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Demostración de la valencia de la ancianidad en las sociedades posmodernas

ARQUITECTURA

 

El caso del anti-geriátrico, última obra de Francesc Barcelona.

 

1. El catalán Francesc Barcelona, que actuó en la Argentina durante todo el siglo XX, es tan desconocido para la mayoría como el rosarino Jorge Scrimaglio: nada sabemos a veces de nuestros mejores arquitectos. En Roverano, pueblo próximo a 9 de Julio donde los dos hicimos nuestras vidas y donde a él se lo conocía como “el Francés”, a causa de la relajada pronunciación a la que induce su nombre en áreas no catalanas, más aún en la provincia de Buenos Aires, Barcelona me confió hace una década: “Ahora que soy viejo, voy a vivir una arquitectura para la ancianidad”.

“Vivir”, más que “diseñar” o “proyectar”, era el término que sintetizaba mejor la visión de su última apuesta. Claro que diseñó un edificio, pero para él la arquitectura ya no se definía sólo en el proyecto, sino también en el proceso de habitar, es decir, en la relación activamente producida entre espacio y hombre. Y como diseñar y construir edificios nunca dejará de ser tarea de arquitectos, aun si puede que dentro de mil años la naturaleza del espacio haya mudado tan profundamente que no pueda ligársela ni siquiera conceptualmente con la que experimentamos hoy, Barcelona tuvo que pensar una forma espacial para una situación específica.

Lo último que construyó fue su propia casa, beneficio con el que hasta entonces no había contado. Que con el tiempo hubiese acumulado una pequeña fortuna, ese es otro cantar. Lo malo, en todo caso, no es no poseer vivienda propia hasta último minuto, sino morir a poco de estrenarla. Más, como ocurrió con el Francés, habiendo superado largamente el centenario.

Cuatro décadas antes, el joven estudio Archizoom declaraba: lo que importa no es la forma de la casa, sino el uso que se haga de ella. Ahí había una emancipación en puerta. Con todo, la mención puede confundir. Barcelona no fue simpatizante, ni tan siquiera asociado de ultramar del colectivo italiano, si bien en aquellos años sesenta y setenta se entusiasmaba con casi todo lo que, desde Italia y por distintas vías, llegaba hasta lugares como la Argentina. Los consideraba muchachos inteligentísimos y todo lo necesariamente ambiciosos como para imaginar un gran vuelco político, pero no para protagonizarlo. No se equivocó. Por esa época él ya estaba maduro por demás como para dejarse tentar por una radicalidad que, como se demostró con el tiempo, nunca salió de los papeles. Y si bien los italianos no eran del todo utópicos, resultaban tan tajantes, tan blanco sobre negro sus planteos sobre la arquitectura por venir, que en un lector desprevenido podían tener efectos más paralizantes que movilizadores.

Ni qué decir de que la derivación histórica de los planteos de aquella arquitectura radical italiana –Group 9999, Superstudio, Gruppo Strum, etc., además de Archizoom– constituyó una de las bases teóricas más sólidas, involuntaria o no, de la dinámica del mercado postindustrial, de los modos en que este dominaría desde entonces el espacio urbano contemporáneo.

Lo que Sze Tsung Leong –en aquel librito paradigmático editado por Rem Koolhaas con el título por demás taoísta de Mutaciones– definió como un nuevo espacio no geométrico, basado en la información antes que en la materialidad, esencialmente flexible y efímero, y que, como un yin-yang purgado de toda inclinación ética, funciona en una eterna deriva de obsolescencias planificadas y reciclajes con la finalidad de exacerbar los nichos de consumo y para control de los circuitos de toda clase –siendo su imagen última la arquitectura del shopping–, ya estaba previsto, aunque en la clave revolucionaria del 68, por pensadores provenientes sobre todo de Italia y Francia: los grupos de la a.r.i., pero también el situacionismo y el franco-húngaro Yona Friedman.

Lamentablemente, la ola de reciclajes ha sido tan aparatosa que incluso algunos de los miembros de aquella radicalidad hoy destacan en el mercado cultural-arquitectónico. Tal el caso de Andrea Branzi, ex líder de Archizoom, hoy abocado, entre otros menesteres, a la “didattica e promozione culturale”. En el polo opuesto se ubica Friedman.

Por él Barcelona sí tuvo gran simpatía. Desde el principio, y sobre la base de una práctica de vida y no de un cúmulo de textos brillantes pero no lo suficientemente aquilatados de espíritu, Friedman ligó la producción de espacio a la construcción ética. Esto ya resultaba evidente en La arquitectura móvil, su texto inicial: la movilidad debía comprenderse como un paralelismo entre la capacidad de modificar de manera constante el espacio habitado, y la de comprometerse con una producción subjetiva de tal calibre que permitiese al habitante –así, sin más: no “ciudadano”, ni “consumidor”, ni tan siquiera “militante”, aunque Friedman se reservase una cuota de admiración por esta figura– propender mayormente a la creación que a la obediencia. Si hasta mediados del siglo XX se había hecho necesario rebelarse contra el fordismo y la arquitectura corbusierana (véase a tales efectos, por ejemplo, Mi tío, de Jacques Tati), es decir, el poder de la disciplina, esto no implicaba, en contrapartida, fluir como un autómata, ni juguetear con mecanismos interactivos. Implicaba, más bien, una apropiación del espacio a partir del desafío de reinventarse en él de continuo y de contagiar de esa aventura a cuantas almas fuese posible.

