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Por momentos, el trío de Bill Frisell da la impresión de ser una banda garage refinada que ensaya en algún lugar secreto del Oeste americano. Ellos tocan sin apremio, sin programa —la poética “lo que vaya saliendo”— y sin preocuparse demasiado por los límites entre los géneros de la música popular. Por supuesto, conocen esos límites al dedillo: la ignorancia sobre la especificidad del jazz, el rock, el country, el blues o lo que fuera no es señal de ecumenismo sino simplemente un defecto de músicos perezosos y superficiales. Por el contrario, Frisell, Scherr y Wollesen son intérpretes ilustradísimos; su juego consiste en sorprendernos en territorio conocido, mediante pequeñas torsiones de los materiales: cadencias imprevistas, loops de guitarra que dialogan, como fantasmas irredentos, con la melodía principal (la versión de “In My Life”, sometida a ese recurso, fue fantástica), un desarrollo de motivos que rara vez se extravía del camino principal y, como dandis musicales que son, el rango dinámico entendido como una de las bellas artes.
Verlos y escucharlos termina siendo una y la misma cosa. En la disposición espacial del trío parece esconderse la clave de su funcionamiento sonoro. Así, todo el concierto. Puede ser una canción de Burt Bacharach, la secuencia idiosincrásica de “Little Wing” de Hendrix, un par de temas de los Beatles, “You Only Live Twice” ó “When You Wish Upon a Star” (alto momento de la noche). Ahí está el brillante Kenny Wollesen al centro, de cara al auditorio, batiendo parches e insinuando síncopas con un despliegue encantador, del tipo “baterista pulpo”, siempre en (a) tiempo, mostrándonos sin engolamiento didáctico que el jazz clásico, el rock y el rockabilly tienen en común una adherencia rítmica fácil de captar y difícil de abandonar. A su derecha, medio encorvado sobre el plato ride de su compañero y observando los dedos de Frisell, Tony Scherr recalca el potencial armónico de su instrumento, combinando líneas caminantes con un sutil arpegiado que convierte al bajo en una virtual guitarra rítmica.
Cruzando miradas cómplices con ambos y una levísima sonrisa en su rostro de científico de la NASA, Frisell nos deja pasmados con su sonido hermoso —pocos guitarristas eléctricos han sabido labrar tonos tan cálidos y, al mismo tiempo, signados por la inminencia del descontrol— y sus estrategias de desarrollo melódico. Atento a las posibilidades de su pedalera, Frisell explora el timbre adecuado en el momento preciso. En sus improvisaciones nunca abusa del recurso de las escalas ubicuas. Prefiere rondar la melodía original, sometiéndola a pequeñas mutaciones. A veces se vuelve elusivo (por caso, en “Strawberry Fields Forever” omitió algunas notas de la segunda parte) y parece estar siempre tomando envión en la canción, un corsi e ricorsi de la memoria musical.
En temas muy conocidos suele introducir un matiz risueño, un gesto de leve distancia que lo separa del romanticismo puro. Pero en este punto cabe dejar sentado que el guitarrista no se ríe de la música popular, no siente que la supere, ni que el jazz como educación artística sofisticada tenga derecho a situarse por encima del folk o el pop. Por eso su colección de influencias incluye tanto al guitarrista de swing country Jimmy Bryant como a los héroes de los sesenta; tanto a Jim Hall como a Wes Montgomery. Su diálogo inacabado con las tradiciones musicales norteamericanas jamás se restringe a la exhumación de la historia para colocarla en una vitrina. Tampoco le interesa mucho explicar “de dónde venimos”, como suele hacer Wynton Marsalis. La relación que establece con los tesoros musicales de su país es de orden lúdico e íntimo (aquel tema de la TV que lo atrajo de pequeño; el disco de jazz que le prestó un amigo de la adolescencia, etcétera), y sólo su interpretación, inteligente y audaz, convierte ese dato exquisito de su memoria en una emoción compartida.
Bill Frisell Trío —Bill Frisell (guitarra), Tony Scherr (bajo) y Kenny Wollesen (batería)—, Sala Sinfónica, Centro Cultural Kirchner, Buenos Aires, 9 de febrero de 2017.
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