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Acerca del Mausoleo de Perón en San Vicente.
Cuando Carlos Nine presentó La marcha sobre Ezeiza (1972) en el noveno Festival de Cine Independiente de Buenos Aires (2007), dijo, entre otras cosas, que siempre le había molestado que se asociara el peronismo con la irracionalidad (aunque la irracionalidad –acotemos– no sea de por sí mala: irracionales son también los mejores sentimientos, los más contrarios al cálculo y a la mera autoconservación). Según él, optar por el peronismo, para los pobres, es racional, porque es el único movimiento político que ha defendido sus derechos. Lo que recordó haber observado mientras filmaba a los militantes que iban a recibir a Perón –entre los que se contaba– era esa racionalidad, que se manifestaba tanto en el voto al FREJULI como en la espera activa que había significado, durante dieciocho años, la Resistencia Peronista. Desde luego, sorprendió al público presente ese día en la función del BAFICI que el punto de vista de Nine, al recordar un hecho del que suele olvidarse todo detalle salvo la violencia del desenlace, fuera tan filosófico, tan comparable al de Kant cuando advertía a sus lectores que lo esencial de la Revolución Francesa no era la decapitación del rey, sino la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
La invitación que aquel día hizo Nine a ver las líneas generales de la Historia por en medio de la sangre aún fresca hace pensar en la posibilidad de una nueva mirada sobre el peronismo, que parece haber necesitado de la lógica del post 2001 para abrirse paso. De entonces a hoy se fue gestando, no exactamente una tercera posición entre el ser o no ser peronista, sino más bien un ostensible cambio de eje respecto de esta disyuntiva, que hizo posible una apelación a la transversalidad (cuya primera consigna fue, en las elecciones de 2003, “votar a Kirchner para que no gane Menem”). Independientemente de que se fuera o no peronista, de que se fuera incluso filoperonista o antiperonista –este es el cambio de eje del problema–, una buena parte de los argentinos aceptó que la reconstrucción del Estado iba a implicar la resurrección del peronismo.
La crisis de 2001 apareció, en primera instancia, como un momento de excepcionalidad política. De ahí que muchos hayan pensado, en medio del espontaneísmo de las asambleas, que el orden resultante de la crisis podía ser tan imprevisible –para bien o para mal– como la originalidad de la situación misma. Pero el nuevo orden no provino del asambleísmo ni fue el asambleísmo mismo; consistió, antes bien, en la lenta y tortuosa reconstrucción del Estado (del que, bajo el menemismo y la Alianza, sólo había quedado sin desmontar el aparato represivo armado en la dictadura). Ese objetivo sólo podía alcanzarlo una fuerza política con un aparato capaz de rearmarse en el corto plazo (aun cuando siempre se vea el aparato como la escalera que sirve para subir pero no se puede tirar, después de haberla usado, sin esperar represalias). En el siglo XX no faltaban ejemplos: si el bolchevismo salvó al Estado ruso de su disolución, el peronismo podía hacer lo propio con el Estado argentino.
Así lo vio también Eduardo Duhalde, presidente provisional de la nación en 2002 y presidente de la comisión encargada de construir un mausoleo para los restos de Perón y Evita. La doble misión de Duhalde era resucitar el peronismo para reconstruir el Estado. Como sólo se puede resucitar “de entre los muertos”, para lo cual, primero, hay que estar debidamente sepultado, la construcción de un mausoleo para Evita (cuyo cuerpo estuvo tanto tiempo desaparecido) y Perón (a cuyo cadáver le fueron amputadas las manos, según se descubrió el 1° de julio de 1987) se convirtió en un problema de Estado. En noviembre de 2002 el Congreso de la Nación declaró lugar histórico la quinta “17 de octubre”, en San Vicente, donde Perón y Evita pasaban sus fines de semana. En mayo de 2003, se dispuso crear en ese sitio un mausoleo para ambos (aunque finalmente la familia de Evita decidió no trasladar allí sus restos). El Mausoleo, que alberga sólo los restos de Perón, ha terminado siendo el mayor símbolo de la necesaria museificación del peronismo (necesaria porque sólo lo que está muerto y sepultado puede resucitar). Recién ahora esta operación política empieza a mostrar sus efectos paradojales.
