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Sobre Lo que el fuego me trajo de Adrián Villar Rojas.
Aunque su autor diga lo contrario y alegue “autenticidad”, había algo escenográfico en Lo que el fuego me trajo, la obra que Adrián Villar Rojas presentó hacia fines de 2008 en Ruth Benzacar. La instalación transformaba íntegramente el espacio del subsuelo de la galería para proponer una escena que se exponía completa, envolvente e increíble como una aparición, escenográfica en todo caso no por la falsedad de las cosas, la utilería, sino porque cada elemento de la obra se expresaba teatralmente en el espacio. El piso estaba cubierto de ladrillos rotos, como si se entrara a la sala después de una explosión, y las paredes, repletas de estantes con cientos de piezas de arcilla sin pintar, inacabadas o semidestruidas; en una de las paredes un enorme espejo expandía considerablemente la escena y producía un efecto de desorientación y de asfixia; el espacio central estaba invadido por enormes chimeneas de ladrillo y tanques de agua, junto a un David y algunas piezas escultóricas en pie entre los escombros. Imagínese todo esto de color gris entre paredes blancas, polvoriento y descolorido, áspero y frágil a la vez.
La instalación convocaba inmediatamente todos los sentidos, con efectos físicos bastante concretos en el espectador: sensaciones incómodas de encierro, dificultad de caminar sin lastimarse, hostilidad y, finalmente, después de ver todo, una especie de claustrofobia que impulsaba al visitante escaleras arriba, a respirar un poco de normalidad.
La obra de Villar Rojas, un joven artista nacido en Rosario, fue algo así como el broche de oro de un año en el que el arte contemporáneo local mostró pocos brillos. Sin el desprejuicio de Belleza y Felicidad o el experimentalismo de la Beca Kuitca, el campo de lo emergente se sostuvo a fuerza de la euforia del nuevo establishment, algunas imágenes picantes y algunas obras muy buenas, como Fabricantes Unidos, de Eduardo Navarro. Pero a fin de año, quizás gracias a una cuota de solemnidad que la volvía un poco monumento de sí misma, la instalación de Villar Rojas superó las expectativas, al menos las mías y las de varios más, y logró sensibilizar la pluma de la crítica especializada. Diciendo y desdiciéndose, madura e ingenua a la vez, apareció como ejemplo posible de un “bien hecho” de hoy.
¿Por qué? Descarto, para empezar, criterios relativos al oficio y a la pericia formal, inaplicables a un conjunto de esculturas que, aunque expresivas y por momentos inquietantes, estaban deliberadamente aplastadas, machacadas y maltrechas. No existe, por otra parte, algo así como la “buena factura” en el medio “instalación”, aunque sí una historia y una teoría, con las cuales esta obra dialoga fluidamente. Ni siquiera sé si conviene considerarla en términos de buena factura, pero mi ambivalencia frente a la obra deriva quizás de que me parece demasiado bien hecha.
Aunque el impacto de la instalación era sensorialmente ineludible, y no era fácil resistirse a la fuerza ambiental que sacudía la típica indiferencia que provocan tantas visitas a galerías, la obra conmovía al espectador de una manera dramática que por lo general inspira sospechas en las artes visuales. El argumento puede parecer estúpido o moralista, pero quiere subrayar convenciones de expresividad que generan criterios de valor: históricamente el teatro fue aquello que las artes visuales rechazaron, por su marcada direccionalidad respecto al espectador. La discusión más densa y rica de la historia del arte de posguerra se ocupa precisamente de esta cuestión: el crítico norteamericano Michael Fried acusó a la escultura minimalista de operar a través de la “teatralidad” (por el hecho de compartir con el espectador tiempo y espacio), contaminando la especificidad del arte visual. Dejando de lado esta teoría y en un plano más general, el arte busca expresión pero no necesariamente empatía sentimental, y a eso apunta Villar Rojas en esta y otras obras. “Quiero carne emocional en mi trabajo. ¡Basta de forma fría! Quiero mostrar cada centímetro cuadrado de tristeza, desarrollarla en un mundo tejido de relaciones infinitas y exasperadas”, escribió en 2007 para presentar su obra Pedazos de las personas que amamos. Doy un ejemplo menor, ajeno al caso, pero que ilustra con claridad la situación: se sabe que, a diferencia del cineasta o el director de teatro, el artista visual no recurre a la música para generar empatía o clima, porque los artistas creen por lo general que la música es un elemento demasiado directo a la hora de provocar emociones. No hay motivos para celebrarlo pero incluso hoy, después de décadas de elaborar críticamente a Adorno y de pelearse con los goces fáciles del espectáculo, la expresividad del arte sigue apuntando a una sutileza máxima.
