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Que el autor de esta monumental novela haya acreditado sobradamente su conocimiento de la obra de Roberto Bolaño no debería ser razón suficiente para rebajarla a la epigonía, o siquiera para agotar sus ascendientes en la literatura iberoamericana: tanto podría encontrarse en Vivir abajo de La literatura nazi en América o de 2066 —o también de Borges, Piglia o Aira— como de Austerlitz de Sebald o de La casa de hojas de Danielewski (sin su despliegue tipográfico); pero la pereza crítica de recurrir al boom o a la autoridad de Vargas Llosa para catalogar obras como la que nos ocupa puede obviar una corriente de influencias heterogéneas que no por subterránea es menos universal y coherente. Que su geografía abarque buena parte de América del Sur tampoco oculta el hecho de que entre sus biografías, ciertas y apócrifas, aparezcan soberbiamente retratados personajes como Werner Herzog o Klaus Barbie, o de que las mil y una historias que aquí se cuentan estén diseminadas por Estados Unidos, Canadá, Alemania, los Balcanes, Corea y otros variados territorios.
El abajo del título hace referencia a que nos enfrentamos a una historia secreta, soterrada, y es por eso que las ficciones y los hechos se entreveran y confunden de tal manera que se difumina, entre lo terrible y lo paródico, nuestra mera noción de lo increíble. Un sótano atestado de tijeras es la imagen de pesadilla que inicia la intriga, y a partir de ahí, entre casas quemadas y máscaras de oso, la demencia se adueña de cada rincón de la realidad hasta infectarla y señalar el horror del que el autor nos sabe hacer partícipes; vemos que este libro esconde otros muchos en la intención y en el procedimiento, pues su trama polifónica se multiplica en todos los cuentos que la van completando y el formato sabe girar sin sobresaltos del procedimental al ensayo literario o al relato histórico, cuando no a un fantástico deudor de Walpole y Hawthorne. Hay que decir que sus episodios de truculencia gótica tampoco descartan el humor, quizá porque Faverón no encuentre otra salida para sobrevivir a un mundo enloquecido, relatado desde cárceles y manicomios, invadido —como en un cuadro de El Bosco— por el infierno sobre el que se sostiene.
La última parte del libro está dedicada a reconstruir los enigmas de las tres anteriores y a desvelar la relación entre ellas: un asesinato en el Perú, un monólogo en Maine y un viaje por el sur del continente americano; los hechos consignados abarcan un siglo y hasta la última línea nos depara una sorpresa. Los universos en los que ocurren bien podrían ser diferentes: dos personajes mantienen una conversación desde años distintos y otros coinciden en un lugar exacto sin encontrarse, porque el mundo está igual de desquiciado que sus mentes y la verdad —caótica, inasible, clandestina— supera cualquier lógica de la Historia. Así los hijos persisten en la locura de sus padres, y la alterada memoria está compuesta de retazos sueltos que es imposible reconstruir, hasta el macabro punto de que la tortura se revela como el método más efectivo de comunicación, ya que obliga a confesar de igual modo que permite ser escuchado. No creo que haga falta explicar que lo que subyace tras las atrocidades de Vivir abajo es la denuncia política: la dictadura, el terrorismo, la violencia social y la culpable complicidad de nuestros silencios.
Gustavo Faverón Patriau, Vivir abajo, Candaya, 2019, 672 págs.
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