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A propósito de Atlas. ¿Cómo llevar el mundo a cuestas? de Georges Didi-Huberman, Atlas Mnemosyne de Aby Warburg, y otros atlas.
En el comienzo hay un Atlas o mejor dicho dos, como si se respondiera a la pregunta del título con un duelo de titanes. El libro de mapas o láminas que llamamos “atlas” debe su nombre al coloso de la mitología griega condenado a llevar el mundo a cuestas, y en la entrada de Atlas. ¿Cómo llevar el mundo a cuestas?, la muestra que Georges Didi-Huberman montó a fines del año pasado en el Museo Nacional Reina Sofía de Madrid, hay un Atlas anónimo romano, pequeño y desmembrado, y más atrás doce paneles del monumental Atlas Mnemosyne de Aby Warburg, uno de los artefactos más extraños de la historiografía del arte, con el que el historiador alemán intentó documentar visualmente todo el imaginario de Occidente. En un extremo del panel número 2 de Warburg, si se observa bien, hay otro Atlas romano bien conservado que juega con la escultura desmembrada, pero se descubre muy pronto que el comienzo literal es engañoso. La figura mitológica de potencia y sufrimiento y el Atlas de Warburg son apenas el epígrafe visual, el leitmotiv, de una máquina de leer mucho más compleja, una herramienta metodológica para que la historia del arte empiece de nuevo, un atlas de atlas, apéndice y puesta en acto de la dilatada “lectura” de los paneles de Warburg que obsesiona e inspira a Didi-Huberman desde hace años. La geografía y la historia se expanden y se dislocan apenas se entra en la muestra, en un montaje de obras y objetos cuyas relaciones no se traman por afinidades temáticas, influencias, causas y efectos, sino por un relato más etéreo hecho de migraciones y supervivencias, que consigue reunir lo que las fronteras geográficas, históricas y estéticas por lo general apartan. En la primera sala, la ironía dramática de Henry Moore atado y condenado al fracaso de Bruce Nauman –una escultura compuesta en 1970 a partir de un autorretrato de Nauman maniatado de espaldas y subastada en 2001 por una cifra astronómica– convive con la intensidad plana de dos grabados sombríos de Goya de principios del siglo XIX y dos fotografías de August Sander de principios del XX, en las que el pathos titánico y artístico –y las convulsiones obscenas del mercado del arte– descienden a los desastres de la guerra y las penurias del proletariado: una mujer con un bulto a cuestas llora frente a los muertos del campo de batalla, un carbonero surge tiznado de un sótano berlinés encorvado bajo el peso de una cesta, un joven albañil carga sobre los hombros una pirámide de ladrillos. Hay otros atlas en la muestra, aún más literales o fantásticos –el atlas original que Rimbaud recortó para rearmar el mundo en sus viajes, las siluetas negras de países del Atlas absurdo de Marcel Broodthaers, o la serie de postales I got up del japonés On Kawara–, pero enseguida queda claro que la lógica –o la deriva o el capricho– que reúne las casi cuatrocientas obras en las salas es otra, deliberadamente ajena a los rigores de las colecciones temáticas, las cronologías académicas, la dialéctica remanida de muertes y resurrecciones, el comparatismo insulso, el culto a la obra maestra y el fatigado principio de archivo que encanta a los curadores posmodernos. Dispositivo visual sensible a las discontinuidades, el atlas de Didi-Huberman reúne un conjunto inclasificable de piezas y obras del siglo XX y XXI, más afín al “atlas de lo imposible” que Foucault descubrió riéndose en la enciclopedia china de Borges, o incluso al inventario de las colecciones de Goethe (que entre sus tesoros guardaba un nido de pájaro, dos docenas de botones, una pluma de escribir incrustada de sal y un minúsculo pedazo de pastel enviado por su madre), que al checklist políticamente globalizado y exótico que hoy engalana las bienales de arte contemporáneo.
Véase si no: aquí, un álbum del taller textil de la Bauhaus, una docena de asépticos Depósitos de agua de Berndt y Hilla Becher y un video de John Baldessari (Enseñando el alfabeto a una planta); más allá, un herbario de Paul Klee y unos cielos amenazantes de Alfred Stieglitz. En sendas vitrinas horizontales, la Caja de 1914 de Marcel Duchamp, manuscritos del Libro de los pasajes de Walter Benjamin, diarios de Samuel Beckett, Henri Michaux y Bertolt Brecht; en las paredes cercanas, la serie de dibujos casi naif con los que el joven Thomas Geve registró el horror cotidiano en Auschwitz y en Buchenwald y los Cuarenta y ocho retratos de celebridades que Gerhard Richter compuso a partir de su propio y monumental Atlas de fotografías y recortes de diarios. La enumeración es fatalmente pobre frente a la exuberancia proliferante del principio-atlas: lo que se muestra se multiplica al infinito según el ritmo del recorrido y la atención alerta a los detalles. Uno podría pasarse horas, por ejemplo, entregado a la fuerza hipnótica de los cientos de fotografías de todo el mundo que se funden en los tres monitores del Mundo visible de los suizos Fischli & Weiss, las fotografías de mares violentos catalogados con precisión maníaca por la americana Susan Hiller o el desfile acompasado de gestos rituales inspirados por la religión, la superstición o la magia en Transmisión, un video del checo-alemán Harun Farocki. En cada obra las cosas, los lugares y el tiempo se reconfiguran como sugieren los breves textos de Didi-Huberman que organizan meridianamente el recorrido y al mismo tiempo lo complican en una cartografía paradójica. Promediando el paseo por las salas uno empieza a preguntarse: ¿hay método en la locura de la deriva? ¿Y de qué atlas se trata en ese caso?
