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Acerca de la arquitectura, el tamaño y la visibilidad.
Históricamente, el tamaño ha sido en la arquitectura un factor determinante de visibilidad. Y al hablar de visibilidad y tamaño parece obvio que se habla del gran tamaño, que siempre ha sido la manera de marcar la jerarquía de la obra de arquitectura en su localización específica. La diferenciación métrica de la obra frente a su contexto ha sido un recurso evidente para poner de relieve su jerarquía. Este recurso tiene incluso, según el carácter de la obra, diferentes palabras para señalarlo. Así, “colosal” (como exageración de la escala) y “monumental” (como indicación del carácter conmemorativo) refieren no sólo al tamaño sino al carácter o tipo de significación que tiene la obra realizada. (Recordemos que los conceptos de orden colosal y orden monumental se usan además para marcar una distorsión de tamaño de los elementos dentro de una misma obra.)
Al hablar de tamaño hablamos también de escala (la relación de las dimensiones de la obra con las del cuerpo humano) y proporción (el sistema de relaciones métricas entre las partes de la obra), conceptos que marcan el carácter relativo de la elección al respecto. La visibilidad por tamaño implica una distorsión de los elementos proyectados respecto al entorno. Siendo la arquitectura una disciplina cuyas obras están pensadas para un sitio específico (salvo escasísimas excepciones, esto es una regla que distingue a la arquitectura de las otras artes e incluso de otras disciplinas de proyecto), la decisión del tamaño es clave para resaltar la jerarquía de la obra en relación con su contexto. El procedimiento tiene tantos siglos que, si aceptamos las siete maravillas de la antigüedad como obras de gran visibilidad, veremos que su principal característica era el tamaño, además de la supuesta calidad de la factura (supuesta, ya que ninguna de ellas llegó hasta nosotros completa, y recordemos que, de las siete, seis son obras arquitectónicas).
Pero la gran dimensión, utilizada a lo largo de la historia por el poder político para manifestar sus valores en la ciudad, ha adquirido en los últimos años (poco más de cien en términos de historia de la arquitectura) un marcado carácter civil, más vinculado a la esfera económica que a la política o la militar.Y si antiguamente la gran escala era privativa de los príncipes, en el contexto de la sociedad capitalista se ha vuelto uno más de los tantos instrumentos posibles para prevalecer económicamente. Así, desde finales del siglo XIX, especialmente en Estados Unidos y en consonancia con los avances técnicos en estructuras y medios de elevación mecánica, comenzaron a aparecer obras civiles de escala colosal. Y del mismo modo en que los avances técnicos hicieron del tamaño una ventaja, se tomó nota del valor simbólico y económico del salto de escala. Por primera vez las obras civiles (viviendas, oficinas, comercios, etc.) empezaron a ser los edificios más altos de una ciudad, con lo que cambiaron por completo la skyline de las ciudades de Occidente. Por eso no debe sorprender a nadie que esta tendencia haya comenzado en Estados Unidos (más específicamente en Chicago), para llegar a ser paradigmática en Nueva York, y que desarrollase una carrera en la que gran operación inmobiliaria, prodigio técnico y operación publicitaria han pasado al centro de la escena.
Cuando hacia 1922, en el concurso internacional de arquitectura para el nuevo edificio del Chicago Tribune –uno de los diarios más poderosos de Estados Unidos–, se pedía como pauta de proyecto “erigir el edificio más hermoso y distintivo del mundo”, Adolf Loos observó que lo que requerían las bases era inútil, ya que el carácter distintivo del edificio resultante, fuese por el tamaño o por cualquier otro rasgo tradicional de arquitectura, sería superado muy pronto. La que se proponía esas metas, dijo Loos, era una carrera sin final. Su propuesta consistió en erigir una gran columna dórica sobre un pedestal (columna y pedestal que, por supuesto, contendrían las oficinas del diario) (ver figura 1). Definía este proyecto como “una sensación, aun en nuestra desilusionada época moderna”, y cerraba la presentación afirmando que la columna iba a ser construida de todos modos, si no por él, por cualquier otro, y si no en Chicago, en cualquier otra ciudad.
