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Antes que a las piezas que cobija, todo museo tiende a salvaguardar una mirada sobre el pasado. Por más que en su seno albergue experiencias estéticas que distan de la mera contemplación pasiva y procuran cuestionar el estatuto del objeto artístico en provecho de una conmoción integral, esas obras nacen ya muertas. La lengua del museo es fúnebre y su mirada, eminentemente retrospectiva. Al invertir la flecha del tiempo y postular un museo, no del futuro, sino en el futuro, Jorge Carrión, en Membrana, su más reciente novela, propone tensar el presente y leer allí el reverso de lo que vendrá.
Presentada como el catálogo de la muestra estable de un museo del siglo XXI inaugurado en los albores de la centuria siguiente, y cuya curaduría es asumida por la voz plural y poco fiable de una inteligencia artificial (o un enjambre de ellas), la novela propone un recorrido —puntuado por un inventario de objetos y el diagrama del emplazamiento de los paneles de la exhibición— que se remonta al origen de la humanidad y la invención de los primeros rudimentos tecnológicos, pasa por los hitos industriales y las masacres concomitantes, y llega a la duplicación virtual y el paulatino reemplazo de la humanidad en provecho de una razón algorítmica cuya autonomía entraña el riesgo no sólo de la merma de la capacidad de deliberación del humano —la “administración robotizada de nuestra existencia”, en palabras de Éric Sadin—, sino además la posibilidad de su propia abolición.
El escorzo entre un cauce abstracto, al amparo de una lengua deslocalizada —repleta de repeticiones, muletillas, torsiones sintácticas y particularidades semánticas—, y otro en el que priman los trazos narrativos viene a subrayar el hecho de que el museo, lejos de ser un mero receptáculo neutral, delimita líneas de tensión y establece un reparto de lo sensible: más que a lustrar los objetos del mundo profano, todo museo, y este en particular, apunta a reemplazarlo. En tal sentido, destacan en filigrana dos antagonistas de la narradora: Ben Grossman —un piloto de drones israelí que descubre que el algoritmo del vehículo está tomando decisiones por su cuenta y eliminando aquellos objetivos que él había considerado oportuno no matar— y Karla Espinoza —una programadora norteamericana que ha creado una aplicación para reescribir la realidad y se ha casado (y luego divorciado) con la evolución de un asistente inteligente—. Esas historias conviven con lecturas sugerentes sobre Las hilanderas de Velázquez o El gran vidrio de Duchamp, el planeta inteligente de Solaris o el cuento Pinocho, el cambio climático o el big data, y un largo etcétera que sugiere que la ciencia ficción y su plétora de hipótesis prospectivas sólo es el atavío del realista de hoy.
Entre datos apócrifos y otros que por su rareza lo parecen, entre vaticinios en plan de consumación y conjeturas arrojadas al veedor de la posteridad, la novela se nutre del espesor del ensayo con un ojo atento en el mundo hiperconectado y otro en el arte contemporáneo. Sin ir más lejos, el arte de tapa es un detalle de la obra arácnida de Tomás Saraceno, para quien las redes, al igual que para Carrión, aúnan la investigación crítica con una mirada poética sobre el mundo.
Carrión es un escritor inquieto, un entusiasta del diálogo entre la literatura y aquello que la excede —porque sabe que todo lo ajeno le es propio—, y un convencido de que, si de mantener vivo y ampliar el horizonte de posibilidades de la ficción se trata, es necesario interpelar el tiempo que a uno le ha tocado en suerte. Porque liberada del lastre moral y su carga punitoria, liberada de una incierta facultad oracular, el diapasón que la literatura puede aún afinar no es ya —nunca lo fue— el de las respuestas correctas, sino el de las preguntas inaplazables.
Jorge Carrión, Membrana, Galaxia Gutenberg, 2021, 256 págs.
Imagen: Gravitational Waves, de Tomás Saraceno, Parque Kattevennen, Genk, fotografía de Kristof Vrancken.
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