Otra Parte es un buscador de sorpresas de la cultura
más fiable que Google, Instagram, Youtube, Twitter o Spotify.
Lleva veinte años haciendo crítica, no quiere venderte nada y es gratis.
Apoyanos.
Una de las herencias de las vanguardias poéticas es la vocación del manifiesto, de un metatexto en prosa que permita decodificar lo que los versos dicen o dejan de decir, intelección que se hace menos por lo que el verso dice que por lo que el verso dice ser. Y si bien el furor de los ismos fue decayendo, no así el del verso, que, desprovisto del sostén de metro y rima, es decir, de una estructura garante de sentido, quedó a merced de la voracidad y la sinrazón de lo blanco, apichonado en su deber ser verso, es decir, en una línea huérfana que, de alguna forma, pretende generar un sentido disímil al de la prosodia. Compareció entonces lo que podríamos llamar el “yuxtapuesto”, una prosa expositiva que sirvió para apuntalar, por contigüidad, líricas no tan fuertes. Así, un ensayista vigoroso como Octavio Paz, por ejemplo, escribió versos concienzudos que hoy resultan anodinos (menos que ser, parecen poesía), o los versos de un ensayista y narrador deslumbrante como Jorge Luis Borges revelan, una vez desposeídos de la iridiscencia de las prosas adyacentes, a un poeta entusiasta pero menor.
Por supuesto, y para no apearnos del corpus latinoamericano, siguen hoy resultando rotundos César Vallejo, Nicanor Parra, Haroldo de Campos o Roque Dalton, en tanto que otros, como Pablo Neruda, deslumbran a pesar de exhibirse como desparejos: su lectura sigue revelando ese poder de combustión, la energía que libera una palabra al seguirse o anticiparse a otra que la detona, es decir, la poesía, y la necesidad de la poesía. Al respecto, el último libro de Eduardo Espina, La imaginación invisible, que recoge su obra poética desde Valores personales (1983) hasta el presente, nos confirma que la poesía, además de necesaria, es todavía posible.
Como para recordarnos que la poesía posvanguardista sigue impedida de presentarse desnuda, la profusa producción lírica de Espina, incluyendo varios libros inéditos, se presenta aquí acorazada por un estudio preliminar de Jacobo Sefamí, un posfacio de Randolph Pope y una entrevista al autor, realizada por Romina Freschi. Sin embargo, este blindaje no limita: el libro, incluso para quien sepa que el autor es un virtuoso del verso como pocos, libera una evidencia golpeadora: a lo largo de cuarenta años, Espina ha venido amontonando, sílaba a sílaba, una poesía indubitable, de una musicalidad dariana pasada por el chamuyo del Plata. Es verso libre (en muchos casos, disimuladamente blanco), claro está, pero retiene una vocación de forma manifiesta en la materialidad con que, disciplinadas, las líneas se encolumnan en una orfebrería milimétrica y sonadora, contaminando de concretud la música y la música, de risa: es que lo que sorprende (y siempre ha sorprendido) en Espina es cómo los versos se sumergen en la autoirrisión de saberse verso, nimiedad silábica en lo blanco, para recuperarse poesía, sorpresa de significación, descubrimiento, trascendencia.
Espina, que es uno de los pocos poetas de lengua castellana que hoy se abandonan decididamente al riesgo, es seguramente quien mejor lo supera. A lo largo de su lírica, pasando del humor a lo chocarro, del sexo al sentimiento, de la observación semifenoménica al absurdo (absurdum, a fin de cuentas, es un problema de oído metafísico), las palabras siempre han cumplido con la obligación de primero pegarse en su homofonía, cancelando la significación, para de inmediato despegarse (“el Tigris, lo gris, la hora regia”), liberarse a un sentido nuevo sólo adquirible en el verso y el poema. Concluye en el prólogo Sefamí que Espina es uno de los poetas “más portentosos y originales de la lengua”. La imaginación invisible muestra, además, que sin duda es el más consistente: tras abandonar el verso al sinsentido en cada palabra, lo recupera fastuoso, melódico, fatalmente iluminado.
Eduardo Espina, La imaginación invisible. Antología: 1982-2015, Seix Barral, 2015, 352 págs.
Después de la década de 1950, dice Carlos Monsiváis, el muralismo mexicano se traslada a los barrios chicanos de Estados Unidos. El stencil que ilustra la portada...
El hundimiento de un país deja ruinas y cascotes que tienen nombres propios. En el caso de Venezuela, son los nombres de las mujeres que perdieron a...
El primero de los diez relatos de este libro, “Mal de ojo”, podría funcionar como un perro lazarillo a través de sus historias enhebradas. En él, la...
Send this to friend