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La cultura pop / los artistas de catálogo / los clásicos perdidos y rescatados nos demuestran una y otra vez que se puede sentir nostalgia de algo que no se vivió. La nostalgia por lo sí vivido —o por lo que estuvo cronológicamente a pasitos de nuestra experiencia— nos puede hacer sentir peor. No sólo los ciclos son cada vez más cortos, como advirtió Zappa, sino que también a través de ellos confrontamos tanto nuestro envejecimiento como el de esos artefactos culturales.
La quinta visita de los escoceses Primal Scream propicia estas reflexiones. Tocaron en Groove, un lugar a priori ideal para la cruza de estéticas que el grupo (con tantas aves de paso por la banda, es mejor llamarla un colectivo, más precisamente, uno de esos que van de River al Conurbano sin papeles) representa en sus mejores momentos. No aparecían en un ámbito así desde la primera vez en 1998, pero las circunstancias fueron muy distintas.
Alguna vez, Daniel Melero dijo que los Primal Scream habían hecho el disco de los noventa a pesar de ellos mismos, algo con lo que parecía referirse tanto a la irregularidad de la discografía como a la mano decisiva de los distintos productores involucrados en Screamadelica (de 1991, lo más parecido que nos dieron los noventa a un 1967), ese cruce entre las culturas rave y rockera (ala Stone) donde el DJ Andrew Weatherall remezcló una balada de su segundo álbum y les devolvió una “Sympathy for the Devil” en éxtasis. En un acto de ingeniería inversa, en Groove sonó (“sonar” —y no “tocar”— es un verbo apropiado dada la cantidad de pistas disparadas) “Loaded” (el remix) y, ya en los bises, tocaron “I’m Losing More Than I’ll Ever Have” (el original).
Primal Scream presentó un show de clásicos (y un par de Chaosmosis de 2016, uno de sus discos no memorables) que abrió con su versión de “Slip Inside This House” de los 13th Floor Elevators. Raro N° 1: el loop de máquina de ritmos sobre el que se montaban los músicos sonó más fechado que el original de 1967, algo que reafirmó lo sucedido con la música de la previa, donde una selección de fines de los ochenta y primeros noventa pasó vergüenza cuando comenzaron a sonar los Byrds. Raro N° 2: no había bajista. Simone Butler —que reemplazaba a la My Bloody Valentine Debbie Googe, quien a la vez ocupaba el lugar de Mani (este volvió con los Stone Roses)— estaba “intoxicada”, al menos desde el 23 de febrero, cuando el grupo anunció que no iba a tocar con ella en Nueva Zelanda. ¿Tan difícil era reclutar a otro bajista o que el tecladista Martin Duffy cubriese algunas partes con su mano izquierda?
De por sí, este era un Primal Scream en plan downsizing: batería, teclados y el versátil y subvalorado Andrew Innes como único guitarrista. Tanto en los momentos más Stones 71-72 como en “Shoot Speed/Kill Light”, pensada para el protagonismo del bajo y tocada aquí en 2004 con dos guitarristas más (el finado Robert Young y el colaborador deluxe Kevin Shields de My Bloody Valentine), el grupo quedó rengo. Al que se acreditó no le duele en el bolsillo, pero al consumidor que pagó 1.200 pesos pareció no molestarle.
En sus mejores momentos, Primal Scream —cuyo mascarón de proa, como siempre, es Bobby Gillespie, suerte de hermano mayor de Sofía Gala con la sonrisa de Claudio María Domínguez— hizo lo mismo que los Beatles en el 66-68, Bowie en el 76-80 y U2 en los noventa: amplificar lo que pasaba en el underground. Por eso, con un show precario pero entretenido, es incómodo verlos amagar a entrar en el mismo circuito al que, por ejemplo, Echo & The Bunnymen ya se habían resignado cuando aparecieron en el mismo lugar en 2010. Gillespie e Innes siguen teniendo crédito, aunque esta visita no hace más que evocar ese cada vez más pertinente título de Caetano Veloso: “Nostalgia (that’s what rock‘n’roll is all about)”.
Primal Scream, Groove, Buenos Aires, 2 de marzo de 2018.
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