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No siempre un fenómeno de habilidad es otra cosa que un buen artista. A Rashaan Roland Kirk, que era ciego, tocar tres saxos a la vez o una flauta con la boca y otra con la nariz le permitía no sólo improvisar colectivamente consigo mismo, sino destacarse en la recuperación del jazz de Nueva Orleans desde la atmósfera free y conceptual de los tardíos sesenta, repartir silbatos para que el público de un concierto lo acompañara en un tema y encantar a John Cage. En la dúctil música argentina hay dotados de esta clase. Uno es Axel Krygier, que graba sus pastiches patafísicos de chanson o cumbia haciendo de la polivalencia un rasgo que luego lleva a la performance. Otro y muy diferente es Marcelo Moguilevsky, no tanto un fenómeno como un virtuoso en vientos de todo tipo y un atractor de tradiciones y colaboraciones. Moguilevsky ha grabado klezmer de primer orden con el acordeonista César Lerner, folclore con Juan Falú, nueva música de raíz con el Puente Celeste de Santiago Vázquez y con Diego Schissi. Las colaboraciones son ideales para poner la versatilidad al servicio de texturas complejas. Cinco es un disco con el cuarteto de cuerdas Cuareim (una cubana, un francés, un uruguayo y un argentino formoseño, el director y primer violín Rodrigo Bauzá, todos radicados en Francia y soberbios ejecutantes). Moguilevsky toca clarinetes, flautas, armónica, silba mejor que un jilguero y canta con una voz como añejada en roble dentro de un formato de recital de canciones para cuerdas y solista de vientos. El primer tema, uno de los cuatro que firma él, es una vidala: un continuo de pizzicatos de viola y del registro bajo del cello modera la congoja de la melodía que exponen los violines y los bruscos intervalos propios del género, que en el clarinete no llegan a parecer sollozos. En el segundo tema, de Pixinguinha, el fondo es más percusivo, hay violines rasgueados como cavaquinhos, y el silbido de Moguilevsky corona la espesura sentimental del choro. Cuando llegan las dos composiciones de Bauzá, de desarrollo más largo, los violines se arremolinan y uno ya puede apreciar todos los componentes de lo que está escuchando. Esto no es el borrado de fronteras entre la música académica y la popular que se mentó tanto a raíz de discos como los del Kronos Quartet dedicados a la India, África o México (es sólo un ejemplo), porque en Latinoamérica hace siglo y medio que el encuentro de las orquestinas europeas con los ritmos autóctonos y negros abrió de arriba abajo un campo donde florecieron el danzón, el choro, el tango, el vals peruano y muchos más. Cinco es un cultivo refinador de esa genealogía; piezas interpretadas con partitura, provisto de espacios para la improvisación y con un lejano parentesco con las obras de Gil Evans con Miles Davis o Cannonball Adderley. En la presentación del disco dentro de la peliaguda acústica del Museo de Arte Decorativo, los cinco músicos tocaron sin micrófonos; pedir oreja atenta para la delicada voz de Moguilevsky en un romance sefardí fue una declaración de principios no menor que versionar “Luiza” de Jobim. Imposible no adherir. Holguémonos en Cinco, un vasto prado al amparo de la epidemia de folclore fetichista con batería y Yamaha. De paso, también podemos escuchar a Roland Kirk, ya viejo y después de un infarto, soplando forzudamente sus saxos junto con una orquesta de cuerdas.
Marcelo Moguilevsky + Cuareim Quartet, Cinco, Club del Disco, 2015.
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