Basta recorrer un módico listado de atlas disponibles en una buena librería para comprobar que el universo entero puede cartografiarse en una sucesión de láminas. Hay atlas del cosmos, de los cielos nocturnos, de las nieves europeas, de colores, de habanos, de la Biblia, del agua, del ciclismo épico, de los robots de Leonardo, de la Vespa y hasta un atlas… del pene. Pero es más bien la lista completa de los atlas existentes o el modo errático en que se los recorre lo que podría iluminar esa forma visual del saber que introduce lo diverso y la hibridez del montaje en un aparato de la lectura antes de nada, según la fórmula feliz de Didi-Huberman, deudora de “la lectura antes de todo lenguaje” que Benjamin apreciaba en los libros infantiles y los abecedarios ilustrados. “No se ‘lee’ un atlas como se lee una novela, un libro de historia o un argumento filosófico, desde la primera a la última página”, escribe Didi-Huberman en el comienzo del ensayo que acompaña su propio atlas, y está claro que el principio-atlas busca otra forma del saber, explosiva y generosa, que no se funda en la tradición platónica de la idea purificada de las imágenes, ni en sus versiones modernas en las que las cosas encuentran sus explicaciones en razones y causas, sino que “hace saltar los marcos” en un centelleo caleidoscópico. El atlas que persigue Didi-Huberman apuesta a una heterogeneidad esencial que no quiere sintetizar con las certezas de la ciencia o los criterios convencionales del arte, ni clasificar como el diccionario o la enciclopedia, ni describir exhaustivamente como el archivo, sino descubrir con la imaginación, baudelerianamente, “las relaciones íntimas y secretas de las cosas, las correspondencias, las analogías”, hacer historia materialista con los restos y desechos del “trapero” como quería Benjamin, subvertir la separación secular entre lo inteligible y lo sensible como quería la “gaya ciencia” de Nietzsche.
El modelo privilegiado de esa “mirada abrazadora” que abre la historia del arte a un torbellino de tiempos y espacios es, como queda claro en el comienzo, el Atlas Mnemosyne de Aby Warburg, “obra maestra paradójica y testamento metodológico” para Didi-Huberman. En 1924, a poco de abandonar la clínica Bellevue a orillas del lago Constanza después de varios años de tratamiento psiquiátrico, Warburg empezó a componer su serie inacabada de paneles móviles de láminas, montadas sobre fondos negros y luego fotografiadas, en la que esperaba exponer el conglomerado de relaciones que observaba en las imágenes, las migraciones de formas, motivos y gestos que atravesaban fronteras políticas y disciplinares desde la Antigüedad hasta el Renacimiento e incluso hasta el presente. Sumergido entre 1924 y 1929 en los más de 65.000 volúmenes de su biblioteca interdisciplinaria, iluminado con la experiencia antropológica directa de 1895 en el desierto de Nuevo México, trastornado y recuperado de los horrores de la Primera Guerra y la psicosis que lo recluyó durante cinco años, Warburg concibió su Atlas como un combate contra la clausura del nacionalismo cultural exacerbado por la guerra y la asfixia de la ortodoxia dogmática. En un rapto después de la locura se le reveló una forma del pensamiento por imágenes, cuadros proliferantes de constelaciones permutables (para el maníaco no hay nada definitivo) en los que fluyen las polaridades, las antinomias, las supervivencias fantasmales de otros tiempos que anidan en las imágenes: “historias de fantasmas para adultos”, solía llamarlas, que no buscaban alcanzar la unidad ni la totalidad sino crear un protocolo experimental que mostrara cómo actúan las imágenes. Para desplegar esas discontinuidades del tiempo y la memoria hacía falta una “mesa de encuentros”, un dispositivo nuevo de colección y exhibición que no se fundara en la ordenación racional ni en el caos de la miscelánea, y un principio capaz de descomponer y recomponer el orden del mundo en “planos de pensamiento”, para que así dispuesto y recompuesto recuperara su extrañeza. Eso es el Atlas Mnemosyne, una forma de conocimiento por montaje, próximo a las experiencias contemporáneas de los collages cubistas, las cajas de Duchamp y el cine de Eisenstein, pero también al pensamiento por constelaciones de Benjamin y Bataille, siempre que se agregue el carácter permutable de las configuraciones alcanzadas que lo vuelve pensamiento dinámico: un “aparato para ver el tiempo actuando en las palabras, las imágenes y los gestos humanos” para Didi-Huberman, una “historia del arte en la época del cine” para Agamben, que prefigura, se diría, la historia de la cultura desterritorializada que hoy podría desplegarse en el éter de la web.
