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Hubo un tiempo en que las canciones litoraleñas sonaban a espaldas de nuestras afinidades electivas. Tiempo de Ramona Galarza, el eterno Ramón Ayala, el rasguido doble que se colaban en los repertorios de los grupos vocales o los ciclos mesopotámicos de Horacio Guaraní y Mercedes Sosa. Quizá fuera por ignorancia, animadversión generacional o algún rasgo desdeñoso mal habido que, dados a elegir folclore, preferíamos lo que provenía del Noroeste o incluso de la Pampa que tiene el ombú. Solíamos reducir el cancionero del Noreste al chamamé, y este a un estereotipo de alegría tarambana. Qué equivocados estábamos. Más tarde —nunca es tarde para escuchar— supimos del canto del mensú, el sapucay bien temperado y esos acordeones (¡también bandoneones!) que habían mestizado tradiciones centroeuropeas con supervivencias guaraníes y una poesía romántica leve como una brisa.
Sin atarse a los imperativos de ninguna tradición, el nuevo disco de Carlos “Negro” Aguirre enlaza con virtuosismo sus recuerdos de siestas a la vera del río con sus posteriores aprendizajes en el jazz y lo clásico. Cuenta Aguirre que fue la frecuentación de las obras de tres compositores/autores “grabados en mi corazón adolescente” —el misionero Ramón Ayala, el santafesino Chacho Muller y el uruguayo Aníbal Sampayo— lo que lo impulsó a explorar ese pasado. El resultado fue una búsqueda proustiana que sólo la enorme pericia del pianista y cantante salvó de una nostalgia autoindulgente. Al interpretar a otros, aquí Aguirre se interpreta a sí mismo merced a su memoria exquisita. Su itinerario como músico se asemeja al que hicimos sus oyentes. Entre “Río de los pájaros” de Sampayo —se la escuchábamos cantar a mamá como work song de su tarea doméstica— y los acordes indescifrables de Bill Evans que un día nos parecieron celestiales, corre una historia de composiciones, interpretaciones y escuchas. Parte de esa historia entra en este disco extraordinario.
La música del agua es la grabación de un concierto que Aguirre brindó en la Sala Argentina del CCK el 28 de agosto de 2018. Solista total y perfecto: voz, piano y arreglos en unidad inalienable, pero al mismo tiempo habitada por el diálogo de un pianista con su propia voz. Negro Aguirre: lo conocíamos bien en su portentoso trío filo jazzístico, en sus combos y ensambles de fusiones sorprendentes y en su agenda de colaboraciones de toda clase (incluso con el excelente guitarrista de jazz israeli Yotam Silberstein). Pero este Aguirre solitario estremece de un modo diferente. Ronda la selección de temas la idea dudosa de que la mimesis sonora puede llevarnos a ciertos paisajes emocionales; los fluviales, en este caso, tanto del Paraná como del Uruguay y sus respectivos hinterlands. El efecto ilustrador pareciera reafirmarse mediante el empleo de ciertos recursos armónicos y tímbricos de ascendencia impresionista más o menos definida (por ejemplo, la escala de tonos enteros en el comienzo de “Juancito en la siesta” de Muller).
Pero Aguirre no queda preso de ninguna fórmula. Arreglador inteligente, cantante de proximidad y pianista de teclas completas, logra que lo elaborado pase como natural por la aduana del oyente. De entrada, no advertimos los cambios de texturas, los contrapuntos sutiles, las rearmonizaciones delicadas. Sí entendemos que estamos ante una ejecución fantástica: el piano es solista aun en su rol de acompañante. ¿Cómo hace el músico para cantar y tocar al mismo tiempo con ese grado de autonomía instrumental? (Piénsese aquí en dos casos similares, al menos en esa gracia: Bola de Nieve y Leo Maslíah). Por momentos, Aguirre es un pianista acompañado por un cantante. Los interludios a mitad de camino en “El loco Antonio” (Zitarrosa) y en el yupanquiano “Pasando como si nada” (Barbiero) plantean un desarrollo de motivos como el que suele introducir Brad Mehldau en sus solos para evitar el recurso de la variación.
Pero el intérprete vuelve pronto a la canción. Esta lo aguarda desde un corpus algo escondido, a la espera de esa nueva vida que sólo un músico tan original y certero como Carlos “Negro” Aguirre es capaz de ofrecerle, tocando y cantando cosas tan bellas como esta: “También el río / buscando cielo siempre se aleja / y aquí en la orilla sólo me deja / tu silbo errante, pato sirirí” (“Pato sirirí”, de Jaime Dávalos).
Carlos Aguirre, La música del agua, Shagrada Medra, 2019.
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