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Cuando el tango entró en fase terminal, digamos en la década del cincuenta del siglo pasado, surgió una gazmoñería museística cuyo colmo se asentó en la institución de algunas academias donde los otrora habitués del Tibidabo se repartieron entre sí las tareas de reanimación. Como buenos señores conservadores (los hay aún que dedican sus impresos al genocida Videla), de eutanasia ni hablar. Así, crearon un cuerpo zombi de cuyos órganos y contornos hicieron inventario. Reconozcámosles su mérito, amén de la pericia con el formaldehído: compendiaron un conjunto de datos muy valorado en el Japón y alentaron, sobre postulados discepolianos, una dizque “renovación” poética en las décadas del sesenta y setenta de la que más vale no abundar ahora mismo. No obstante, como cancerberos de una cruza de pandas, aplicaron también una suerte de ordenamiento macartista sobre aquellas producciones que consideraron desviadas del género. Dos víctimas de esa avanzada en pos de una supuesta pureza fueron, justamente, las últimas revoluciones que registró la música de Buenos Aires, Astor Piazzolla y Susana Rinaldi, ambos fustigados por todos los flancos, incluso el personal. En pocas palabras, los conservacionistas tomaron partido por una interpretación del género cuadrada y sin matices, políticamente reaccionaria, de la que el cantor uruguayo Julio Sosa supo ser dechado, y que se extiende hasta hoy en múltiples churrasquerías o restoranes turísticos, donde adustos machitos adobados de matizador, envidiosos de Rapunzel, incurren todos más o menos en el mismo repertorio. Para concluir el símil capilar: el tango se ha convertido en salida laboral para cantantes de medio pelo.
Fuera de la norma al uso nos encontramos, entonces, con Hernán Lucero, un intérprete extraordinario, el mejor de su generación para el género. Justifiquémoslo con su reciente Tangos y canciones criollas, una colección de once piezas donde, incluso a la hora de la obviedad (figura “Cuesta abajo” en la lista), se advierte una intención programática: la de tornar contemporánea la entonación gardeliana. Esto, que para otros puede resultar una búsqueda utópica, agotada detrás de figuras como Hugo del Carril u Horacio Molina –por caso–, para Lucero no implica problema alguno: alejado de toda impostura, comprende, a la sazón, que si en algún lado agoniza el tango es en la memoria genética de todos nosotros y en esos sitios que ya dejaron de formar parte de la ciudad, que componen ahora sus muros de contención o su confín más profundo. Por eso, cuando escribe sus tangos nuevos junto con Matías Loiseau, no precisa actualizar la iconografía del género con objetos o tópicos del paisaje reciente. Lucero entiende el tango como un imaginario completo, un corpus cerrado, al que es preciso echar mano para iniciar, por fin, las variaciones (nótese al respecto la aportación luminosa del pianista Pablo Fraguela en el disco). Algo así como un sampleo ideológico. En esa línea se anota ese portento llamado Lidia Borda, pero también los 34 Puñaladas, la Orquesta Típica Fernández Fierro o Alfredo Piro. Todos ellos, en diferentes formas y medidas, se percataron de que el tango fue una cultura joven de raíz urbana (como luego el mod, el punk, el indie…) y que a la hora de la contienda quien se quedó con la mejor porción del reparto fue el rock. Eso que expresó como nadie Roberto Goyeneche en su última etapa. Esa tradición compleja, desquiciada, que también alberga, claro, sus aberraciones, y ante la que nos rendimos.
Hernan Lucero, Tangos y canciones criollas, Sony Music, 2012.
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