La herencia formal de ese dispositivo atraviesa el paisaje del arte contemporáneo, desde los atlas literales de Alighiero Boetti y Richter a las “mesas” fotográficas de Robert Rauschenberg, Hanne Darvoben o Sophie Calle, interpretados a menudo según la lógica del archivo. Pero la economía del atlas de imágenes, advierte Didi-Huberman, es otra: a diferencia del archivo que necesariamente lo antecede, elige un momento dado, apunta a un argumento y procede por cortes violentos para exponer las diferencias. Porque lo que cuenta en el Atlas Mnemosyne finalmente son los detalles entrecortados de la observación, portadores de singularidades históricas, y sobre todo el intervalo que crea la tela negra entre tiempos y sentidos. Más que el paraguas y la máquina de coser, para usar la célebre imagen de Lautréamont, la mesa de disección que hace posible el encuentro. “El buen dios habita en los detalles”, decía Warburg; “El buen dios”, reformula Didi-Huberman, “habita en el intervalo”. La memoria inconsciente es la gran montajista que reúne los detalles y trabaja en los intervalos de los campos, y de ahí el “Mnemosyne” del Atlas que Warburg, siguiendo a Freud, había grabado en la entrada de su biblioteca.
Dispar, móvil, heterogéneo, proliferante, impuro, abierto, inagotable, ¿el atlas es finalmente un método fiable para la historia del arte? Es lo que se pregunta Didi-Huberman hacia el final de su extraordinario ensayo sobre la obra de Warburg, La imagen superviviente. No hay discurso del método en el Atlas sino más bien una invitación a sumergirse en un tiempo y un lugar sin fronteras, a veces negro como el fondo del océano, ya no el espacio imaginario de utopías que consuelan sino el de una heterotopía que amenaza e inquieta. De ahí que en el epílogo del ensayo, una ofrenda del pensamiento crítico y la sensibilidad poética al maestro Warburg, Didi-Huberman lo distinga del investigador detective y el cazador de trofeos, y lo compare con el “pescador de perlas” que se sumerge en el océano. Un día el pescador encuentra una perla, cree haber descubierto el significado del mar en su trofeo, la guarda en una vitrina y la cataloga con una ficha que cree definitiva, sin sospechar que la perla encierra un misterio bien diferente. Al tiempo comprende que no la ha mirado con atención y descubre sorprendido que la perla, como en los versos de Ariel de La tempestad, es en realidad el ojo de su padre muerto. La cuestión lo obsesiona y decide volver a sumergirse. Comprende entonces que los tesoros del mar son infinitos y que el medio mismo en el que nada, no los tesoros endurecidos por el tiempo sino el flujo, el entre-dos que pasa entre perlas y corales, es lo que cuenta, lo que ha transformado en perlas los ojos de su padre. “Imagino a Warburg penetrando cada mañana en el dédalo de los estantes de su biblioteca”, escribe Didi-Huberman, “con la sensación del pescador que se sumerge en los fondos marinos. Es como si, cada vez, el flujo del océano hubiese recobrado su poder sobre todas las cosas, y redistribuido, aunque fuese desplazándolas ligeramente, las perlas, los corales y todos los demás tesoros posibles.”