Lo que el fuego me trajo pone en juego una apariencia caótica y una planificación precisa y delicada. Hay cientos de horas de trabajo en el moldeado de las piezas de arcilla, pero si quisiéramos enumerar los gestos fundamentales de la obra, serían básicamente cuatro: museo de cerámicas, alfombra de escombros, ocupación del espacio con chimeneas y tanques, y duplicación del espacio a través de un espejo. (En esta economía de gestos hay una madurez bastante sorprendente, que impresiona si se sabe que el proyecto más ambicioso de Villar Rojas hasta la fecha fue una enorme plataforma titulada Pedazos de las personas que amamos, cubierta de esculturas conectadas entre sí, que intentaban dar una idea de universo completo. La mesa se caracterizaba precisamente por el rechazo deliberado a toda síntesis, por la creación de mundo a través de escenas o ejemplos de vida diversos.) Estos cuatro gestos espaciales se sumaban a algunas operaciones que volvían la situación extremadamente precisa en su ambigüedad –una unicidad llevada al límite que pareciera ser un valor importante para juzgar el arte de hoy–. Por ejemplo: Villar Rojas revirtió la ubicación del espacio de la galería (un sótano) a través de la puesta en escena de su opuesto: la instalación con chimeneas y tanques representaría algo así como una terraza hundida. Las chimeneas, torpes y siniestras a primera vista, parecían artefactos destinados a labores inciertas, mitad horno de barro, mitad crematorio. La obra provocaba a la vez un colapso total de temporalidades ciertas, mediante un movimiento permanente entre el presente, el futuro y el pasado ancestral, con figuras mitológicas (dinosaurios y fósiles incluidos), exhibidas sobre estantes de museo, cubiertas por la pátina de un mismo tiempo. Se trataba de la representación de un momento originario –el laboratorio de un demiurgo capaz de moldear la eternidad con sus propias manos–, o de un momento póstumo, el desentierro de capas geológicas abrazadas por un tiempo protector. “Restos de mi vida añejados mil años”, según la invención romántica de Villar Rojas. La crítica María Gainza lo describió así: “No está claro lo que ocurrió. Un museo etnográfico después de un bombardeo, una erupción volcánica, o quizás un fuego por la referencia del título Lo que el fuego me trajo (una inversión, tal vez, de ‘Lo que el viento se llevó’). Pero cubriendo el suelo, los residuos recuerdan un naufragio, una jungla submarina donde los percebes cubren las carcasas de barcos hundidos hasta volverlos parte del escenario rocoso. Es el reino artificial por antonomasia que irradia un mítico fulgor”. El artista Juan José Cambre ensayó una definición: “Romántico: el sueño es realidad, lo real es engañoso, está destruido o está a la espera de un soplo de vida, cuyo Hacedor ha dejado su placa de identificación a la entrada o la salida de la muestra. La instalación de A.V.R. es Otra Inquisición”.
El espectador deambulaba por ese pozo arqueológico e iba topándose con esas ruinas demasiado cercanas o demasiado lejanas, en medio de una módica pero contundente desazón: cuerpos anónimos (los cuerpos muertos de los padres del artista, según nos enteramos después), seres fantásticos, un secador de pelo de cerámica expuesto como reliquia de nuestro tiempo, un niño neandertal alado, la imagen de Kurt Cobain, envases de preservativos, un perro muerto a los pies de un David, un ángel haciendo una felatio a un joven, huesitos, cositas y más cositas de arcilla gris. La sensación de estar frente a una tumba diseñada con una sensibilidad romántica y amorosa se iba haciendo cada vez más evidente: la cabeza de Cristo aplastada tenía la melena llena de basura y de ella emergían mínimos brotes crecidos y un pajarito rojo parado sobre una piña de cerámica. Pero era justamente en las pocas ocasiones en que aparecían estas figuritas de cerámica ready-made, coloridas y brillantes, en medio de un romanticismo tan “ahogado”, que el espectador descubría, agradecido, toda la cursilería de la escena.
En cuanto a su vocación trash (su apariencia de desorden y destrucción), esta obra dialoga claramente con la tendencia instalacionista de los últimos años, representada en nuestro país por artistas como Leopoldo Estol y Diego Bianchi, entre otros. Se trata de instalaciones que en general ocupan todo el espacio mediante la proliferación de elementos heterogéneos, que cunden de manera desordenada y en apariencia casual. En ellas, el espectador debe recorrer una escena para ir descubriendo, a partir de la “inmersión” en un entorno tupido y confuso, un espectáculo de curiosidades. La relación entre la fuerza desconcertante de la situación general y la minucia de los detalles, la infinidad de cosas pequeñas que convocan la mirada, es un dato central en el modo en que operan la mayoría de estas obras, también presente en Lo que el fuego me trajo.
Pero el espíritu de Villar Rojas se aleja de estos otros artistas en más de un sentido. Por un lado, y sin especular demasiado, no cabe duda de que la instalación representa el taller de un escultor: Villar Rojas emerge entonces como figura creadora clásica, en oposición a los instaladores que intentan desprenderse de los oficios. El hecho de que la obra remita directamente a los procesos de la cerámica –material de la creación por antonomasia–, habla de una figura autoral que poco tiene que ver con la entidad más contemporánea y conceptual del artista como editor o sampler. Y si aquellos artistas hacen de la reelaboración formal de la realidad el argumento de su actualidad, es claro que Villar Rojas no está interesado en esas cuestiones. En su campo, surrealismo y romanticismo pujan con el conceptualismo y el pop.
Operando con una decisión y una eficacia sorprendentes, poniendo en juego un romanticismo optimista al borde del kitsch y una tensión ultraproductiva entre sentimentalismo, precisión e ingenuidad, Villar Rojas propone una atmósfera de renacimiento a la que es difícil resistirse. Lo que el fuego me trajo recupera la figuración, la ficción y el sentimiento. Para los que estamos adiestrados en las apuestas del arte contemporáneo, sin embargo, esa eficacia es un plus que quizás, incluso a pesar nuestro, preferiríamos restar.
Lecturas. La cita de María Gainza pertenece a “Adrián Villar Rojas”, en Artforum XLVII, Nº 7, marzo de 2009. Los comentarios de Villar Rojas fueron extraídos de material inédito del artista. La definición de Juan José Cambre surgió en conversación con la autora.
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