El efecto más evidente es el que parece, a primera vista, el efecto deseado, si uno juzga el Mausoleo como si leyera la mente de los arquitectos que lo proyectaron: una obra leve y transparente, en lugar de pesada y oscura; austera, en lugar de fastuosa; racional (porque su concepción moderna evoca una razón que piensa un orden público sensible a lo social y está comprometida con ciertos valores, esos que aparecen en el monumento donde yacen los restos: “solidaridad, desinterés, sinceridad, amor, pueblo, generosidad, humildad”) en lugar de racionalista (lo que sería si la animara una racionalidad neutral y vacía, desvinculada de cualquier contenido simbolizable, como lo es la del administrativismo economicista). De este modo, aun cuando el 17 de octubre de 2006 los restos de Perón se trasladan en medio de violentas disputas gremiales por el espacio alrededor del palco del acto, el Mausoleo al que llegan desvincula enteramente el cadáver de todo el anecdotario esotérico que rodea a la historia tanatológica del peronismo: desde las profanaciones de cuño perverso y militar sugeridas por Rodolfo Walsh en “Esa mujer”, su célebre cuento sobre el cadáver de Evita, hasta los rituales de magia negra atribuidos al cabo de policía y astrólogo José López Rega (creador del “zodíaco musical”, secretario de Perón en el exilio, ministro de Bienestar Social entre 1973 y 1975 y autor intelectual del “Altar de la Patria”, un mausoleo faraónico que debía albergar los restos de todos los próceres argentinos, pero que no pasó de los cimientos). El Mausoleo, con su arquitectura moderna y no modernista, hace justicia a la racionalidad del peronismo (aquí vale, para la abstracción como principio del Movimiento Moderno, la misma distinción que hicimos antes entre racional y racionalista). Lo muestra como un cuerpo doctrinario multifacético y complejo, que ha recibido, y recibe, interpretaciones de derecha y de izquierda. Que el peronismo tenga una historia hermenéutica donde caben los opuestos –y, sobre todo, que la hermenéutica sea propiamente su terreno de disputa– no lo hace per se ni menos democrático ni más hermético que cualquier otro movimiento político del mundo. El hecho de que Perón, en dos momentos políticos diferentes, haya alentado y condenado la lucha armada en su nombre, no es razón para que se lo recuerde eternamente como una especie de esfinge cuyos enigmas (incluyendo el de las manos que le faltan) nadie, ni de izquierda ni de derecha, termina siendo digno de interpretar. Muerto y sepultado de la manera debida, Perón ya no puede aspirar a la oscuridad de los misterios. Por eso su movimiento no puede ser comprendido como una religión. El de Perón es un cuerpo presente que, aun mutilado, descansa en paz, y que con el rescate arqueológico de sus imágenes, en otro tiempo proscriptas, da lugar a una “fábrica de identidad”, como llama Daniel Santoro al peronismo de Perón.
