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Existe una operación literaria y vital paradigmática que consiste en la transformación de una mujer en hombre, un travestismo textual y sexual que plantea una serie de preguntas y exhibe escenas exquisitamente aberrantes que vale la pena inspeccionar sin fanatismos ni cortaplumas. Partiré por el final: Paul Preciado (antes Beatriz). El hecho de que una nacida mujer deseara convertirse en hombre fue curiosamente lapidado no por los varones cabríos sino por su propia fracción política, precisamente por el hecho de querer convertirse en aquello que se consideraba el “enemigo”: el hombre como símbolo patriarcal y operario público. Para aquella fracción ajena a ese 99% del feminismo propuesta por Nancy Fraser, el hombre es una especie en vías de extinción. Se ha propuesto borrarlo del mapa. Liquidarlo. De algún modo, entonces, el hombre (figura, signo, pecado, etc.) devino existencia menor.
Hay entrevistas en las que Paul Preciado relata la serie de líos que se le presentaron en su tránsito al mundo masculino, y no precisamente por la fría bienvenida de los hombres a ese círculo, sino más bien por la de las propias mujeres que la juzgaron por cambiar de bando. Como si se tratara de la Flaca Alejandra, militante del MIR chileno que, al ser capturada por la DINA, el aparato de inteligencia pinochetista, se vio seducida por la traición, y se convirtió en eso que en Chile se llama “sapo”. Chivato. Soplona. Traicionera. No, no es el caso de Preciado. Más bien se convirtió en una suerte de existencia menor dentro de la existencia menor, un acercamiento ni envenenado ni usurero que se extiende a cualquier tipo de simpatía o llano amor por lo masculino.
La española Luna Miguel, en su libro Poesía masculina, realiza una operación osada: impostar la voz de uno, pero no sólo eso, sino la voz del hombre en el camarín, en aquel sitio en el que la lengua pierde diplomacia y se torna incluso pornográfica. Obscena, anal por humor grueso o morboso. Oficiar de espía en territorios de restricción sexual es un modo de investigación textual poco estudiado. Se sabe que un hombre entre mujeres es un pangolín descerebrado, de caparazón blando y de caminar lento, con cierto temor. El hombre castrado. Todo depende del contexto del texto, sobre qué escenario los poemas harán su triatlón. La operación de travestirse adquiere su potencia en este hecho. Enrique Lihn y Nicanor Parra (poetas chilenos) inventaron heterónimos en dictadura (Pompier y El Cristo del Elqui, respectivamente) pues requerían de una máscara para pronunciar discursos vetados, aquello de lo que no estaba permitido hablar. Todo esto sin perder de vista lo humorístico. Es difícil llegar a acuerdos en esto, a veces los mecanismos de censura son bastante torpes. Pero esa es la tecla hoy. Desacordarse. El desencuentro. Por eso el gesto de Miguel, o de Luna, lleva las esporas de estas escaramuzas. El coraje necesario para explorar el callamiento, sortear la autorización de habla y con humor. Un acercamiento no feísta a la masculinidad, lo indecible que expresa en escenas sencillas y cargadas de piel, como en el poema “Hemos visto cuatro veces las cuatro películas de Shrek”: “Mi mujer caga y en su esfuerzo se le escapa / un delicado pero desgarrador gemido / que por alguna razón colma mis ojos /de lágrimas”.
Luna Miguel, Poesía masculina, La Bella Varsovia, 2021, 76 págs.
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