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Alguna vez creímos que The Velvet Underground era la banda más importante de la historia del rock. Ese alguna vez sucedió mediando los años ochenta, cuando asomaban oficialmente grabaciones inéditas del grupo, como VU y Another View, mientras Jesus & Mary Chain y Sonic Youth redefinían la relación entre ruido y canción, recuperando el antecedente sentado por Lou Reed y John Cale en Nueva York a fines de los sesenta. Eran los años pre-Internet, cuando la Argentina quedaba mucho más lejos del centro angloamericano del rock, un Olimpo que menos se experimentaba de lo que se imaginaba y mitologizaba a partir de señales sueltas.
Los vinilos de Cale post-Velvet abundaban a buen precio, boyaban luego de oleadas de importación salvaje. Obras desparejas (nunca faltaba el filler) tipo Vintage Violence (1970), Helen of Troy (1975) y Honi Soit (1981) emergían entre usados. No sé cómo, pero logré pescar un Sabotage/Live (su reacción al punk de 1979), álbum que considero a la altura de lo que mejor se ha puntuado en Rateyourmusic.com, como Paris 1919 (su versión del “pop de cámara”, 1973) o Fear (su respuesta al glam, 1974). Ese disco me ayudaba a imaginar lo que sería Cale en vivo. Cuando en 1993 lo vi desde una fila privilegiada en el Coliseo, reconocí físicamente aquella electricidad que me contagiaba el lado dos de Sabotage, aun cuando sólo se oyera su voz y un piano. Aquella interpretación de “(I Keep a) Close Watch” supo conmover como ninguna otra alguna vez grabada (en 1975, 1982 o 2016), porque esa secuencia armónica tan “decadenciosa” (molde para Radiohead) pega mejor percutiéndose cada acorde, repercutiendo cada TOC del que se obliga a olvidar a alguien, sin lograrlo. Hace unos días, la “Close Watch” que cerró su concierto en el Ópera, a bordo de un teclado Kurzweil, sonó más desganada que nunca. Acaso porque la energía se había invertido en completar el trío que el galés formaba con el guitarrista Dustin Boyer (responsable de lo que Fripp y Belew llamaron “elephant talk”) y el baterista electroacústico Deantoni Parks (además, todos tenían a cargo una computadora).
Suele suceder en Cale que la puesta en arreglo se torne el motor compositivo, la cohesión conceptual de sus álbumes. En la primera sección con Cale en teclados y pistas, las versiones resultaron tan apelmazadas y claustrofóbicas como las de su último álbum, M:Fans (vana reeescritura del esencial Music for a New Society). En la segunda parte —ahora Cale en guitarras—, el repertorio atravesó sus casi cuarenta discos de carrera para dar con la cartografía más precisa: “Things” (2003) constelando con “Catastrofuk” (2011), “Ghost Story” (1970) y cuatro piezas de Fear (1974). Subrayado en todas las reviews, el dato de sus setenta y tres años parece servir para alabar vigencia, cambio y riesgo, en contraposición al rock convertido en aguante de lo mismo, tipo los Stones. Sin embargo, este hombre cuyos rasgos angulosos ratifican el missing link entre aves y reptiles, o la cercanía de Antonio Gades y Jorge Panesi, nunca hizo de su juventud un valor agregado a su obra; es más, su look de universitario bipolar (blazer, bermudas, zapatillas) y su andar de piernas parentéticas no hacen más que subrayar su no-edad. Sus aspiraciones a la composición-de-lo-que-sea (formación clásica, discípulo del casi homófono Cage) lo ubican más del lado McCartney del dúo donde Lou siempre hizo de John. Su paso por Buenos Aires sirvió para tener presente a un artista de rock cuya obra siempre entró en dialéctica con aquellos a quienes había influido: en la historia del rock, John Cale es más importante que Velvet Underground.
John Cale, Teatro Ópera, Buenos Aires, 3 de marzo de 2016.
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