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Colección de colecciones

ARTES

 

Independiente, afanoso de totalidad, todo coleccionista libra una pequeña lucha contra el caos y el consumo. De la literatura a la plástica, de la fotografía al cine, la colección se define cada vez más como un nuevo medio “sin medio”: un artefacto que anuda imagen, letra y materia, completo en sí pero abierto a lo que escapa a la representación.

 

Entre los coleccionistas célebres, el poeta y artista belga Marcel Broodthaers ocupa un lugar de raro privilegio. Es el prototipo más acabado de la especie y su doble irrisorio, su versión más ambiciosa y su parodia sutil, su genio imbatible y su clown.“La singularidad condena a la mente a la monomanía”, dijo alguna vez y, consecuente con esa confianza en la variedad, proyectó una empresa absurda y monumental, un museo ficticio de águilas, representadas o reproducidas en todos los medios imaginables. En sólo cuatro años, sin embargo, Broodthaers completó su portentoso repertorio en el Museo de Arte Moderno, Departamento de Águilas, una colección de colecciones, un catálogo completo de medios contemporáneos, un manifiesto y una boutade colosal.

Clasificados escrupulosamente en doce secciones dignas del enciclopedista chino de Borges (Siglo XIX, Siglo XVII, Siglo XIX b, Figuras, Cine, Documental, Finanzas, Arte moderno y Publicidad…), cada uno de los cientos de objetos, figuras y textos, pinturas, esculturas y grabados originales, diapositivas, películas y videos de la colección se identificaba con un número y un cartel con un único texto:“Esto no es una obra de arte”. Para la primera sección, “Siglo XIX”, inaugurada en setiembre de 1968, Broodthaers reunió en su estudio de Bruselas una pila de cajones vacíos, postales de obras de artistas franceses del siglo XIX y una proyección de diapositivas. La “Sección de Figuras (El águila desde el Oligoceno hasta el presente)”, la más nutrida del Museo, incluía más de trescientos objetos entre pinturas de grandes maestros y botellas de cerveza, joyas y etiquetas de cigarros, iluminaciones y avisos publicitarios, tiras cómicas y monedas, esculturas precolombinas y emblemas militares, prestados por colecciones públicas y privadas y reunidos esta vez en el museo estatal de Düsseldorf. En la Feria del Libro de Colonia del 71, la “Sección Finanzas” anunció la quiebra del Museo y, en la Documenta del 72, la “Sección Arte Moderno y Publicidad” decretó su clausura definitiva mediante una instalación de fotografías, placas, catálogos y documentos, incluida una carta que explicaba los motivos del cierre: gracias a la colaboración de Documenta, el Museo había perdido su “forma solitaria y heroica”, se acercaba a otra “al borde de la consagración” y era lógico, por lo tanto, que “se redujera a puro aburrimiento”.

Con toda su ironía duchampiana, sus paradojas visuales herederas de Magritte y su ingenio conceptual, el Museo es ante todo una respuesta política a la mercantilización del arte en el museo y al poder clasificatorio y regulador de las instituciones oficiales. “Con la clarividencia astuta del materialista”, escribe en el 87 uno de sus primeros críticos, Benjamin Buchloh, “Broodthaers anticipó, a mediados de los 60, la completa transformación de la producción artística en una rama de la industria cultural, un fenómeno que sólo ahora empezamos a reconocer”. No fue la única premonición certera del Museo. En su colección ecléctica de medios, anticipaba también el fin de la pureza esencialista del arte moderno. El águila, convertida en máximo principio organizador de la colección, desestimaba la especificidad de cada una de las artes individuales y las nivelaba en un único sistema de pura equivalencia e intercambio, evidente en la clasificación arbitraria de la colección, los cartelitos de “Fig. 1”, “Fig. 2”,“Fig. 0” o “Fig. 12” con los que se identificaban objetos, a veces grupos de objetos de diversos medios, e inclusive, en la “Sección de Cine”, la pantalla en la que se proyectaban las películas. Verdadera implosión de las taxonomías clásicas, el Museo dislocaba todas las definiciones convencionales, incluidas las del curador y el artista, y anunciaba una nueva era que fermentaba ya en otros campos. Al tiempo que el posestructuralismo deconstruía los límites entre interior y exterior de la obra de arte, entre saberes y disciplinas autónomas, y el situacionismo o los Fluxus promovían desvíos y formas intermediáticas, las águilas de Broodthaers, sobrevolando las doce secciones del Museo sin hacer distinciones entre medios específicos, vaticinaban un futuro inminente pródigo en mezclas en el que las instalaciones y los mixedmedia invadirían la escena del arte.

