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Claude Debussy comenzó a componer sonatas en los últimos años de su vida por una serie de razones a las cuales no fue ajena la pérdida de centralidad en la escena musical francesa, rendida a los pies de Igor Stravinsky. Corrido del corazón del presente, se abrazó a aquello que tenía garantía histórica. Aunque las sonatas de Debussy no son verdaderamente sonatas por numerosas razones —entre ellas, la insensatez de una modulación en escala en 1916 o el desvelo por la resolución simétrica de las formas—, ese gesto aparentemente conservador pagaba su tributo a la tradición con monedas de caras difusas. Pienso en ese Debussy a la hora de escuchar las sonatas de Gerardo Gandini, de ese Gerardo que se apropia de una garantía institucional dentro de lo que llamamos Música con mayúscula, mientras, a la par, despotrica contra los jóvenes que hacen ruiditos al calor de la música concreta instrumental. La Octava sonata, que concluye con una cita ampliada de la Misa de Guillaume de Machaut, pudo escucharse el viernes 18 de mayo en el Centro Cultural Paco Urondo de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, fuera ya de esas módicas querellas, en las manos magistrales de Lucas Urdampilleta. Esa apuesta a la posteridad en vida de Gandini contrastó en el programa con la inclusión de la Sexta sonata de Galina Ustvolskaya. Acá también la definición “sonata” carece de una correspondencia con los materiales que utiliza la compositora, entre ellos el cluster que tanto aborrecía la academia soviética y que en esta obra tiene una función estructural. Pero, a diferencia del lugar que ocupó Gandini, de una ponderación consensuada entre la crítica y buena parte de los compositores, Ustvolskaya era el epítome de una música disidente. Ni siquiera la alcanzó el beneficio indulgente de la era Jruschov, como pudo constatar Peter J. Schmelz en Such Freedom, If Only Musical: Unofficial Soviet Music during the Thaw (2009). Una paria rescatada justo en los tiempos en que compuso la obra que tocó Urdampilleta (esa hecatombe resonante podría a su vez escucharse como un anticipo de la caída de la URSS). Es evidente que para Gandini y la discípula de otro maldito, Dmitri Shostakóvich, la palabra, la nomenclatura “sonata”, quería decir algo completamente distinto en tiempos en los que, a modo de extremaunción, el musicólogo alemán Carl Dahlhaus había decretado que los géneros históricos habían disuelto en el aire lo que les quedaba de solidez. Disidencia y afirmación desencantada, entonces, cada una con su cifra de belleza. En el Urondo, ese territorio que empieza a configurarse en los bordes de este borde sin centro que es la música argentina en el presente, los sentidos contrapuestos de esas obras encontraron un pliegue común, una potencia distinta. Sonaron cuando los espacios se cierran, en momentos de acentuado desinterés público, de retiro a lo seguro o al algoritmo que ofrece a través del streaming escuchas azarosas; tiempos, además, de migajas benefactoras. El Urondo también recibió al admirable dúo de flautas MEI (Juliana Moreno y Patricia García), que presentó cuatro obras de jóvenes compositores argentinos. El 29 de junio recibirá al trombonista Pablo Fenoglio y a la Compañía Oblicua, que dirige Marcelo Delgado, el curador del ciclo decidido a poner en escena otra paradoja de lo contemporáneo: no sólo intensificación del presente, también acto de preservar y preservarse.
Lucas Urdampilleta y MEI, música para flautas, concierto 1 del ciclo “Urondo contemporáneo II”, Centro Cultural Paco Urondo, Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, Buenos Aires, 18 de mayo.
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