Aunque Loos no pudo prever que aquello que él pensaba como acción final del proceso se convertiría en primer paso de una carrera de extravagancia, su lucidez parece premonitoria de nuestros tiempos, cuando aun en ciudades de países empobrecidos se formula cada vez más lo que aparecía en las bases de aquel concurso: “erigir el edificio más distintivo del mundo”, siempre, por supuesto, en relación con el gran tamaño, y dentro de una búsqueda de visibilidad más pensada para los medios de comunicación que para las ciudades donde se sitúan las obras. Así, podríamos hablar de una nueva categoría dentro de este campo: a las de “colosal” y “monumental” se agregaría la de “espectacular”, ligada a cierta necesidad de impacto sensorial que demanda y posibilita la cámara fotográfica. Gracias a su espectacularidad, estos proyectos pueden encontrar un lugar visible en los medios electrónicos (y también gráficos) y obtener una inmediata circulación mediática, tan inmediata como será su caída en el olvido bajo la andanada de imágenes candidatas a reemplazarlos. Porque se trata de proyectos que parecen pensados, no ya para un sitio específico, sino para funcionar en los medios. Así, la admonición de Karl Kraus –“la arquitectura moderna es una superfluidad basada en un correcto reconocimiento de la falta de necesidad”– alcanza un grado de verdad que impresiona. La arquitectura, como disciplina arcaica, es reemplazada por una manipulación de formas que, desligadas por completo de ella y de las demandas sociales que la hacen necesaria, se relacionan con las estrategias de marketing que se requieren para validar la brutalidad de las grandes operaciones financieras que permiten realizar esas obras.
“Y llegará el momento en que una celda diseñada por el profesor Van de Velde será considerada un agravamiento de la pena.” Con esta boutade, Loos sintetizaba su desprecio hacia la arquitectura de la Secession –la versión vienesa del Art Nouveau–, hacia todo intento de diseño total y, especialmente, hacia todo intento de síntesis entre arte e industria (razones por las cuales después dirigiría las mismas imprecaciones contra la Bauhaus). Para él, como para algunos pocos, el gran tema de la arquitectura moderna, la vivienda masiva, era un tema de la industria, no del arte; con esa mirada analizaba los grandes períodos históricos (especialmente Roma) y estudiaba el modo de vida norteamericano. Para definir la postura, llevó a cabo una acción principista: una propuesta de vivienda mínima que desarrolló poco después del concurso del Chicago Tribune. En el contexto de los grandes proyectos del municipio de Viena durante los años del gobierno socialista (de 1919 a 1933), en los que tuvo intervención pública activa, Loos presentó una patente bajo el título de “Casa de un solo muro” (ver figura 2). Era una propuesta para el desarrollo de viviendas en gran escala, con el fin de enfrentar los problemas que en la primera posguerra habían provocado las masivas migraciones del campo a la ciudad. Loos no presentó la pequeña unidad como presentaban sus soluciones los demás arquitectos interesados en la cuestión de la vivienda masiva. Mientras estos lo hacían a la manera de la obra de arte –o sea, en exposiciones, muestras, congresos e incluso en el contexto de las revistas de arte–, él decidió patentarla, con lo que la presentaba como objeto industrial.
La obra pequeña raramente había sido motivo de interés para los arquitectos. Una de las pocas excepciones es la tradición de las Follies, pero –como se preverá– se trataba de obras que respondían más al gusto y la diversión del aristócrata o el gran señor de turno que a cualquier idea de valor colectivo. Dentro de esas condiciones, algunos arquitectos de principios del siglo XX comenzaron a encontrar en las obras pequeñas la oportunidad de explorar temas de interés más general sin el compromiso que usualmente acarrean las grandes obras. La casa Citrohan o el estudio de Cap-Martin, ambos de Le Corbusier, aparecen como dos de los casos en los que arquitectos preocupados por la necesaria readecuación que se imponía a la arquitectura por entonces encontraron campos de prueba para ideas más generales sobre la ciudad, la arquitectura y hasta la sociedad. Bien porque fueron pensados para la repetición, bien porque incluyen un sistema dimensional que aspiraba a unificar los dos sistemas preponderantes (el métrico y el anglosajón en el Modulor de Le Corbusier), estos pequeños proyectos exceden su escala para contribuir a una reflexión más abarcadora sobre problemas de arquitectura.