Es que el coleccionista, Walter Benjamin lo vio con claridad, tiene algo de vidente profano o de fisonomista, capaz de interpretar el destino de las cosas: “Basta verlo acomodar sus objetos en la vitrina. En cuanto los toma entre las manos parece inspirarse, ver a través de ellos a la distancia, como un augur”. Broodthaers, se diría, es un avatar artístico de ese tipo humano que Benjamin veía extinguirse en el reinado rampante del consumismo burgués. Contratipo perfecto del simple consumidor, el “verdadero coleccionista” arranca los objetos de su contexto y su función habitual, los dispone con otros de su clase con los que guarda una nueva e íntima relación, los libera de la tiranía del uso o la mera acumulación y los rodea de un “círculo mágico” en una nueva completud. No es un creador en el sentido estricto y sin embargo, en los objetos hallados, vaciados de su utilidad y entregados a un nuevo principio de organización formal y personal, recupera su valor estético en una nueva serie que lo expresa, como un teatro pacientemente montado de su interioridad. Adueñándose de sus hallazgos, tocándolos y disponiéndolos en la colección, se enfrenta a la dispersión y el desorden del mundo con un nuevo orden, un desorden productivo que lo acerca a las cosas y a su historia como una memoria práctica. De ahí su gusto por lo démodé. En los objetos fuera de moda, en las técnicas al borde de la obsolescencia, ve brillar un último destello de la dimensión utópica que alguna vez alentaron.

Con su Museo ficticio de reproducciones de Ingres y Courbet, sus películas de Chaplin y sus panoramas, sus viejos cómics y sus águilas embalsamadas, Broodthaers evoca sin duda al coleccionista benjaminiano. Mira al pasado, es cierto, pero es también un signo de nuestro tiempo. Encarna a un nuevo tipo de artista que se opone a la tiranía de los medios y a las clasificaciones impuestas por las instituciones y el mercado del arte.“La ficción”, se lee en uno de los comunicados de prensa de la “Sección Publicidad” del Museo, “permite aprehender la realidad y también lo que ella oculta”. Y es que, de todos los medios que conviven en el Departamento de Águilas, la ficción parece ser el medio maestro que organiza la colección y la distancia de los museos oficiales. También en esa confianza, Broodthaers anticipaba a un nuevo tipo de artista: el artista como coleccionista en la era posmediática. Tiene algo de ave, hormiga, niño o viejo, coleccionistas innatos y artistas ocasionales.

 

 

