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John McLaughlin en el Teatro Gran Rex

MÚSICA

El konnakol es un canto silábico, de carácter percusivo, del sur de la India. Suele interpretarlo el ejecutante de tabla. En el contexto de un concierto de jazz, la asimilación de esta técnica, de complejas subdivisiones rítmicas, puede resultar artísticamente riesgosa: una recaída en el etnocentrismo de una cultura musical que, a manera de tour por las viejas colonias, recaba gestos de otras tradiciones para meterlas en un melting pot hecho con sus propias reglas. Pero si el cicerone de esa travesía es John McLaughlin, estamos a salvo. Con setenta y tres años a cuestas y a veintidós de su anterior presentación argentina, el guitarrista/compositor más original del jazz fusión volvió a Buenos Aires (también anduvo por Rosario) con su banda The 4th Dimension, acaso el combo más próximo a la primera formación de la Mahavishnu Orchestra. Más allá de cierta ampulosidad en el nombre —McLaughlin siempre fue una cruza de misticismo oriental y ciencia ficción—, la idea de cuatro fuerzas o planos musicales que podrían abismarse cada uno en su propia realidad y sin embargo prefieren unir fuerzas en un proyecto común es brillante, qué otra cosa se puede decir.

El percusionista y baterista indio Ranjit Barot acaparó la atención de la noche moviendo las fronteras del jazz del mismo modo que lo hizo con las barras de compás, hasta volver insustancial la diferencia entre el bombo rápido de los maestros del swing y la puntuación de los ragas indios. Etienne Mbappe, bajista de Camerún, hizo todos los slaps juntos cuando soleó, pero fue más interesante cuando restringió su versatilidad al bajo caminante —que, en la música de McLaughlin, debe siempre caminar sobre filos y peñascos— o a las figuras combinadas con la percusión. Al ubicuo Gary Husband, tan buen tecladista como baterista, le tocó la tarea más complicada, toda vez que la guitarra desbordante del titular no parece necesitar de apoyatura armónica de ninguna clase. Entonces Husband eligió ir por otra parte, un poco a la manera “lineal” de Zawinul y explorando la tímbrica (hay que agregar que no lo ayudó mucho el volumen —sabemos que a McLaughlin le encanta batir decibeles— y por momentos no se entendieron muy bien sus ideas).

En cuanto al que fuimos a escuchar, su potencial está intacto. Ningún guitarrista se le parece (¡más vale que no lo intenten!). No creó escuela, no viene de ninguna. En cierto modo, a su tiempo, fue un inventor: tradujo la penetrante sonoridad de Coltrane a la guitarra (por ahí se oyó, a modo de letanía, el motivo de “A Love Supreme”) y les dio a las seis cuerdas su entrada en la música de Miles Davis (el ostinato de “It’s About That Time” del trompetista se paseó por el bajo en “Here Comes the Jiis”). Su amalgama de jazz modal y rock de la era Hendrix explica su estilo armónico y su sonido viscoso, pero la clave sigue estando en el cúmulo de experiencias extraeuropeas, todo puesto en una perspectiva insobornablemente contemporánea. Así como resulta sobrecogedor en los arpegios amplios de la balada “Being You, Being Me” o en su soberbia entrada en “Panditji”, el homenaje a Paco de Lucía en “El hombre que sabía”, donde irrumpen pantallazos flamencos, es tan estilísticamente personal que podría tratarse de un homenaje de Paco de Lucía a John McLaughlin. En el disco Black Light, sobre el que se basó buena parte del concierto, “El hombre que sabía” fue grabado con guitarra acústica. Quizá el único reproche que pudimos hacerle al arrollador concierto del 1 de abril fue la premeditada ausencia del toque acústico. ¿Por qué no uno, al menos, como amable desvío —o descanso—, en un set que reivindicó —y recargó— el a menudo denostado mundo del jazz-rock?

 

John McLaughlin & The 4th Dimension, Teatro Gran Rex, Buenos Aires, 1 de abril de 2016.

7 Abr, 2016
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