¿Pero qué pasa hoy con estas cuestiones? En la historia de la arquitectura no debe haber habido un momento en que la pequeña escala haya tenido mayor producción y difusión. Casi parece que la escena arquitectónica pone sus ojos especialmente en los extremos: el gran y el pequeño tamaño. Pero así como antes decía que en la gran escala había un descenso a la categoría de espectacularidad –en el sentido de una búsqueda casi excluyente de visibilidad mediática–, no parece ser muy distinto el panorama de la pequeña escala. Si bien existe una gran cantidad de trabajos muy serios y comprometidos que desde obras reducidas proyectan ideas sobre problemas centrales, abundan los desarrollos que parecen cerrarse sobre sí mismos, propuestas, se diría, a mitad de camino entre la arquitectura y la instalación y sin mucho que decir en ninguno de los dos campos.
La gran arquitectura, a lo largo de su historia, siempre trató del objeto excepcional dentro de la serie codificada. Inclusive Le Corbusier y Loos polemizaban sobre si Grecia o Roma (respectivamente) eran el modelo más pertinente para su estudio, ambas culturas momentos muy claros y distintos entre sí en cuanto a modos de procesar estas opciones. En cada período la arquitectura debe tomar posición sobre una serie de temas que hacen a su definición (citando el tratado de Vitruvio, serían: “venustas, firmitas, utilitas”). Debido al carácter marcadamente técnico de estos temas, la obra operará siempre dentro de una genealogía. Ya se trate de genealogías de orden formal, técnico o disposicional, la disciplina arquitectónica no puede escapar a la conjunción de la complejidad técnica (en órdenes extremadamente diversos, el primero de ellos la existencia de la gravedad) con la necesidad de dar forma. En el hacer de los últimos tiempos, la pequeña escala ha sido, no un desafío para investigar fuera de las mediaciones de la industria de la construcción, sino una coartada para evadir los necesarios compromisos (de orden interno y externo a la disciplina) que toda obra de arquitectura debe asumir. La libertad ganada con esta acción no se aplica a investigar desarrollos posibles, sino a liberarse de todo límite que cierre puertas a la ansiada visibilidad inmediata. Las obras resultantes, en su carácter de objetos puros, terminan dando más que nunca la razón al axioma loosiano (“la gran arquitectura puede ser descripta, mientras que la mala arquitectura debe ser construida”) o, incluso, a la crítica que hacía Boullée al mismo Vitruvio al decir que “la arquitectura no es construcción, sino concepción”. La máxima aspiración de estas obras es también su mayor problema: sólo existen para ser visibles, sólo tienen existencia en el mundo material.
La elección de los dos proyectos de Adolf Loos como eje de un análisis sobre el tamaño en la arquitectura contemporánea no es inocente. Loos tuvo una posición muy tajante sobre lo que el arquitecto podía hacer, y sobre lo que no podía, en el mundo de principios del siglo XX, un mundo que para la arquitectura parece no haber cambiado tanto. Vio el carácter absurdo del diseño total, del control del mundo de los objetos cotidianos por parte de arquitectos, diseñadores e inclusive artistas. Por eso despreció todo intento de estetizar lo útil y de trasladar el mundo de los oficios al mundo del arte. Da la impresión de que se estuviera cerrando un círculo sobre este debate que tuvo lugar en la arquitectura moderna durante décadas del siglo XX; un debate que el rutilante éxito del autodenominado Movimiento Moderno tapó y que quizás hoy debamos sostener otra vez.
Imágenes [en la edición impresa]. Sebastián Gordín, Edificio administrativo Johnson e hijo (p. 52) y Piscina de la calle Pontoise (p. 53) (1996), cajas de madera con construcción en el interior fotografiadas a través de una mirilla, 45 x 60 x 100 cm, fotos: Julio Grinblat.
Lecturas. Juan Miguel Hernández León, La casa de un solo muro (Madrid, Nerea, 1990); Adolf Loos, Ornamento y delito y otros escritos (Barcelona, Gustavo Gili, 1972); Rem Koolhaas, Delirious New York (Barcelona, Gustavo Gili, 2004); Rem Koolhaas y Bruce Mau, S, M, L, XL (Nueva York, Monacelli Press, 1995).
Oscar Fuentes es arquitecto. Entre sus obras se encuentran la Fundación Banco Patricios, en Buenos Aires, el Parque Central de Mendoza y el Parque Hipólito Yrigoyen de Rosario.
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