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Con Borges nos acostumbramos a la idea del libro de arena, el libro inacabado, reacio a la letra definitiva, objeto inconstante que llega a la casa de uno —un apartamento cualquiera de la porteña calle Belgrano— de manos de un extranjero de edad incierta y rasgos desdibujados, vendedor de biblias. En cierto sentido, todo libro es inconstante y vuelve a hacerse en cada lectura; en admirable grado, la escritura de Amir Hamed, como el libro de arena y como la biblioteca de Babel, juega a ser la interminable literatura. Hay en Hamed una “testarudez de mundo” que abraza el escribir como cuestión imperiosa, atendida desde Retroescritura (1993) hasta las asiduas columnas de Interruptor, en la fabulosa Cielo ½ (2013) y en la trilogía que forman Encantado (2014), Ella sί (2014) y, ahora, M. Escribir y escribir sobre la escritura, porque en esa reflexiόn se pone a reverberar un mundo inadvertido. Hay también un empecinamiento de hijo que una y otra vez elige su herencia y se las ve con el legado. En M, escritura, legado y ley no se desenlazan ni un instante, porque M, marca acuática y errabunda, es Mem y es Moisés, el inspirado interlocutor divino, el autor del Pentateuco y de las tablas de los diez mandamientos.
M nos lleva a atender a la manera en que la ley se entrega, escrita y partida; y es apasionante seguir el hilo que lleva de la lengua hendida de Moisés, “achicharrada por los carbones ardientes”, a la escisiόn material que es la letra y que hizo que algo pudiera ser pensado, obedecido, desobedecido, entregado, aceptado, rechazado. Relato reflexivo, M se potencia al mostrar que la pulpa escindida de Moisés —su lengua partida y tartajeante— tal vez encarne a la vez una particiόn —una dilaciόn— que lo tuvo en espera dieciséis siglos, si no más, de acuerdo con las noticias confirmatorias traídas por los arquéologos e historiadores del siglo XXI. Porque la inaccesible historicidad de Moisés —la ausencia de vestigios que no sean la prodigiosa marca libresca, profética, polίtica que él es— propiciό, algunos siglos más tarde, que se lo confundiera con el musulmán Musa, profeta archipresente en el Alcorán, dado que ambos compartían, en el superpoblado mundo de los libros religiosos, el exclusivo privilegio de ser kallim Allah, los dos únicos interlocutores de Dios. De modo semejante, la improbable historicidad mosaica se compensa con su letra, legataria de antiquίsimas leyendas acadias, que ya llevaban más de dieciséis siglos resonando en la Mesopotamia (contando la historia del niño salvado de las aguas), cuando los sacerdotes judίos exiliados en Babilonia las oyeron y las adoptaron.
Inquietante confirmaciόn que vuelve a recordar la índole errabunda de la letra, su destinaciόn improgramable, la impostura que funda cualquier presunciόn de autoctonίa (o de autorίa). Bienvenida confirmaciόn, que en algo raspa la soberbia del dios ύnico, al hacer de su profeta un trashumante llegado de historias ajenas. En esa vena, Hamed cuenta su historia frotándose (una metáfora que él mismo emplea desde Retroescritura) con textos del Pentateuco y del Alcorán, de comentaristas talmúdicos y coránicos, de suras y de versίculos, de Flavio Josefo y de Freud, de Kafka y de Agamben, de Bloom y de Eupolemo. Y por la gracia de esta frotaciόn toma cuerpo la conjetura de “que acaso sea M la más ardiente de las figuras trágicas”. Y no sólo porque pueda “divisar una tierra de promisiόn para la que desde un principio está impedido y hacia la cual, no obstante, avanza obstinado”. Más aún porque es “un héroe de la escritura” que, en su “lengua destrozada”, es “capaz de escribirse pero no de pronunciarse”. En concordancia con ese héroe, Hamed logra contarnos las milenarias peripecias mesopotámicas y medioorientales de una marca estrictamente impronunciable, muesca en la roca, jeroglίfico aviario, grafo mudo finalmente socorrido por la vocalidad del alfabeto griego, principio de una nueva ordenación del tiempo en busca de la sucesiόn abecedaria.
Amir Hamed, M, H Editores, 2015, 64 págs.
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