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Antes incluso de la rebelión de las máquinas, Detroit ya era el escenario de una fantasía post-apocalíptica. Capital del mundo automotor, conocida por todos como “la París del Oeste”, tierra prometida del capitalismo, incubó la espiral de su decadencia hacia la mitad del siglo pasado cuando un conflicto sindical enfrentó a los negros con los blancos y las calles se infestaron de agentes federales. De lo que siguió, la ciudad da cuenta hasta hoy: casas abandonadas, pobreza, crímenes y tumultos. En uno de los bares del puerto, relatan que entre la bruma y los pitidos de los buques encontraron a Sixto Rodríguez, hijo de inmigrantes mexicanos, de profesión jornalero, que a los veintisiete años cantaba junto al escaparate de las bebidas y de espaldas a la audiencia. Alguien creyó escuchar, en esas crudísimas canciones que referían a la agonía del paisaje urbano, el eco del Dylan de Greenwich Village, aquel que de la veneración al Mal de Huntington había ascendido hasta las filas de la Columbia. Corría 1969 y Rodríguez, azuzado por el productor Dennis Coffey, graba el primero de sus dos discos de estudio, el tan extraordinario como inadvertido Cold Fact,aguja en el pajar de la psicodelia, arrebato lírico con “jumpers, coke and sweet Mary Jane”, interferido por fadeouts espaciales, deudor tanto del folk y del blues como de la chiquillada drop pop (escuchen “I Wonder” y digan si no podría haberla cantado la Gallina Caponata en cualquier episodio de Barrio Sésamo). Reeditado para júbilo y camisetas de la generación hipster, tras cuatro décadas de olvido y pulgones, por el sello Light in the Attic en 2008 (y vuelto a reeditar el año pasado), Cold Fact develó al mundo occidental su derrotero secreto: en Sudáfrica había sido el disco favorito de los movimientos anti-apartheid e influencia central de la revolución de la música afrikaans. De las seis copias que el productor Clarence Avant (The Godfather!) dice, un poco irónicamente, que Rodríguez vendió en Estados Unidos, al medio millón de Sudáfrica, se abre un abismo al que desciende el conmovedor documental de Malik Bendjelloul, Searching for Sugar Man, reciente ganador del Oscar en su categoría. Pesquisa similar a la que los argentinos Sergio Wolf y Lorena Muñoz emprendieron en su trabajo sobre la cancionista Ada Falcón, el filme de Bendjelloul encuentra a Rodríguez vivito y coleando en su casucha de Detroit, trabajando de albañil y viajando de tanto en tanto a Johannesburgo, donde cientos de miles de fanáticos lo tienen por un Elvis redivivo. Habla poco Rodríguez, todavía pasmado por su celebridad allende los mares. Bendjelloul prefiere darles la palabra a un periodista y al dueño de una disquería, ambos sudafricanos, que tendieron una obsesiva red de contactos para confirmar o desmentir el suicidio a lo bonzo de su héroe musical tras el fracaso de un segundo álbum, Coming from Reality (1971). “Este sistema caerá con una melodía de jóvenes airados”, canta Rodríguez en “The Establishment Blues”, y los versos proféticos suman decenas. Aquí está el José Feliciano de los 60, el de los grandísimos discos para RCA, antecesor directo de Rodríguez por voz y look. Fíjense en la portada de Coming…, sólo le falta el perro lazarillo.“Thanks for keeping me alive”, dice Rodríguez al público sudafricano en su primer recital de 1998, registrado en disco. Quien volvió del silencio tiene mucho que agradecer al sonido que supo callarlo.
Sixto Rodríguez, Cold Fact, Teal Trutone Music, 1970; Light in the Attic, 2008.
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