especial y espacial interés la tarjeta de memoria en manos del escritor (que ahora se sabe convocado para la causa por una ignota columna suya publicada en Vanity Fair acerca del heroísmo y la inmortalidad), cuya potencialidad terrorista lo sume en un thriller persecutorio digno de Graham Greene. La deriva culmina en una simulada e hilarante exhibición de arte contemporáneo galáctico (Space Era Art) en Estambul; allí, una lista de financistas esnobs hace posible la concreción del plan, un arte-acción felizmente revolucionario.
El atentado que fabula Rey Rosa —y que recuerda al unabomber poético de un temprano cuento suyo, “Elementos”, de Ningún lugar sagrado— es elíptico y elusivo: las menciones a ISIS y Al- Qaeda, a Abu Ghraib y Guantánamo, a los emigrantes aniquilados por bombas biológicas y a históricos hitos espaciales conviven con citas al Evangelio de Juan, la Eneida y un vaticinio de Leonardo da Vinci sobre el peligro de los metales, retazos de una era en la que presente, futuro y antigüedad se fagocitan en un torbellino acelerado. No es raro entonces que la salvación se encarne en la hermana de Xeno, Nada, una presencia sin ego que hace posible imaginar el fin de toda violencia.
Rodrigo Rey Rosa, Fábula asiática, Alfaguara, 2016, 208 págs.
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