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En marzo de 1965, Martha Argerich fue la primera pianista sudamericana en ganar el codiciado Concurso Chopin y se convirtió en una verdadera leyenda en la Argentina, aquilatada por su doble victoria en Bolzano y en Ginebra a los dieciséis años. En cada regreso, a partir de allí, fue retratada como una heroína nacional en los titulares de los diarios.
En el capítulo veintiuno de la documentada Martha Argerich. Una biografía, del francés Olivier Bellamy, traducida por Silvia Kot en la edición de Blatt & Ríos, se cuentan los detalles de varios regresos de la pianista clásica más famosa de todos los tiempos. Como en julio de 1965, cuando vuelve por primera vez a Buenos Aires tras diez años de ausencia, impaciente por reencontrarse con su padre y su hermano. Entonces interpretó en el Teatro Colón obras de Schumann, Prokófiev y Chopin. En opinión de los espectadores, el recital había sido extraordinario, pero Argerich consideró que había tocado mal y se negó a salir a saludar. Bellamy narra cómo la “leona del piano” detesta las convenciones hasta tal punto que no retrocede ante nada para eludirlas, fumando un cigarrillo tras otro, yendo al cine, mezclándose entre amigos y bebiendo litros de café.
Tras el golpe militar de 1976, Argerich se negó a avalar con su presencia los crímenes de la dictadura. En 1986, su regreso fue un acontecimiento nacional, y en 1999 se inauguró oficialmente el Festival Argerich de Buenos Aires. Luego, en la post crisis de 2001, obligada a pagar peso por peso las deudas de su fundación, dio un concierto en una fábrica metalúrgica recuperada por sus trabajadores en Villa Martelli, junto con el pianista Eduardo Hubert, el violinista Eduardo Gintoli y el bandoneonista Néstor Marconi. Tocaron en un galpón industrial, frente a unas setecientas personas, entre obreros y vecinos del lugar. Martha Argerich, reacia a dar clases, creó también un concurso internacional bianual de piano, siempre con la idea de respaldar a los jóvenes músicos y descubrir nuevos talentos.
Las pinceladas de Bellamy permiten entender los matices de una personalidad avasallante y escurridiza, impredecible y genial, libre, abierta —“su libertad es una fatalidad en un mundo lleno de presiones”—, contraria a los artistas que se dedican a esculpir su propia estatua y fiel a su credo de “vivir y dejar vivir”. No casualmente el libro comienza con una escena de 2004 en la ciudad italiana de Ferrara, con la astuta Martha llegando tarde a los ensayos y pidiendo que le abran las puertas del teatro para probar el Steinway. Sus cancelaciones eran famosas, dicen los comentaristas; su carácter inestable, parte de su arte. Retorcida de dolor en el camarín y con el público ya en la sala, Martha amenaza con no salir, pero convencida por su viejo camarada Claudio Abbado finalmente toca y el público estalla en veinte largos minutos de aplausos. Días más tarde, al escuchar la grabación del concierto, dice, fastidiada: “Demasiado sofisticado”.
“Ella sólo trabaja bien cuando todo el mundo duerme, cuando los relojes se detienen y lo invisible se vuelve visible. Como dice uno de sus admiradores: en su reino, nunca sale el sol”, escribe Bellamy con precisión y soltura sobre la pianista más irreverente, en un mundo tan exigente como solemne. ¿Es el genio no otra cosa que la infancia recobrada a la voluntad, como se lee en la cita introductoria de Charles Baudelaire? Las huellas de la niña Martha, que prefiere que la llamen “Margarita”, son rastreadas desde el jardín de infantes, bajo la obstinación y tenacidad de su madre —que también la presionaba a sol y sombra— y el alimento de la imaginación de su padre sin casi pasar por la escuela, sostén de una clase media culta sin la que nunca hubiera llegado a ser una virtuosa, parida con un piano junto a su cama. El recuento biográfico de ahí en más es variado y nutrido: la llegada del despiadado Vincenzo Scaramuzza; el pánico escénico; Perón; la vida musical extremadamente rica en la Buenos Aires de mediados del siglo XX; la revelación de Friedrich Gulda y su viaje iniciático a Viena; sus participaciones en los concursos más prestigiosos y sus debuts europeos; la relación con la familia Tiempo y con Nelson Freire; la calle de los pianistas y el amor por sus amigos; la enfermedad y Japón; la carta de felicitación de Vladimir Horowitz cuando estaba dispuesta a interrumpir su carrera e, insatisfecha, buscaba un trabajo de secretaria para ganarse la vida; la compleja maternidad y sus grandes amores, y de cómo todos “se desesperan por tener a Martha y cuando la tienen, pierden la cabeza en cuanto ella se retrasa diez minutos”.
La biografía de Bellamy ofrece una mirada equilibrada y de asombro por un talento descomunal (su admiración, a veces, se desborda en la escritura), una memoria prodigiosa —“como si tocar no le costara ningún esfuerzo”— y un temperamento salvaje e indomable. Argerich dice querer descansar de sí misma y dejar de tocar tras un ritmo infernal de carrera, pero hoy, a los ochenta y tres años, sigue maravillando cada tanto en los escenarios. A la biografía le faltan los últimos movimientos, como su relación con Daniel Barenboim y las reacciones del documental Bloody Daughter hecho por su hija Stéphanie, allí donde el mito viviente y su lazo pasional con el piano es capaz de “ofrecer otra dimensión, cuando la música tiene el poder de detener el tiempo”.
Olivier Bellamy, Martha Argerich. Una biografía, traducción de Silvia Kot, Blatt & Ríos, 2024, 264 págs.
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