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En setiembre de 1971, y en pleno idilio con la New Left, John Lennon y Yoko Ono reciben en su nueva vivienda neoyorquina a un grupo de amigos entre los que se encuentran George Harrison y Ringo Starr. En un momento de la velada se ponen a cantar canciones de Ram, el disco de Paul McCartney que había salido al mercado ese mismo año, así como “Maybe I’m Amazed” y “Teddy Boy”, incluidas en McCartney, el disco que se editó con Los Beatles todavía sin certificado de defunción extendido. Lennon y sus invitados, entre ellos también Phil Spector y Eric Clapton, cantan acompañados de una guitarra “Uncle Albert/Admiral Hasley”, “Backseat of My Car”, “Dear Boy”, “Monkberry Moon Delight” y “Long Haired Lady”. John hace de maestro de ceremonias y director del colectivo improvisado. Incluso frente a “Too Many People”, el tema con el que McCartney se había referido de manera irónica a la politización de Lennon (“Too many people preaching practices”). La soirée fue captada por un grabador de Neil Aspinal, el viejo compañero de rutas del cuarteto. Lo que se desprende de esa grabación casera es, más allá de las risas y notas al pie que suponemos sardónicas, un hecho incontrastable: todos se conocen las canciones de memoria. Cuando terminan y aplauden, más bien se aplauden a sí mismos. Y esa situación, si se quiere paradójica, nos sirve para pensar el disco 17 de McCartney: Egypt Station.
Lennon funciona como un síntoma que por momentos ha sido colectivo. Humillaba a Paul en público, lo acusaba de meloso, superficial, creador de un nuevo tipo de Muzak, pero en privado lo cantaba feliz. O, para ser más claros: gozaba de aquello que declamaba despreciar. La fiestita de Manhattan da cuenta de una dialéctica típica de la recepción maccartneyana, entre el desdén manifiesto y la admisión de una fuerza gravitacional (a fin de cuentas, Ram es un disco muy bueno y el tiempo lo colocó en su lugar justo de la ponderación). Cerca de cumplir ochenta años (¡ochenta años!), McCartney se regodea en esa tensión. La escenifica. El segundo tema de su reciente y exitosísimo disco, “Come On to Me” podría incluirse entre lo más pueril de su extensa producción. La melodía es acotada, repetitiva e insulsa. Y qué decir del texto: “I saw you flash a smile, that seemed to me to say / You wanted so much more than casual conversation”. Para promocionarla, McCartney filmó tres videos distintos aunque similares en los que se reproduce la misma situación. Una empleada doméstica de una gran empresa, el cuidador de un gran negocio y el dueño de un carrito de comida rápida, todos héroes de la clase trabajadora del posfordismo, arquetipos desangelados pero efímeramente libres, cantan, bailan y dramatizan la canción con vehemencia, acaso porque creen estar solos. Ese playback es el de un sueño de alteridad que sólo se cumple mientras dura la canción. Sobre el final, descubren que son vistos, descubiertos, pero el segundo vergonzante pasa rápido, porque ese otro también disfruta de lo mismo que ocultaba y por eso, cuando la percusión se reinicia, comparten la coda con júbilo aunque los separe un vidrio o una distancia social.
A lo largo de su carrera de casi sesenta años (¿deberíamos recurrir otra vez al signo de admiración?), McCartney osciló entre la tontería trashumante (canciones que se adaptarían a diferentes contextos, incluso rioplatenses, como “Obladi, oblada”, de cuya melodía se apropiaron los Montoneros para insultar a López Rega) y la intuición exploratoria (los loops en “Tomorrow Never Knows”, el arreglo de “Strawberry Fields”, la sección orquestal de “A Day in the Life” con los Beatles o luego su relación con el arte sonoro). Y, en el medio de esos dos extremos que a veces se rozan, sus canciones antológicas. La carrera de Paul fue tópica en ese sentido. En cada momento recuperó, con mayor o menor intensidad, sus hallazgos y derrapes (que, como un virus, nos conminan a tararear). Egypt Station ofrece el ejercicio anodino de lo pegadizo (“Fuh You”), el collage sonoro (“Opening Station” y “Station II”), las hermosas baladas al piano (“I Don’t Know” y “Hand in Hand”), el espasmo pacifista, el ejercicio de estilo beatle y harrisoniano (“Dominoes”) y el procedimiento que constituyó su último hallazgo formal, en 1969, es decir el medley del final de Abbey Road, como se llamó la combinación de fragmentos musicales contrastantes, esta vez reunidos en “Despite Repeated Warnings”, un tema de siete minutos en el que McCartney da cuenta de que es un adulto y no un músico solamente ávido de mantener el mito y la notoriedad y que busca a productores exitosos que podrían hasta ser sus nietos (Greg Kurstin y Ryan Tedder). Canta ahí: “Despite repeated warnings / Our danger’s up ahead / The captain won’t be listening / To what’s been said” (Pese a las repetidas advertencias / nuestro peligro sigue ahí adelante / El capitán no prestará atención / a lo que se ha estado diciendo). ¿Se refiere a Trump o a Theresa May y el Brexit?
A medio siglo de la edición del Álbum blanco, que se conmemorará con una nueva mezcla y masterización, Paul ya no canta cada día mejor, aunque sigue siendo un bajista extraordinario: su voz es fantasmal, como la estela modernista que alguna vez lo cobijó. Nos irrita y emociona, nos descubre como espectros también de aquella reunión en Manhattan. El escarnio de la escucha inicial se nos vuelve en contra como reconocimiento. Amamos odiar y odiamos amar su trivialidad y esperamos en vano lo imposible, que sólo llega como un simulacro. Un bello simulacro por momentos.
A modo de posdata: a pesar de que en las redes sociales se asegura que la reunión en Manhattan es un montaje, el rumor no hace más que reforzar el asidero: para hablar de Paul hay que actuar o sobreactuar, crear una ficción del desagrado o de la complacencia.
Paul McCartney, Egypt Station, Capitol Records, 2018.
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