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La Compañía Oblicua, fundada y dirigida por el compositor Marcelo Delgado, conmemoró sus primeros veinte años de existencia en el Centro Cultural Recoleta. El ensamble que integran actualmente Sergio Catalán (flautas), Griselda Giannini (clarinetes), Elena Buchbinder (violín), Fabio Loverso (chelo), Gonzalo Pérez (percusión), Lucía Lalanne (voz) y Diego Ruiz (piano) ha estrenado durante dos décadas innumerables obras argentinas. La Oblicua fue fundamental en la extensión del campo de referencia de lo que conocemos como música contemporánea (a falta de una etiqueta más eficaz). La trayectoria de varios compositores y compositoras se inició bajo ese impulso muchas veces a contracorriente institucional. No es el único ensamble que se empecina en existir pese a las deplorables condiciones de producción, pero, sin duda, su experiencia seguramente animó a otros que vinieron después a aventurarse.
Delgado eligió el pasado 13 de julio un repertorio que, a pesar de su diversidad poética y su belleza, tenía más de un hilo común. Obras instrumentales que, de alguna manera, parecían ser escritas bajo el peso del presente. Lo que queda de las ruinas, de José Luis Garabito, sorprendió por sus hallazgos texturales y procedimientos tan transparentes como eficaces. El título comenta “Las ruinas circulares”, pero también podría entenderse como la búsqueda de las remanencias de aquello que todavía irradia potencialidad en la propia música contemporánea. El título tiene a su vez una deuda con las “ruinas sobre ruinas” de Charly García. La práctica artística se realiza como nunca antes sobre los escombros de los escombros.
El programa de la Oblicua incluyó a tres compositoras fallecidas en los últimos años. Las hermosas Tankas de Marta Lambertini (1937-2019), basadas en poemas de Borges que siguen la prosodia japonesa. Delgado recuperó Tenue brillantez, de Patricia Martínez, que estaba destinada a ser una figura central de esta escena. Martínez murió en 2022, a los cuarenta y nueve años. Tenue brillantez había sido escrita en 2007. Para entonces despuntaba el refinamiento y la hondura que la definirían. La partitura tiene una indicación a los intérpretes. Deben “encontrar palabras o una oración más cercana a sí mismo”. Ella pide que tengan “una connotación emocional/espiritual” y pueden decirse y repetirse “como si salieran de lo más profundo de su ser”. La partitura indica el instante en que debe musitarse esa “oración devastada”. Plegaria casi silente y a la vez con la fuerza de un grito pelado. Mímica del desastre.
La finlandesa Kaija Saariaho murió en 2023. Era un referente ineludible de la música europea a partir de su propia asimilación de la corriente espectralista francesa. Changing Light, para violín y voz, es un ensayo sonoro sobre la fragilidad. “Nuestra incierta existencia”, escribe ella. “Vivimos en refugios frágiles y temporales”, se canta. Hablaba por nosotros, los que escuchábamos. El concierto concluyó con Cenit nocturno, que Delgado escribió a modo de recuerdo de Gerardo Gandini. Reverbera a lo lejos el procedimiento de una de sus obras, la Sonata V, apenas el punto de partida para que articule en el tiempo un tejido conmovedor. Un cenit nocturno sólo puede ser fruto de la imaginación astronómica. Sólo la música puede traducirlo y hacerlo audible con tanta intensidad.
La escritura o la vida vino a mi memoria después del concierto. Cuenta Jorge Semprún en su testimonio personal sobre los años de cautiverio en Buchenwald, cómo los prisioneros del campo de concentración iban al encuentro de jirones de plenitud en un universo punitivo y letal. Lecturas de poesía en las letrinas y, fuera del foco vigilante de las SS, jazz sessions en un sótano. El conjunto había sido formado por el comunista checo Jiri Zak. Esas noches sonaba “Stardust”, que había sido grabada por las orquestas de Tommy Dorsey y Benny Goodman en 1936, y vaya uno a saber cómo llegó a la Alemania nazi. “Nos ponía la piel de gallina. Los SS, por descontado, ignoraban la existencia del conjunto de jazz, cuyos instrumentos habían sido recuperados ilegalmente en el almacén central, el Effektenkammer”. Semprún plantea la paradoja de una situación límite: “pese al vaho mefítico y al olor pestilente que envolvían constantemente” el campo, los prisioneros, circundados por el hedor de los crematorios y la mierda, tenían “una especie de refugio donde encontrarse”. La música y la poesía eran parte de ese pequeño “espacio de libertad”.
Desde ya ninguna inclinación hacia la hipérbole podría establecer una analogía entre el nazismo y los territorios de su sistemático plan de exterminio y el presente argentino, por más amargo y desesperante que sea. Quiero ser no obstante fiel al recuerdo de ese libro y comprender las razones de su recuperación bajo los efectos de una escucha agradecida. Quizá tenga que ver con la manera en que algunos artistas tratan de encontrar esos “espacios de libertad” en condiciones adversas. La palabra “resistencia” todavía nos queda grande si nos remitimos a su historia, pero, a falta de otra que nos defina, sí podemos pensar en la necesidad general de una práctica más obstinada, la firme determinación a no ser aplastados por una maquinaria ágrafa y vengativa en lo social y cultural. Insisto: no vivimos en un universo concentracionario, pero sí, en un punto, en una letrina a cielo abierto, y la música, con sus mejores nombres propios, debe seguir sonando, aun cuando se cierran los espacios, se angostan las posibilidades y se evaporan los módicos financiamientos. Eso es lo que hace la Oblicua: la compañía traza diagonales, discute, releva, divulga. Pelea e incita.
Compañía Oblicua en el Centro Cultural Recoleta, Buenos Aires, 13 de julio de 2024.
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