La ficción, si vamos al caso, es el medio maestro que anima la colección de Eduardo Carrera en Salud, uno de los ciento cuarenta libros de fotos de autor que el Espacio Ecléctico reunió en una “feria” en agosto de este año, convocatoria abierta y democrática, alternativa a las cribas más sinuosas de museos y galerías de arte. El fotógrafo como coleccionista abundaba entre las muestras portátiles, como si la serie hubiese desplazado a la foto única como formato por default de mucha fotografía contemporánea. Pero la colección de Carrera se apartaba sutilmente del puro serialismo fotográfico. En Salud, la ficción reúne imagen y texto en un único relato (¿autobiográfico?) que descree de las consabidas valoraciones comparadas. Unas treinta fotos y unas mil palabras recuperan la melancólica historia de un tío,“el Conde”, mezcla de aventurero, embaucador, bon vivant, coleccionista y dandi, malogrado a los cincuenta años en un hospital psiquiátrico. Los títulos de los breves capítulos con los que Carrera organiza la narración (una clasificación arbitraria que intenta cubrir una vida inabarcable: Salud, Título [de Conde], Infancia, Chaco, Botellas, Foto, Calle, Invisible, Final), acuerdan pero no siempre coinciden con la serie errática de momentos capturados por las fotos halladas y retrabajadas, y las fotos agregadas. De un viejo Super 8 casero, convertido a video y fotografiado en la televisión, por ejemplo, Carrera extrae una serie extraordinaria de imágenes en las que “el Conde” niño, escuálido y frágil entre otros chicos, corre en la playa, se acerca a la cámara siempre a un costado del cuadro, y revive finalmente, resucitado por una cadena mediúmnica de formatos obsoletos vivificados. Como el viejo Ford que se ve al fondo, y la cámara Super 8 que lo filma,“el Conde” mira al futuro, con un destello de confianza en el porvenir, que se recupera intacto en la última imagen, donde sonríe antes de salir del cuadro. La distancia entre el objet trouvé de las fotos familiares desviadas y las delicadísimas fotos de autor tomadas con una vieja cámara de placa (una botella de Pepsi con flores marchitas, unos pares de gemelos, una vieja cubetera y un vaso de whisky, la escopeta con la que “el Conde” amenazaba suicidarse, el detalle de una carta) se diluye en el conjunto, hasta crear un único tiempo fuera del tiempo (la “loca verdad” del “Esto ha sido” convertido en “Esto es”, diría Barthes) que la fotografía agrega a las palabras. Hay fotos a las que alude el texto que no se reproducen y momentos que la foto captura y el texto sabiamente elude: el desorden y la inadecuación hablan en varios lenguajes de la imposibilidad de reconstruir el pasado, pero la colección, pacientemente dispuesta en las páginas, le da al conjunto una completud inesperada. Una suerte de desorden productivo, escribió Benjamin, es el canon del coleccionista y de la memoria involuntaria.

 

 

También en Bonanza, el primer documental de Ulises Rosell, el desorden habla. La acumulación caótica, más bien, ley natural del pequeño imperio ruinoso que Norberto “Bonanza” Muchinsci comparte con sus dos hijos, en algún lugar de la provincia de Buenos Aires. Vaciadero de chatarra, gomería, depósito y vivienda familiar, improvisado aviario, serpentario y acuario, todo se reúne en el reino de Bonanza en un único espacio indiscriminado, mezcla de interior y exterior, tapera y campo, taller y cocina, obraje, pajarera, chiquero, estanque y jaula. En las antípodas de la gratuidad coleccionista, la productividad del desorden es aquí forzosamente económica, un acopio de supervivencia que lleva a acumular desechos industriales y bienes naturales apropiables para llevarlos o devolverlos al mercado: neumáticos de segunda mano, autopartes herrumbradas, pero también cotorras, mojarritas, liebres, reptiles salvajes. Todo tiene su precio en el catálogo heterogéneo de Bonanza y sin embargo, a diferencia de los inventarios meramente comerciales del mercado, cada cosa tiene un valor agregado, la historia de cada hallazgo. Basta verlo a Bonanza mostrando sus tesoros entre la chatarra: un diferencial (“De la Volkswagen alemana, modelo 55, ya no hay más”): seiscientos dólares; una caja de velocidad (“De la Volkswagen, nueva, cayendo el novio”): seiscientos, setecientos dólares. O exhibiendo orgulloso una yarará que acaba de “cazar”, o cortándoles las alas a las cotorras que ha arrancado de sus nidos o ha trampeado con “pega” en un alambrado, para después disponerlas en el ordenado desorden de sus correspondientes frascos y jaulas. ¿Coleccionismo de supervivencia? ¿Museología del desecho? ¿Zootecnia de la necesidad?

