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Por remitir, entre otras cosas, su nombre a los supuestos treinta y tres hombres que, desde el otro lado del río, se lanzaron en 1825 en “cruzada libertadora” contra el Imperio de Brasil, o por ser reducto histórico del caudillismo nacionalista, en particular de Aparicio Saravia, quien murió durante la última guerra civil contra Montevideo, en 1904, el departamento de Treinta y Tres, uno de los más pequeños y despoblados de Uruguay, suele autodefinirse como “el pago más oriental”. En la capital, Treinta y Tres, ciudad de unos treinta mil habitantes, vive Gustavo Espinosa, quien se ha convertido en el narrador mainstream del país, tras una breve pero contundente serie de novelas que presentan un entorno alucinado y miserable, protagonistas maníacos y una admirable voluntad lírica. Para Espinosa, Treinta y Tres es “el pago menos occidental”, como acaba de estampar en su reciente novela Todo termina aquí, título basado en un verso de una canción de Los Iracundos, más específicamente, “Puerto Montt”. Y esto, el saberse una traición, por decirlo así, a la civilización de Occidente, convierte al Treinta y Tres de Espinosa en una anti-Macondo, ya que si en el pueblo de García Márquez la maravilla, como para el indígena, la traían los foráneos, en Espinosa el ambiente se da como anomalía, con la certidumbre de los personajes de pertenecer a un orden bizarro, que no responde a planificaciones de urbanista o demiurgo heredero del Renacimiento, que necesita tartamudear en situación, casi a gritos, para hacer sentido de sí.
Dicho de otro modo, si Treinta y Tres se da, es porque se da en desgarrón, y Espinosa (ahí está su tremebundo libro de poesía Cólico miserere, de 2009, para ratificarlo), es fundamentalmente una voz lírica, además de músico de blues. Los personajes refractan goyescos, pobladores de un esperpento, lo que mapas y enciclopedias definen como una civilización: se descorren, para decirlo de otra manera, con estupefacción de sí, y a la vez como acontecimiento. El correlato de este ostracismo es una elegía por mujeres perdidas de antemano —una increíblemente gorda, en China es un frasco de fetos (2001); otra flaca, cinematográfica y adorada en juventud, como en Carlota podrida (2009); otra arruinada por la dictadura militar, como en Las arañas de Marte (2011), o pasmosamente bella pero vencida por un morbo implacable, como en esta novela—. El amor tenaz pero fatalmente disociado, ya no consumable salvo en letras de molde, con su paso lírico, ha sido el motor de sus narraciones hasta acá, una maquinaria, claro está, que avanza a paso de monstruo y que Espinosa había venido contrapesando con textos didácticos sobre vivirse en anomalía (una carta a la secuestrada, un paper sobre un músico criollo): el monstruo exige explicarse, entender él mismo sus razones.
En Todo termina aquí, sin embargo, el didactismo se refrena; la narración confía más en irse mostrando a sí misma. Si hasta aquí narraba Espinosa con talento, a partir de ahora lo hace con sabiduría y fineza, con la crispada tranquilidad de quien ha calibrado sus demonios y los pone al servicio fáustico del desgarrón o relato. Claro que esta sabiduría no deja de incomodar. Es esperable que en un relato breve el lector busque los síntomas de la perfección y en una novela larga las señales de un mundo que se cierra, abrumador, sobre su cabeza. Mucho menos frecuente es que devore un relato y llegue a su desenlace, conmovedor, bajo las estrellas chilenas del fin del mundo, con la sospecha de que algo lo engaña porque, en menos de doscientas páginas, acaba de leer una obra maestra.
Gustavo Espinosa, Todo termina aquí, Hum, 2016, 168 págs.
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