Para Hegel, que el Dios del Nuevo Testamento fuera más racional que el del Antiguo quería decir que también era más benévolo. Era un dios que perdonaba o estaba, al menos, dispuesto a hacer un nuevo pacto (vía su hijo) con los hombres. Un dios concebido como enteramente arbitrario e imprevisible en su lógica –razonaba el filósofo– es demasiado parecido a un demonio. Cuando la revista Barcelona llama “peronismo diabólico” al peronismo antikirchnerista y retromenemista, alude remotamente a un rasgo atribuido al movimiento mediante un término que, más que el maquiavelismo, evoca el cultivo de la magia negra por la más derechista de sus vertientes. De hecho, si a López Rega se lo apodó “el Brujo”, no fue porque tuviese un finísimo don, cercano a la magia, para lograr acuerdos entre partes con intereses antagónicos, sino porque el tipo de logia con que se había conjurado para trepar al poder era partidaria de lo macabro en su sentido menos simbólico: el del trato familiar con los cadáveres y los rituales sacrílegos. La necrofilia asociada al nombre de López Rega, con el Altar de la Patria como obra cumbre, equivalía ideológicamente a una esvástica. Después iba a ser el propio Kirchner, ya enfrentado a Duhalde, quien llamara “Grupo Mausoleo” a los mentores intelectuales del descanso eterno de Perón. En su momento, la miniserie Tumberos (2002) había urdido, en distintas claves (hiperrealista, irónica, kitsch) una hipotética e imaginativa confabulación entre política, farándula y macumba en la era menemista. Había, en esa conjura ficcional, una postulación bien disfrazada (disfrazada de secta) del principio de “mancharse las manos con sangre todos por igual”, que mostraba cómo, para sellar un acuerdo con los poderes establecidos, siempre es necesario algo que temer para garantizar que todos cumplan con su parte. Cuando se lo aplica al pacto con los poderes establecidos, de todos modos, el esoterismo mefistofélico parece un anacronismo estético afín al que cultivan los sitios filonazis en Internet.
Se sabe que, en materia de arte, las personas políticamente conservadoras suelen tener los mismos gustos que las personas políticamente progresistas o de izquierda. Incluso si se trata de arquitectura. Muchas veces se olvida, debido a un mal acostumbramiento, que la arquitectura del Movimiento Moderno fue pensada originalmente para la sociedad de masas, aunque en muchos casos fuese adoptada por la burguesía como una arquitectura de distinción. El caso es que, terminado el siglo XX, la arquitectura toda, no sólo la del Movimiento Moderno, se ha vuelto políticamente inocua. Hoy una obra arquitectónica no dice nada del tipo de sociedad en que es construida. Aun la obra pública padece este síndrome de apoliticidad. Si esto no fuese cierto, tendríamos que considerar políticamente conservadores a quienes, por ejemplo, defienden la conservación de la arquitectura neoclásica como patrimonio público, o políticamente progresistas a los que se hacen construir casas de estilo modernista o falsamente vanguardista en barrios cerrados. Si en el siglo XX toda arquitectura deviene estilo y todo estilo se vuelve, por formalista, políticamente inocuo, hay que invertir el problema y pensar por qué ha fracasado el tipo de sociedad igualitaria en que la arquitectura del Movimiento Moderno quería ser construida.
Dadas estas condiciones, el Mausoleo de Perón no puede ser juzgado en relación con la arquitectura del primer peronismo (teniendo en cuenta, además, que no existe una “arquitectura peronista”); se lo debe juzgar sobre el fondo de la arquitectura contemporánea. Como obra arquitectónica podría haber tenido reminiscencias historicistas o figurativas; sin embargo –por razones que explica Antonio Cafiero, uno de los miembros de la comisión organizadora– no fue así. Según Cafiero, la obra no debía ser fastuosa ni necrófila. Debía celebrar la vida, y no la muerte. Eso se logró alojando el cuerpo de Perón “en un ambiente natural, rodeado de los árboles que él mismo plantó”. Como bien dice Cafiero, el bosque hace del Mausoleo la obra diáfana, sin rebuscamientos esotéricos ni hermetismo alguno, que se quiso que fuera. Inteligentemente incorporado, el bosque de la quinta no es el mismo que ese que en la obra de Daniel Santoro representa –en palabras de este– el capitalismo salvaje del cual protegía, como ciudad amurallada, la ciudad justicialista (entendida como el Estado-Madre o la República de los niños sin padre). El Mausoleo se integra en un paisaje de árboles plantados por Perón y Evita en sus fines de semana. No por eso es un bosque inofensivo –ninguno lo es–; pero es un bosque hecho a la manera y medida del Estado moderno.