En el país de los cartoneros, cualquier analogía entre recolección de desechos y colección, entre cirujeo y bric-à-brac roza la inmoralidad. Pero es la mirada de Rosell, enamorada de la lógica secreta de lo que ve, la que colecciona y convierte la acumulación caótica de Bonanza en principio formal. El paciente acopio de imágenes durante cuatro años rodea ese mundo heteróclito con un “círculo mágico”, lo aísla del flujo de imágenes convencionales de la vida marginal y lo transforma en ficción documental. El artista coleccionista, se empieza a sospechar, siente una particular atracción por cualquier forma del “desorden productivo”donde leer un destino. Es cierto que todo documentalista tiene algo de coleccionista, pero en Bonanza la deliberada serialidad del montaje, los planos cerrados, el ritmo ponen orden en el caos inenarrable y reemplazan a la trama: series de autos desguazados, de artilugios de caza y pesca, de animales que se rascan, de paisajes devastados, de diálogos incidentales. Se esperará en vano un suceso, un enigma o un testimonio revelador que entrame la narración; la sucesión serial es el único relato de Bonanza, orquestada delicadamente, hasta volverla natural, autónoma, fuera del tiempo y la historia. Pero ¿está realmente fuera de la historia Bonanza? En todo coleccionista se esconde un alegorista y el documental de Rosell es también una alegoría piadosa de la Argentina de los últimos años: chapoteo en el barro, ruinas, trampas, trueque, rebusques, economía terminal, restos de alguna moral (“Nunca robé nada que no sea plata”, dice Bonanza) y la módica esperanza de un batacazo, una vía de escape providencial: “Me quiero ir al Norte”, dice después, “a Puerto Dorado. Con una buena lancha, ahí, sos dueño de la verdad”. Hacia el final de la película, una serie los reúne, a Bonanza y a Rosell: una colección de fotos viejas que sobreviven de milagro en el fárrago anárquico de desechos y animales. Es la única sin precio y sin utilidad en el reino de Bonanza y quizás por eso Rosell se demora en los retratos y vuelve a ellos en los créditos finales, como si delatara por fin una secreta complicidad.

 

 

Series de figuras, objetos, imágenes, secuencias de imágenes… ¿El artista coleccionista es sobre todo un tipo característico de la cultura visual? No necesariamente. Todo escritor, si se quiere, es ante todo una clase particular de bibliófilo que escribe libros para que encuentren un lugar entre los ejemplares más preciados de su colección. De todos los modos de procurarse libros, el más glorioso es el de escribirlos uno mismo. Pero ¿qué colecciona realmente un escritor? “Lo tengo todo del coleccionista”, escribe César Aira, “la pasión por lo material, el gusto por las series y las diferencias, la insistencia: pero el único rubro que me entusiasma lo suficiente para ejercer estas virtudes es la literatura, ¿y alguien oyó hablar alguna vez de un coleccionista de ‘libros’? ‘Libros’, en general, porque la literatura se actualiza en todos, no en algunos”.

La confesión aparece en Fragmentos de un diario en los Alpes, una especie de diario desviado, catálogo más bien, de una breve estadía del escritor en los Alpes. De visita en la casa de unos amigos franceses, Aira descubre que aunque casi no hay arte en la casa (sus dueños, aclara, sienten aversión por el arte contemporáneo), su propia idea del arte “se realiza” entre las colecciones de libros de imágenes, cómics, casas de muñecas, revistas, juguetes de Tintín, bonsáis, cajitas de música, autómatas y marionetas que abarrotan el lugar. Con el mismo afán clasificador, Aira sólo consigna en el “diario” inventarios de “imágenes-objetos”, lecturas, historias oídas, todo debidamente catalogado y cuantificado (“Dos frases de Magritte”, “Dos historias de Ana”,“Cinco escenas de un libro de imágenes cambiantes”…). Suerte de On Kawara antológico y digresivo (¿quién duda a esta altura que Aira es un artista conceptual?), la novela reduce la experiencia del viaje a esas listas razonadas de objetos, hallazgos y citas, y las envuelve en un nuevo contexto que arranca la casa toda y la estadía de la cronología insignificante del tiempo psicológico y el tiempo histórico. Característicamente, la mención de los atentados del 11 de setiembre (la única mención de un “suceso histórico”) entra en el “círculo mágico” de la novela a través de un almanaque con ilustraciones diarias de ositos, en el que los anfitriones encuentran la clave anticipada de la actualidad: “El día de los atentados de Nueva York, la semana pasada: un osito bombero yendo veloz al rescate, sobre un carro hidrante”. La colección reemplaza a la historia con la clasificación, un orden que excede la temporalidad. No es casual que el dandismo ahistoricista de Aira y su voluntad duchampiana de un arte “artefacto” lo lleven a interesarse también por una serie de medios visuales ya obsoletos “que nunca llegaron a ser arte” (los disolving views, los taumatropos) y, en la misma dirección, sin distinciones de medios, por viejos artefactos narrativos (el relato popular, la fábula) o incluso nuevas series posibles para aumentar la colección del bibliófilo exquisito: series de libros en colaboración, series de libros de escritores muertos en accidentes de tránsito y así. “Una buena excusa”, concluye, “para seguir leyendo allí donde se agotan las bibliotecas; los lectores también hacen recortes, y el placer que obtienen está en buena medida en relación directa con la habilidad con que hacen el recorte”. Herméticas series finitas, recortes, principios de clasificación: ¿qué mejor definición del lector coleccionista y, por extensión, del escritor?

