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“It´s very hard to play” (“Es muy difícil de tocar”). Así anunció Wynton Marsalis, al promediar la noche, un viejo tema del swing de Kansas City, previo incluso a que Count Basie tomara las riendas de la orquesta de Benny Moten. Dicho por Marsalis, en el marco del concierto que Jazz at the Lincoln Center Orchestra brindó en el Teatro Colón, la aclaración sonó a desafío. ¿Por qué pensar que los acordes más disonantes y las amalgamas rítmicas del jazz contemporáneo son un progreso respecto al urticante beat en cuatro pulsos que sacudía rodillas allá lejos y hace tiempo? Incluso antes de esa ejecución, la orquesta ya había despachado un original en dos partes del conductor, la música caribeña de Gillespie en yunta con Lalo Schifrin (partes de Jambo Caribe, como el delicioso “Fiesta Mojo”), “Epistrophy” de Monk y “Moody´s Mood for Love”, aquel ejercicio de variación que James Moody hizo a partir de “I´m in the Mood for Love”. Luego vendría un movimiento de Crescent City, suite compuesta por Branford Marsalis, “Mood Indigo” en delicioso alarde de matices dinámicos y un par de temas sin duda posteriores a los años treinta, para cerrar con un arreglo de Ted Nash de “Flores negras” de Francisco De Caro (gesto de buena vecindad). Sin embargo, lo “very hard to play” era un stomp de no más de cuatro tonos en forma estándar.
Precedido por controversias de larga duración ―desde que se puso al frente de una cruzada restauradora, memorial del jazz, viene cumpliendo la condición fundadora de todo estrellato: las cargas parejas entre simpatías y rechazos―, Marsalis se presentó por cuarta vez en una ciudad que siempre lo ha colmado de aplausos. Volvió con su orquesta/escuela, su aula itinerante del canon jazzístico: una big band ―quince brillantes instrumentistas; sólo faltó una guitarra rítmica para replicar el formato con el que Duke Ellington reinventó la música norteamericana― que toca con una precisión y un refinamiento que impresionan al punto de hacernos pensar que son imbatibles. El saxo alto del lenguaraz Sherman Irby, el trombón de pasmosa afinación de Chris Crenshaw, el contrabajo trepidante de Carlos Henríquez, el saxo alto y la flauta del siempre impecable Ted Nash o la batería del gran Ali Jackson ―¿quién más puede tocar un solo casi exclusivamente centrado en el hit hat?― van haciendo focos sucesivos en medio del juego dialéctico entre la épica individual y la armonía colectiva. En fin, la metáfora del jazz como forma excelsa de la democracia que tanto le gusta citar a Wynton.
Sin embargo, toda presentación de la Jazz at the Lincoln Center Orchestra nos deja un mix de sabores no tan fáciles de digerir. Al frente de una orquesta claramente institucional, Marsalis hace una música programática en el sentido de que concibe los conciertos como un mosaico de piezas de un pasado ilustre que no sólo hay que recrear sino también explicar: el jazz como música de repertorio. Corriéndose inteligentemente del centro de la escena ―la verdad es que técnicamente varios de sus compañeros son tan sorprendentes como él―, el trompetista revive la idea de que una big band es la máquina más idónea para contar la historia del jazz, en la medida en que el formato impone límites, determina periodizaciones, discrimina el jazz de aquella música farisea que pretende usurpar el término e implícitamente desalienta toda búsqueda experimental que pretenda desoír los mandatos de la tradición. Por más que la orquesta incorpore originales y su rango estilístico sea casi tan amplio como la historia entera del jazz ―vale decir que el criterio de selección de temas a menudo evita los puntos axiales del género―, es inevitable escuchar, tras el alborozo que despierta tan fluida alocución, un réquiem al jazz. Y con él, a la modernidad.
Jazz At Lincoln Center Orchestra, dirección de Wynton Marsalis, Teatro Colón, Buenos Aires, 25 de marzo de 2015.
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