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En una de las tantas alusiones a la extensa obra de David Bowie, Juan Rapacioli se refiere a una en especial, Let’s Dance, señalando que en ella el músico británico “puso el concepto adelante” para dejar que la pasión siguiera su curso, sin control determinado. Rapacioli no elogia necesariamente ese álbum, sino que muestra, como un recurso suyo de la especulación, el mecanismo de detección aplicado en este libro complejo, y así aborda con amplitud la figura de un artista cuyas transformaciones fueron numerosas. Más allá de todo esto, el autor de Por qué escuchamos a David Bowie ataca a los personajes de David Jones (el libro pasa, como las creaciones de Bowie, del nombre real al nombre artístico para referirse al músico inglés) del modo en que lo hacían los pintores cubistas cuando estaban delante de un objeto: describiéndolo fractalmente, desde todos los ángulos posibles. La diferencia en el abordaje es que el ojo que describe no necesariamente es el de Rapacioli, sino el de los seres que habitaron las transformaciones de Bowie (The Mask, Ziggy Stardust, Major Tom, Thin White Duke, etcétera), asumiendo el movimiento teatral, de nacimiento y desaparición, que los domina. Como dice el propio autor, la obra de Bowie “es antioriginal en el sentido de que no plantea un comienzo sino un sistema de citas que, al pasar por el filtro conceptual, genera el efecto de la novedad”. Y aquí el rescate de las citas y de la novedad es parte de lo que privilegia como construcción necesaria este libro: desde la filosofía de Nietzsche hasta el teatro kabuki, desde la violencia y enajenación de La naranja mecánica hasta 2001: odisea del espacio (dos Kubrick, a falta de uno); y desde la inmersión en el mimo circense hasta la androginia estelar de Starman. Es ahí donde Rapacioli consigue, en su búsqueda de coleccionista y forense, que la novedad, en Bowie, no sea mero escapismo de la época del flower power, sino una forma de salirse de las ataduras que la fama iba imponiéndole, como a todo artista dentro de un sistema que el mismo Bowie supo resquebrajar.
De alguna manera, el libro de Rapacioli, más que un ensayo (que en definitiva es de lo que se trata, desde el comienzo al final), es el resultado de una autopsia meditada y puesta en ejecución, como la Lección de anatomía, de Rembrandt, pero con el cadáver cambiado. Esta vez es la superestrella del rock, que quiso deshacerse permanentemente de ese traje, quien es sometida a la revisión microscópica, no para conocer las causas de su muerte, sino para reconstruir de qué se trató su vida artística.
La descripción que hace Rapacioli de su último disco, Blackstar (2016), de sus letras, de sus anticipos del final consciente de su vida, de sus contradicciones descriptas con dolor e impotencia, es una de las más minuciosas y conmovedoras instantáneas de un creador inconformista que conoce su destino. Suficiente motivo para darse una vuelta por este trabajo pensado desde la mirada de alguien que supo escuchar la música de Bowie, pero también traducir con personalidad un pensamiento del mundo, incluso el propio.
Juan Rapacioli, Por qué escuchamos a David Bowie, Gourmet Musical, 2020, 96 págs.
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