Si, en la metáfora bíblica del Leviatán de Hobbes, el Estado moderno es un hombre artificial creado por el hombre –un cuerpo al que la soberanía da vida y movimiento, y al que la equidad y las leyes dan razón y voluntad–, el bosque de árboles plantados por Perón y Evita es, eminentemente, el bosque justicialista. En el Manual del niño peronista, Santoro recuerda que el adjetivo “justicialista”, durante el primer peronismo, no era un término partidista sino ideológico. Era el calificativo para los logros tecnológicos (aviones, autos, etc.), entendidos como productos de la justicia social. Ese carácter demiúrgico es el que permite equiparar el bosque de la quinta no a lo salvaje (el capitalismo), sino a lo humano (el Estado).
Implantado delante de ese bosque y completándose con él –el bosque es la única parte que no puede faltar para que la obra alcance su sentido–, no hay nada en el Mausoleo de Perón que pueda darle la razón a alguna de las interpretaciones ya habidas del peronismo. Preservar los cuerpos de los hombres de Estado es un gesto sin signo ideológico (Lenin y Mao, de hecho, fueron embalsamados). Hacer que esos cuerpos no se pudran en la tierra es una decisión contra natura que los sustrae de la Patria. Si la Patria (a la que López Rega quería darle su Altar) es la tierra en la que están enterrados los antepasados muertos, es lógico que cuando el Estado decide conservar el cuerpo de ciertos hombres para evitar su olvido haga un acto demiúrgico semejante al que lo creó a él mismo.
El efecto político más paradojal de la construcción del Mausoleo es que convierte el bosque justicialista en la mejor reliquia del movimiento, en lugar del cadáver de Perón. El bosque permite evocar el Estado protector, el Estado-Madre, a quienes no vivieron los años del primer peronismo. La vocación simbólica del peronismo no tiene parangón con la de ninguna otra fuerza política creada en la Argentina. De ahí que sea posible superponer con facilidad la idea de la Argentina con la idea de la Argentina peronista, como si el peronismo fuera una parte que puede tomarse por el todo. Y de ahí también la constitución de esa “fábrica de identidad” de la que habla Santoro. Si algo había conmovido hasta ahora del peronismo, si algo había generado tanta simpatía aun en los no peronistas, era lo figurativo. Tal es el caso de la obra de Santoro y de Perón, sinfonía del sentimiento, la película de Leonardo Favio. El Mausoleo, junto con su bosque justicialista, está en camino a sumarse, como ejemplo de lo no figurativo, a los objetos justicialistas de disfrute transversal.
Imágenes [en la edición impresa]. Nicolás Goldberg, de la serie Excursión No 1 (2009).
Obras. Mausoleo del Tte. Gral. Juan Domingo Perón, ubicado en el Museo Histórico Quinta “17 de octubre” de San Vicente. Proyecto: estudios AFRA (Saturnino Armendares y Pablo Ferreiro), LGR (Gabriel Lanosa, Josu González Ruiz) / Javier Fernández Castro y Fernández Prieto y Asociados. Tumberos, miniserie producida por Ideas del Sur, emitida en América TV en 2002, con dirección de Israel Adrián Caetano, guión de Alejandro Maci e Israel Adrián Caetano y actuaciones de Germán Palacios, Carlos Belloso y Belén Blanco. Las obras de Daniel Santoro pueden verse en: www.danielsantoro.com.ar.
Lecturas. Roberto García Lerena, Perón vive en San Vicente (Buenos Aires, Runa, 2008); Daniel Santoro, Manual del niño peronista (Buenos Aires, La Marca, 2002); Daniel Santoro y Alejandro Tantanian, “El mito y sus imágenes”, entrevista de Cecilia Hopkins, Página/12, 30 de junio de 2009; Thomas Hobbes, Leviatán o la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil [1651] (Buenos Aires, FCE, 2003)
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