Friedman imaginaba un espacio físico determinado por la permanente producción recíproca entre habitante y edificio. Para ello concibió unas megaestructuras, bastante conocidas, que sobrevolarían ciudades preexistentes y en cuyo interior se desplegaría un sinnúmero de viviendas y edificios para diversos usos: oligoestructuras, de planta libre como las megaestructuras, cuya movilidad espacial interna sería posible merced a un sistema de tabiques que el habitante podría desplazar con facilidad. El paralelismo, en resumen, se formulaba así: movilidad arquitectónica/progresión ética.

El sistema de Friedman, comprendido desde su totalidad, tendía a la inestabilidad máxima y, en el peor de los casos, ese punto limítrofe con el caos acontecía (cosa que hubiera hecho temblar de pies a cabeza al reaccionario más moderado). Este ya era un elemento político inmanente al proyecto. Otro, el cuidado de no tornar abstractas las relaciones sociales por el uso no meditado de las tecnologías de comunicación a distancia. En verdad, Friedman partía de la observación de que una sociedad mantenía un buen funcionamiento siempre que no saturara su capacidad de comunicación; dicho de otro modo, en la medida en que no sobrepasase el límite de influencias entre sus partes constitutivas. Al parámetro regulador de ese equilibrio móvil, distinto según cada sociedad y situación, Friedman lo llamó “grupo crítico”. Estas preocupaciones fueron desarrolladas en otro libro, Utopías realizables, en todo afín a la obra general.

Adecuado el concepto de “grupo crítico” al presente, no es difícil ver cómo, por ejemplo, si las relaciones entre hombres y cosas terminasen ocurriendo exclusivamente, como a veces terminan, merced a la mediación de las tecnologías virtuales, la vida se constituiría en torno a un oleaje, por no decir un maremoto de imágenes que, coagulado en la memoria como puro pasado, como pasado muerto, se reproduciría al infinito sin la menor intervención subjetiva. De lo cual, en última instancia, emanaría la incómoda sensación de que uno ya ha vivido lo que no ha vivido aún. Toda posibilidad de acto quedaría eliminada…

 

2. Barcelona tenía razones para pensar en el pasado. Más bien tenía tendencia, considerando la edad. Sin embargo, había meditado por largo tiempo las ideas de Friedman y, llegado el momento, no le pareció imposible crear una casa donde enfrentar los desafíos de la nueva época. De ese modo, además, podría alinearse con su pasado sin perder proyección hacia el futuro.

Respecto de la ancianidad, manejaba ideas bastante originales. Su posición general, contra la opinión general, era que los viejos debían responsabilizarse desde jóvenes por su vejez. Lo cual se explicaba, entre otras maneras, de la siguiente: si toda la vida un hombre había sostenido que lo que lo hacía libre era el trabajo, merecía en la vejez una jubilación interminable; si toda la vida había ambicionado la fama antes que ninguna otra cosa, merecía una vejez mediática y laureada pero sin fuerza creadora; si siempre había creído que todo en la vida era poseer hijos, nietos, bisnietos y hacer dinero para asegurar el bienestar de semejante prole, de viejo merecía ser desechado en un geriátrico; si había puesto toda su pasión en el dinero, al fin de sus días merecía la única compañía de estériles objetos suntuarios; y si toda la vida había puesto sus energías en protegerse de los demás –y, como suele decirse, no hay mejor defensa que un buen ataque–, tenía derecho a una vejez confinada en un búnker.

La vejez de Barcelona no se pareció a ninguna de esas. Por ejemplo, de haber vivido en China, lo habrían declarado Tesoro Nacional Viviente. Este reconocimiento, otorgado a quienes se convierten en verdaderos maestros de una disciplina, resuelve de manera simple y profunda seculares dilemas de Occidente en torno a la relación arte-vida. Museología y vanguardia confluyen en sujetos concretos, vivos, que son, al mismo tiempo, artistas y obras y que en muchos casos producen obras también, que se atesoran en museos, a los que también se considera espacios vivientes.

La casa de Barcelona en la calle Acha, frente a la plaza Zapiola, ambas en Buenos Aires, demolida meses después de la muerte del autor por razones de especulación inmobiliaria, constaba, en síntesis, de una planta baja libre semicubierta, campechanamente conectada con el exterior; dos niveles cubiertos, también de planta libre, con un núcleo para sanitarios y cocina, y una terraza. Esta era la versión barcelonesa de la megaestructura friedmaniana. Ahora se verá por qué.

