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Pocos libros asumen la capacidad de irrumpir en el panorama literario local y combinar de igual manera —y con elegancia— el efecto de extrañamiento de una prosa forjada a partir del habla de una lengua esquiva, la dispersión de un escenario arisco, la voluntad de una escritura de largo aliento.
Este libro, de casi trescientas páginas, largo murmullo que atrae la materia de la que parecen hechas las pesadillas, despliega la historia de Montiel, un hombre de clase alta que acaba de atravesar la experiencia límite de haber estado al borde de la muerte. En un tiempo cercano sufrió un accidente de auto que le quitó a su esposa y dejó a su hija Pía en silla de ruedas. De manera apresurada, Montiel toma la decisión de mudarse a una enorme casona enclavada en un campo en Punta del Este. Lo que organiza esta historia, no obstante, es más bien la economía que arma el triángulo compuesto por Montiel, Pía y Mariana (esposa fallecida, lado semioculto de esta geometría). El espectro de Mariana volverá en el recuerdo y en apariciones espasmódicas que tiñen de una inquietante aura diversos pasajes de esta novela. Si el texto narra un conjunto de hechos, escenarios o secuencias particulares, no es sino para proyectar sobre un fondo, acaso intangible, su sombra deformada, a la vez que trama un conjunto de operaciones subterráneas que sólo a veces logran alcanzar la luz porque el horror, lo verdaderamente estremecedor, aquello que navega en aguas profundas, parece querer decirnos, demora, sin duda, en encontrar su ubicación en el mundo de los objetos. Montiel es, no obstante, un hombre solo que ejercita el trabajo de avanzar palmo a palmo sobre un cotidiano pesadillesco al margen de un sufrimiento que lo escolta desde el principio. Es su percepción enrarecida la que a veces, en el esfuerzo de clarear aquello que ve, termina de importar al texto imágenes de una delicadeza sombrosa y angustiante “Arriba, entre las copas de los árboles, se juntaba una oscuridad sucia que forzaba aún más el espacio. En sus oídos escuchó el chapaleo del pulso y eso lo condujo a la sensación de que no oía sino el modo acezante en que el cuerpo de todo el monte respiraba sobre él”; o, mientras observa los restos perennes que se acumulan tras el accidente en su hija lisiada: “De a poco descubrió varios detalles que surgían en secuencias y que parecían preñar el recogimiento de ánimo: el temblor de las pestañas translúcidas, la tirantez del párpado cuando el ojo se movía en una alternativa del sueño o la inspiración honda al cabo de un determinado período”. Este libro demanda, a contrapelo del mercado cultural del presente, una lectura atenta y demorada, propia del discurrir lento de una materia extraña que avanza sin obligación de rapidez. En determinados tramos, Herodes traspone la frontera de lo cotidiano que permanece en las sombras y averigua que detrás de aquello que se presenta como ambigüedad inquietante radican el espanto y lo ominoso. Así, logra hilvanar escenas de una incomodidad escalofriante: la experiencia de una seducción del protagonista —cuando niño— por parte de una institutriz, el sabor salado del sudor entre los senos de aquella mujer, la imagen de tres liebres temblando a la luz de los faroles de un auto, la visión de la primera menstruación de su hija, una inverosímil sesión de espiritismo histérico, la postal de un ladrón atrapado en una chimenea. En contra del horror contemporáneo, el espanto con que trabaja el uruguayo González Bertolino está forjado, sin lugar a dudas, con una lentitud rarificada, una suerte de gótico hosco.
El lector o la lectora pacientes ganarán más en el largo aliento que en la inmediatez.
Damián González Bertolino, Herodes, Entropía, 2022, 295 págs.
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