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Shadows in the Night

Bob Dylan

MÚSICA

El 19 de noviembre de 1995, en la celebración pública y anticipada del cumpleaños ochenta de Frank Sinatra, Bob Dylan fue el único que no versionó al homenajeado: por pedido de Sinatra, Dylan hizo su propia “Restless Farewell”, una memoria y balance de 1963 al estilo de “My Way” que no cantaba hacía treintaiún años. Las imágenes del evento aumentan en simbolismo con el tiempo: no sólo Sinatra hacía que Dylan se despidiese por él, sino que le estaba pasando el manto.

Con Sinatra de juerga con Dean Martin y Sammy Davis Jr. en algún casino celestial, Dylan ―aun sin olvidar la dimensión y la maestría de Tony Bennett― es la voz de Estados Unidos. Su garganta es un aleph donde confluyen más de un siglo de música popular y de historia norteamericana. Por eso no tiene nada de sorpresiva la existencia de Shadows in the Night: Dylan ya había mostrado predilección por las canciones de Tin Pan Alley mucho antes, como lo prueban sus versiones de “Blue Moon” (Self Portrait, 1970) y de varios temas que comenzó a incluir en sus shows desde los ochenta, como “That Lucky Old Sun”, que cierra el álbum en una cumbre emotiva; por no hablar de sus propios discos desde “Love and Theft” (2001).

Lo que sí no deja de sorprender es cómo Dylan logró reducir la orquesta de las grabaciones de Sinatra a su excelente grupo de cinco músicos: el lap steel de Donny Herron es virtualmente una sección de cuerdas o de vientos en sí mismo. En tres canciones se amalgaman brasses. Dylan sólo canta (y respira) y el baterista George Receli tiene un rol mínimo, casi subliminal: mucho del pulso está marcado por el contrabajo con arco de Tony Garnier.

La grabación y mezcla, a cargo del veterano Al Schmitt, logra reproducir la cualidad espectral de las viejas grabaciones de country y de blues, algo que Dylan venía buscando desde Time Out of Mind (1997), aunque saca partido de un sutil estéreo. El efecto final es el de un universo paralelo donde Sinatra y Hank Williams son la misma persona.

Aún más que Kisses on the Bottom de Paul McCartney, Shadows in the Night tiene una elección muy personal de repertorio, lejos de los típicos discos de standards: sólo “Autumn Leaves” es conocido por todos. Varias selecciones son material para entendidos en Sinatra, como los dos primeros temas que se conocieron, “Full Moon and Empty Arms” y “Stay With Me”, cuyo comienzo recuerda el principio de “Cold Irons Bound”, una de las más volcánicas canciones de Dylan, pero enseguida se convierte en un luminoso himno.

La primera canción, “I’m a Fool to Want You”, es una inusual coautoría de Sinatra. Billie Holiday abrió con ella Lady in Satin (1958), su penúltimo álbum. Es una grabación difícil de escuchar, sobre todo contrapuesta al pulido arreglo de cuerdas, por lo dañada que estaba su intérprete al final de una breve y trágica vida.

Con Dylan no pasa eso. Es una voz de setenta y dos años (el disco se grabó un año atrás, y su edición fue postergada por la salida de las Basement Tapes: pasado versus pasado) que carga con un alto promedio anual de shows desde 1986. Pero esta erosión está puesta al servicio de su maestría para el fraseo y le agrega pathos a las interpretaciones: la garganta ―amén de la muy ocasional nota no mantenida, algo que Dylan decidió dejar pasar― no se interpone entre las canciones y el artista.

Junto con A Little Touch of Schmilsson in the Night (1973), donde Harry Nilsson jugó y ganó de visitante con una orquesta a cargo de Gordon Jenkins (el arreglador de la mayoría de las versiones de Sinatra revisitadas por Dylan), Shadows in the Night es el mejor disco que los artistas de la “generación del cuarenta” hicieron con un género ―y un sistema de producción― que ellos mismos contribuyeron a poner en crisis.

 

Bob Dylan, Shadows in the Night, Columbia/Sony Music, 2015.

 

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