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Es difícil irse de la propia infancia. Pero cómo, con qué medios alejarse del pasado envolvente, aunque a esta altura ya seamos nuestros propios padres, nuestras propias madres (o como se pregunta José Kozer: “¿quién ahora que / todos están muertos / me va a reprender?”). La poesía de José Kozer, como la infancia, es una fuerza que nos obliga a asentir y nos entregamos, convencidos, a su intimidad, a su flora y fauna imprevisibles, al desfile de parientes que se cruzan en la casa, al sabor de las palabras y de los alimentos. Un asterisco Polonia forma parte de este rumor ineludible que recorre toda la poesía de Kozer y que nos arrastra de una página a otra porque, como él mismo ha afirmado cientos de veces, no se escriben poemas sino un único libro, un único poema que acabará con la propia vida.
Este volumen editado por Audisea, que reúne material nuevo y otro disperso en libros anteriores de este poeta judeo-cubano, es, por sobre todas las cosas, un libro agrietado, nostálgico, tardío —en el sentido que Edward Said le da a esa palabra—. Lo tardío no como armonía y resolución sino como un lenguaje nuevo, abierto a la contradicción, al deterioro, a la imposibilidad de clausura. Más aún: las obras tardías constituyen una forma de exilio, afirma Said siguiendo a Theodor Adorno. En este libro, que viene a sumarse a la inmensa obra de Kozer, la tierra que abandonaron sus ancestros se vuelve origen y destino. Polonia se transforma en una llamada, una isla de bordes irregulares que es, al mismo tiempo, todas las islas. Asediada por los mares, en cada isla hay un sujeto en marcha, alguien que parte, alguien que va y viene haciendo poemas y que siempre corre el riesgo de volver, de dar vueltas en redondo, regresando sobre sus propios pasos, que son los pasos que dieron otros antes que él, el único camino posible.
En este paisaje asolado por la lluvia desdeñosa y la tristeza (todo es Polonia), el poeta repite las primeras preguntas, las asombradas del náufrago ante el desastre: “¿qué fue? / ¿Me hice tierra? ¿Gusano de seda? ¿Morera? ¿Soy ,/ lombriz? Mi manzana / pido mi manzana. Mi/ kimono pido mi / kimono. Yo también / emigré, no engordé. / Yo también me fui, / llegué, me voy, / adónde llegaré. Vi / No vencí.” Como en un sistema de cajas chinas, las islas se repiten y superponen unas a otras: Cuba refleja a Polonia, Polonia a Cuba, Cuba a Ítaca, y otra vez a Polonia. Islas soñadas y habitadas por los fantasmas, el afecto, la nostalgia, donde el exilio se vuelve un ojo o una clave para comprender la historia: “sólo yo me he escapado; / me escabullí por un / hueco a la Isla, ahí / nací, crecí, comí, me / fui, sucumbiré adónde: / mares plácidos, tibias / aguas sin horizonte, / todo de revés. A rayas”.
Dicen que en la Antigüedad, entre otros recursos mnemotécnicos, los oradores imaginaban la estructura de una casa y que, aferrados a su vivienda mental, a su poética del espacio, podían recobrar y desmadejar el hilo de su discurso. Esto parece ser particularmente cierto respecto de la poesía de Kozer, que desde hace décadas nos sumerge en un conjunto de lugares, nombres, rincones, para extraer de ellos ciertas porciones de luz. Madrigueras en las que entierra su energía y su curiosidad. Una isla abandonada y recobrada es el eje alrededor del cual oscila la brújula. Sin ella no hay viaje, ni mapa, ni poema, ni rosa de los vientos. Decir es organizar. El poema recorre y reinventa el periplo indeleble de la estirpe. Un asterisco Polonia forma parte, sin duda, de ese recuento, de ese trabajo amoroso de agregar cada día, con la paciencia y el fervor del amanuense, las menudas notas al pie del único territorio que vale la pena recorrer.
José Kozer, Un asterisco Polonia, Audisea, 2016, 136 págs.
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