Es ese flujo lo que Didi-Huberman quiere ofrecer en las salas del Reina Sofía, una versión, una interpretación musical del Atlas de Warburg, para que el espectador pueda a su vez componer la propia, sumergirse en el océano de las imágenes, y convocar buceando en su propia memoria y en los intervalos las supervivencia de otras imágenes. Si uno se entrega al flujo, sucede: el tiempo y el espacio se trastocan y la colección se expande. El atlas de Didi-Huberman es quizás excesivamente franco-alemán-norteamericano (no hay agenda políticamente correcta en la “mesa de encuentros” de la memoria inconsciente), pero si el mundo se amplía, bien cabrían, por ejemplo, el Archivo líquido del mexicano Carlos Amorales, un repertorio de cientos de imágenes vectoriales compuestas con fotografías, figuras de la iconografía popular mexicana, el cómic, el grafiti o los videojuegos, con las que es posible recomponer el postapocalipsis del paisaje urbano, o las Mesas de trabajo de Gabriel Orozco, colecciones móviles y cambiantes de hallazgos y esculturas en proceso que se acumulan sobre la mesa como cuadernos de notas en tres dimensiones sobre la naturaleza siempre extraña de las cosas, o los Everything de Guillermo Kuitca, en los que una filigrana laberíntica de rutas alerta sobre la omnipresencia apabullante del Imperio. Por analogías o correspondencias vuelven los cientos de objetos del Parque que Leopoldo Estol construyó alguna vez como un atlas del mundo postindustrial recompuesto a partir de sus desechos, el amasijo de tiempos y formas que Adrián Villar Rojas montó en un océano de escombros en el mismo subsuelo, o la sucesión de imágenes y relatos con los que Guillermo Faivovich & Nicolás Goldberg quieren volver a contar la historia del cosmos y el mundo a través de un meteorito partido al medio.
Tienta, hacia el final del recorrido, leer el Atlas del infinito Borges –¿lo habíamos leído?– que está en una de las vitrinas de la muestra, un libro “sabiamente caótico” hecho de imágenes de lugares y breves textos, en el que un tótem canadiense y la tierra imaginada durante un viaje en globo, conviven con la cortada Bollini, la escultura gigante de un botón en una plaza de Filadelfia, el aliento real de un tigre, y una brioche de una panadería parisina. En uno de los textos más breves del conjunto, “El desierto”, Borges recuerda una escena en Egipto: “A unos trescientos o cuatrocientos metros de la Pirámide me incliné, tomé un puñado de arena, lo dejé caer silenciosamente un poco más lejos y dije en voz baja: ‘Estoy modificando el Sahara’. El hecho era mínimo, pero las no ingeniosas palabras eran exactas y pensé que había sido necesaria toda mi vida para que yo pudiera decirlas”. En el Atlas Mnemosyne que uno ya está componiendo mientras lee –atlas personal de la memoria, del arte contemporáneo, o de una América Latina de fronteras lábiles–, la foto y el texto de Borges se recortan sobre un fondo negro junto a una imagen en la que el gesto borgiano y el del titán mitológico se multiplican en Cuando la fe mueve montañas, la hazaña patafísica del belga-mexicano Francis Alÿs, que convocó a unos quinientos paleadores voluntarios para que desplazaran una duna de las afueras de Lima unos centímetros. “Un hecho mínimo” para Borges, “máximos esfuerzos, mínimos resultados” para Alÿs. Poco importa si Alÿs leyó el texto de Borges. “Los pensamientos pasan las fronteras”, escribió Warburg, “libres de derechos de aduana.” “Saber / como / profecía”, escribió también en un manuscrito que acompaña la elaboración del Atlas, como si en el dédalo de paneles fuese a la vez posible ver síntomas de las tormentas de la historia, los desastres del presente, los deseos del porvenir. Puede que en el montaje y desmontaje de imágenes de algún atlas alcancemos a entrever los “incendios venideros”, reunir las dos mitades de un meteorito, modificar el Sahara, mover montañas.
Imágenes [en la edición impresa]. Anónimo romano, Atlas (ca. 49), Museo Reina Sofía, p. 16; Aby Warburg, Atlas Mnemosyne (Panel 42, 1929); Bruce Nauman, Henry Moore atado y condenado al fracaso (1970); August Sander, Albañil (1928); Arthur y Vitalie Rimbaud, Atlas geográfico recortado (1870), p. 18; Marcel Broodthaers, Atlas (1975); Harun Farocki, Transmisión (2007); Thomas Geve, Peligros y terrores en CC (1945), p. 19; Faivovich & Golberg, El Taco en Max Planck, 1965. Estudios preliminares antes de la operación de corte, del libro The Campo del Cielo Meteorites Vol. 1 (2010), p. 20.
Lecturas. El catálogo de Atlas. ¿Cómo llevar el mundo a cuestas? que incluye el ensayo introductorio de Georges Didi-Huberman aquí citado fue publicado por el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía en Madrid, 2010. Algunas citas provienen de La imagen superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg (Madrid, Abada Editores, 2009). En ocasión de la muestra, Akal editó por primera vez en español el Atlas Mnemosyne de Aby Warburg (Madrid, 2010). Más sobre Aby Warburg en Ante el tiempo de Georges Didi-Huberman y La curación infinita. Historia clínica de Aby Warburg de Ludwig Binswanger y Aby Warburg, ambos editados por Adriana Hidalgo (Buenos Aires, 2006-2008 –edición aumentada– y 2007, respectivamente). También Historia, arte, cultura. De Aby Warburg a Carlo Ginzburg, de José Emilio Burucúa (Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2002), un pionero de los estudios de Warburg en lengua española.
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