El autor la había pensado para habitarla sin otra compañía que la de su loro, pero los acontecimientos, a los que Barcelona contribuyó sólo en cierta medida, hicieron que en dos o tres años la casa se transformara en una suerte de anti-geriátrico. No porque hubiesen ido a colmarla jóvenes bulliciosos y en parte irritantes, sino porque los viejos que se reunieron ahí crearon su propia arquitectura haciendo caso omiso de los mandatos que, por propia anuencia, les habían amargado la vida.

Barcelona tenía un dinero y construyó una casa para sí, como ya se ha dicho, pero lejos de pretender diseñar una solución definitiva para superar el capitalismo y proponer, a cambio, un modelo universalizable de neosocialismo para ancianos autopromovidos y paraestatales, se limitó a deshacerse de la idea de que su casa era su casa y la puso a disposición del barrio y, podría decirse, del infinito concentrado en una manzana. En las antípodas de un alma tan poco grandilocuente figuraría, entre otras, la de su paisano Aaron Rosenblum, del que dijo J.R. Wilcock: “Había decidido hacer feliz a la humanidad; los daños que provocó no fueron inmediatos”.

Primero entró a la casa un hombre que había vivido entre la plaza de enfrente y algunos hospitales y hospicios públicos durante veinte años. Enseguida, el primo de un amigo de Barcelona, el último de cuyos trabajos, antes de quedar definitivamente desocupado, había sido conducir tres distintos remises y una heladería. Luego se incorporó el sobrino de otro amigo, por esas gracias de la genealogía mayor que su tío, que se dedicaba a la astronomía y cuya economía no brillaba igual que sus estrellas. Pero también se sumó un vecino de buen pasar, que sufría de una soledad espantosa. Y un actor que siempre había interpretado papeles de reparto y hacía siglos que no pisaba un set de televisión, mucho menos uno de filmación. Así hasta que, sin premeditarlo, fueron diez. Por esas ironías del barrio, los llamaron “los diez indiecitos”.

En los interiores de la casa había a disposición una decena de muebles-tabiques, articulados y desplazables, de gran versatilidad. Asimismo, ventanas y vanos en las losas que permitían variar y combinar las fuentes de luz natural, las perspectivas internas y externas, las conexiones entre pisos y ciertos ambientes, etc. Pero, en esencia, las plantas consistían en amplios espacios sin segmentaciones predeterminadas, que los ancianos modificaban según las tareas en las que fueran ocupándose.

De esta experiencia puertas adentro se desprendió la idea de ocupar la planta baja y su prolongación hacia el jardín. La inseguridad urbana se presentaba como un escollo considerable, especialmente para una comunidad tan propensa a la confianza y la socialización, por lo que resolvieron instalar, ahí abajo, una feria artesanal, un minicirco, un espacio para ejercicios físicos comunitarios, una biblioteca circulante, un círculo de amigos del arte y la ciencia, un comedero público a precios escandalosamente accesibles y un pequeño puesto sanitario, que atendía otro de los diez indiecitos, él médico viudo. Por lo demás, no poseían objetos de valor.

No fue una vejez colectiva del todo pacífica. Tanto ir y venir de gente siempre nueva –en un momento las actividades de la planta baja tomaron la terraza, aunque en ese caso se cuidaban de que el acceso fuese más reservado– a veces alteraba negativamente la tranquilidad que se vuelve necesaria con los años (a causa de la disminución de la potencia, la consecuente fragilidad, etc.). Pero hasta los conflictos más ríspidos se resolvían con campeonatos internos de go y medidas sesiones de pa-kua-chan.

A no muchas cuadras de ahí, sobre las calles Velasco por un lado y Aguirre por el otro, se instaló hace un año un geriátrico judío: una tétrica mole de cemento con paredes de inconmensurable grosor, volcada herméticamente sobre sí misma, un mini Israel en Chacarita. De vivir todavía alguno de los diez indiecitos, y en especial el Francés, que era marrano, creo que hubiera sido capaz de rescatar a más de un viejo de una caja de zapatos tan incómoda. En otra oportunidad hablaremos de la obra temprana de Barcelona.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Plantas de Igo Wender, pp. 9 y 10.

Lecturas. Emilio Ambasz (ed.), Italy: The New Domestic Landscape. Achievements and Problems of Italian Design (Nueva York, The Museum of Modern Art, 1972); Yona Friedman, La arquitectura móvil (Barcelona, Poseidón, 1978, 1° ed.: L’architecture mobile, París-Tournai, Casterman, 1958) y Utopías realizables (Barcelona, Gustavo Gili, 1977, 1° ed.: Utopies realizables, París, Union General d’Éditions, 1975); Rem Koolhaas, Harvard Project on the City, Stefano Boeri et al., Mutaciones (Barcelona, Actar, 2000); Fredéric Migayrou, Jean Louis Maubant, Francisco Jarauta et al., Arquitectura radical (Las Palmas de Gran Canaria, Centro Atlántico de Arte Moderno, 2002).

Juan Valentini es médico rural e investiga de manera autodidacta problemas de arquitectura, paisaje, juegos orientales y gramática. Es escritor pero aún no ha publicado ningún libro.

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