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La tensión por entender las leyes del azar, en la confluencia dramática y delirante entre realidad y deseo, delimita el itinerario que Roberto Wong (Tampico, México, 1982) traza en París D.F., merecedora del Premio Dos Passos a la Primera Novela. Pueden considerarse las primeras obras casi como un subgénero por ese extraño equilibrio entre originalidad, muchas veces descarada, y revelación. En este caso, Wong presenta un sólido artefacto, maduro y consciente, en el que la materia narrativa se construye sobre una estructura que progresivamente va atomizándose, a partir de la proyección de las enajenaciones de un individuo que busca su identidad, sin puntos de referencia, en la brutalidad urbanística.
Casualidad, desastre y caída. Esos son los tres momentos rectores de la trama, que tiene como personaje a Arturo, un joven que trabaja a desgano en una farmacia, que debería ser escritor, que se piensa a sí mismo desde la ficción, desde todas las posibilidades que podría ser pero no es, de donde deriva su frustración. El punto cero, el que inicia el estallido, la casualidad, es el momento en que Arturo superpone los mapas de México D.F. y de París. Entonces surgen los encuentros, las coincidencias, la maquinaria del azar se pone en funcionamiento y lo único que le resta al personaje es “leer los signos ocultos en los mapas sobrepuestos”. Esta alineación cartográfica apunta hacia varias direcciones: por un lado, es una metáfora de la confusión entre realidad y ficción; por el otro, es la síntesis de la voluntad de alterar la cotidianeidad y cifra la realidad de la violencia mexicana. París le sirve a Arturo, hastiado por la rutina y noqueado por la asunción del fracaso, como símbolo de refugio imaginario, de huida novelesca. París es Vallejo, Cortázar y Breton. Es el perfect way of life de la literatura. El segundo momento, el del desastre, detona traumáticamente: un atracador entra a la farmacia y encañona a Arturo, pero la policía mata al atracador. Sin embargo, la bala pasa cerca, el muerto podría haber sido él. Como en Borges, la vida de una persona puede cifrarse en un solo momento. En este caso, el protagonista toma conciencia de su existencia, se interroga sobre su identidad, sus deseos, su posición en la sociedad. Una confusa maraña de posibilidades se abre ante él, y escoge una cuyo camino transita por el sexo, la violencia, la autodestrucción y el delirio. La novela, por tanto, participa del género negro, pero en este caso tanto el cadáver como el asesino son el propio personaje, especularmente cristalizado en su doble, el atracador, con quien Arturo se identifica, o mejor dicho, al que le usurpa la identidad. El tercer momento, el de la caída, será el lector quien lo descifre.
Las influencias de Wong son claras: de Cortázar toma el espíritu, la idealización, el impulso mitificador, la fragmentación formal, la desarticulación, la pérdida de mapa por parte del lector (la intención es que este se sume a ese caos, no tanto que lo ordene). De Borges toma el tema del azar y el motivo del laberinto. Son notables aciertos la elección de una estructura que va desajustándose a la par que el personaje pierde pie en la realidad y se interna en el delirio, la dosificación del elemento noir, el equilibrio entre acción y reflexión. Pero acaso uno de los mayores logros de esta novela sea la construcción de un personaje límite, fronterizo, trenzado con la voluntad de hallar las claves del azar, que se contempla violentamente interrogativo desde la ficción, ese lado B de la vida, que es también su anverso, lados que se confunden y que al final nadie puede discernir.
Roberto Wong, París D.F., Galaxia Gutenberg, 2015, 200 págs.
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