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Cuando a Lorena Astudillo le otorgaron el Premio Konex a Mejor Cantante Femenina de Folclore en 2015, aquellos que siguen de cerca su carrera habrán desandado mental y musicalmente el camino que quince años antes había empezado con “Lorena canta al Cuchi”, su primer disco. Lúcidamente, esta gran voz de Buenos Aires había encomendado su bautismo sonoro a la obra del compositor salteño, creador de un corpus poético musical que todavía abre lecturas nuevas y se niega, por eso, a sedimentarse como un clásico. Lo que probablemente muchos no sabían entonces es que Lorena ya estaba trabajando en su siguiente disco, que salió al mundo en mayo de 2017 y se subió, quizá sin habérselo propuesto, a la cresta de homenajes a Leguizamón por el centenario de su nacimiento.
El Cuchi de cámara nos presenta trece canciones del compositor (y a veces letrista) acompañadas con piano, guitarra, percusión y un quinteto de cuerdas arreglado y dirigido por Patricio Villarejo. En los agradecimientos del disco, Lorena Astudillo define claramente el propósito del proyecto como “el gesto rotundo de honrar al inabarcable Gustavo Cuchi Leguizamón, procurando que con la sutileza de un beso y sin perder la esencia, se encuentren amorosamente el folclore argentino y la música académica”. Inabarcable en verdad, en tanto el origen de este término remite a algo que no puede ser abrazado, retenido. Es justa entonces la imagen del beso sutil, el contacto húmedo y acotado, y a esa idea es fiel el concepto del disco. No puede ser tampoco azaroso que Lorena, atenta a cada detalle, se refiera a la música de cámara. El maridaje buscado entre el folclore y la música académica no es de la pompa orquestal, el de la ficticia “elevación” del registro popular a los salones dorados, sino el de la más genuina potenciación mutua entre los entramados posibles de la tradición camarística (ligada a lo escrito, pero también a la complicidad, a la mirada, al ensayo profundo) y la exquisita vestidura que Leguizamón otorga a las formas folclóricas. Y es que en cada acorde que dejó grabado el Cuchi tocando el piano, en cada segunda voz del Dúo Salteño, está implícita la existencia de una verdadera profundidad del campo sonoro, una hondura compositiva que permanece a media luz, más por recato que por timidez, pero que abre la puerta a lecturas como esta.
El trabajo interpretativo de Lorena se construye sobre una abrumadora precisión técnica, capaz de trabajar muy cerca de la idea original y, al mismo tiempo, cultivar una representación muy personal e íntima de cada momento del texto. El canto es muchísimas cosas, es también una intersección compleja entre el sentido de las palabras, el tono de la voz que dice y el sentido enigmático de la melodía que la saca a bailar. El modo en que se manejan estos hilos da cuenta de la originalidad del disco. Lorena se luce en particular con la fábula enérgica de “Juan del Monte”, en el dúo de voz y violín de “La Pomeña”, la oda blanca a las “Lavanderas de Río Chico” y el aire épico y agrandado de “El avenido”.
Dicen las “Coplas del Tata Dios” (de la pluma del mismo Cuchi): “Pobrecito Tata Dios, / ni siquiera cantar sabe, / sin sentimientos ni sueños / no tiene Dios que lo ampare”. Es que el canto nos salva de la orfandad. Poder cantar es poder vestirse con las voces de otros para capear el silencio de la intemperie. El recorrido de Lorena Astudillo por los personajes coloridos, sabios, astutos, doloridos y pillos del cancionero del Cuchi y sus poetas es no solamente un tributo necesario, sino también una prueba de ese poder de las voces que tan bien describe el mismo Leguizamón: “cuando empiezo a verme pobre, cantando lo aumento al vino”.
Lorena Astudillo, El Cuchi de cámara, 2016.
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