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Se estira pero no se rompe. Siempre que pienso en la música de Horacio Salgán, esa frase prosaica se me asoma como complemento de esa declaración suya a Horacio Ferrer que se suele citar frecuentemente: si Astor Piazzolla buscaba salirse del tango, Salgán siempre estuvo tratando de entrar en él.
El más reciente Festival de Tango de Buenos Aires tuvo ambos apellidos como principales referentes. Horacio Salgán murió a los cien años en el mismo día en que comenzaba el ciclo Celebración Salgán, que se extendió por una semana. En el cierre de la Celebración, la versión actual del Quinteto Real, comandada por César Salgán, hijo de don Horacio, volvió a recordar que son quizá el mejor grupo —de cualquier género— que se puede escuchar acá.
El respeto a los arreglos originales del maestro convive con la energía del vivo: es un placer ver a los integrantes del Quinteto arengarse entre ellos, dirigiéndose miradas cómplices, gozando la música; rubateando como si los cinco fuesen uno solo; con las emociones potenciadas por motivos obvios. Habitualmente, los proyectos musicales comandados por el hijo de alguna figura legendaria no pueden evitar que se sienta la ausencia del homenajeado; pasa tanto con Dweezil Zappa como con el hijo y el nieto de Tom Jobim. Esto no ocurre con el Quinteto, y si alguien se preguntaba qué iba a pasar después del 19 de agosto, la duda se disipó una semana después: el Quinteto Real confirma que la música de Horacio Salgán es tan inmortal como su fundador.
Celebración Salgán también congregó diariamente a algunos de los principales pianistas del país, entre ellos Agustín Guerrero, autor de la mejor exégesis sobre el arte de Salgán que se haya escrito recientemente. Algunas figuras provenientes del jazz ofrecieron sets algo fuera de lugar: Ernesto Jodos, por ejemplo, tocó tres temas de Duke Ellington “porque Salgán siempre me pareció el Ellington argentino”. ¿Alguien imagina a un pianista estadounidense tocando en su país “Aquellos tangos camperos” en un tributo a Ellington? ¿Acaso la música de Salgán no ofrece la libertad para la improvisación que es una de las virtudes principales de jazz?
La respuesta, obviamente, es sí, como lo certificó el cierre de la serie, donde cuatro pianistas (a veces tocando a dúo) trabajaron no sólo con el repertorio tanguero de Salgán sino con sus incursiones en el folclore, la música clásica y —justamente— el jazz, respetando la partitura y a la vez usándola como plataforma de despegue; como fue el caso de las elaboraciones de Nicolás Guerschberg sobre las tres preciosas Miniaturas y el juego de Guerschberg y Pablo Estigarribia con “A César, lo que es de César”.
El “evento” de esta edición fue la representación en el Teatro Colón de María de Buenos Aires. La proyección, como única escenografía, de algunos diseños de escenario dibujados a lápiz por Horacio Ferrer no hicieron más que recordar que la, uh, grieta entre la “operita” y la “alta cultura” continúa ahí. Esta “versión más tanguera jamás montada” (sic) no amplificó las virtudes del original y hasta potenció sus defectos: el desbalance música-texto, la autocanibalización que Piazzolla realizaba con su propia obra compositiva y la ausencia del plus subyacente en la corporalidad de Piazzolla y Antonio Agri en sus respectivos instrumentos.
En contraposición, la reconstrucción del repertorio instrumental de la orquesta de Piazzolla del 46 —incluyendo dos originales nunca grabados— bajo la dirección de Daniel Binelli fue excelente. El integrante del Sexteto de Astor remarcó que esos arreglos seguían siendo vanguardia: aun así, la perspectiva histórica permite apreciar mejor esa música, al igual que la de la orquesta que Salgán formó en esa década, como parte de un linaje evolutivo.
Festival de Tango de Buenos Aires, 18 de agosto – 31 de agosto de 2016.
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