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Durante las primeras y extraordinarias páginas de esta novela, la protagonista y narradora seduce a un hombre que la lleva a su casa, un espacio frondoso y vegetal, con un jardín enorme y humedad en las paredes, que ella percibe como una cueva. El lector ve en esa arquitectura casi biológica, en cambio, un útero. Porque la ficción va más allá de la intimidad, la confesión a tumba abierta o el porno, físico y sentimental: es amniótica, uterina. Cuenta un viaje, al mismo tiempo interior y exterior, que parte de los últimos años de un matrimonio ―porque es una mujer casada― y culmina en una experiencia extrema vinculada a la maternidad. Se trata de una deriva torrencial. Por eso la mujer sangra en gran parte del libro, porque su prosa es menstruación y desangre.
Pero es menos violencia que poesía. Una poesía de tradición literaria ―la del poema en prosa― que dialoga con el monólogo teatral, la teoría de género y las estrategias de la performance. El texto está recorrido por la conciencia de beber del lenguaje melodramático de las telenovelas y, casi siempre injustificadamente, por la sospecha de caer en lo cursi. En el siglo XX, a causa de la abundancia del sexo, la novela habría podido ser catalogada como erótica. En el nuestro, en cambio, por su énfasis en la autonomía del sujeto femenino, por su reivindicación del cuerpo, el placer y sus palabras, la etiqueta obvia sería “queer”. Pero yo prefiero decir: buena literatura.
En los últimos años, la novela ecuatoriana se ha hecho visible en el conjunto de Iberoamérica gracias a una nueva generación de escritoras. A Nefando y Mandíbula, de Mónica Ojeda, Nuestra piel muerta, de Natalia García Freire, y Siberia, de Daniela Alcívar Bellolio, se suma ahora Sanguínea, igual de exigente y memorable.
Gabriela Ponce, Sanguínea, Candaya, 2020, 160 págs.
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