Sin la autoconciencia fastidiosa de la metaficción, Aira va dejando claves dispersas del funcionamiento de su monumental continuo de “novelitas”. Los cincuenta libros o más que ha escrito desde el 75, escrupulosamente fechados con un día y un año, ¿no serán su Departamento de Águilas, o sus Date Paintings, mejor, una original colección de entradas en un catálogo secreto que narra una vida? ¿No serán su modo, ficcional y literario, de pasar el tiempo, y sustraerse a las clasificaciones genéricas, los catálogos del mercado y las grillas de la crítica? El inclasificable “continuo” de su obra, ¿no será una profusa colección de “libros, en general” en la que espera que la literatura, su literatura, se “actualice”? Informe, desatinado, desopilante… Agreguemos un calificativo a la lista: Aira, nuestro escritor coleccionista.

 

 

Pero la colección, ¿siempre reemplaza a la historia con un orden que excede la temporalidad? No es lo que cree Virginia Giannoni, coleccionista de más de cuatro mil recordatorios de familiares de detenidos desaparecidos durante la dictadura militar, publicados en Página 12 desde el 88, recortados, rastreados y escaneados durante años, sin ninguna vocación estética ni mandato familiar. El desorden de los más de cuatrocientos avisos con los que tapizó una sala del Centro Cultural San Martín en setiembre de este año obedece en todo caso a la memoria voluntaria. Mausoleo alegórico, antología de poesía lapidaria, restitución simbólica de nombres escamoteados por la lógica siniestra de la “desaparición”… ¿Qué significaría completar esta colección? Cada uno de los recordatorios lleva una foto, un nombre, una fecha, una cita de un poema o una frase de los familiares, a veces una carta. Frente a la grilla geométrica del tapiz, la mirada va y viene desde las fotos a lo que dicen los poemas o mensajes, y antes de decidir dónde se cuentan las crípticas tragedias (si en las sonrisas juveniles de las fotos, en el lirismo seco de los poemas o en la combinación de nombres y fechas), sobreviene ese pudor con el que miramos fugazmente a los muertos con miedo a una demora morbosa. El “vértigo taxonómico” del que habla Perec se hace otra clase de vértigo (¿histórico?) y el que mira se descubre tratando de aplacarlo con algún principio de orden que sofoque la multiplicidad luctuosa, clasificando compulsivamente la nómina por fechas (76, 77, 78…), por edades (19, 22, 40 años, cinco, seis, cuatro meses), por profesiones (arquitectos, periodistas, estudiantes, sociólogos, abogados, delegados sindicales, médicos, profesores…), por los autores de las citas (Neruda, Benedetti, Gelman, Viglietti,Vallejo, Huidobro, Tuñón, Orozco, Pizarnik, Celan, Nietzsche…), por los centros clandestinos de desaparición en que fueron vistos por última vez, por parentescos de los firmantes (hijos, padres, abuelos, hermanos…), por las fotos que los recuerdan (instantáneas de verano, fotos de casamiento, fotos carnet…), como si clasificando se pudiera aplacar el horror de la historia, desentrañar su lógica, evitar que, en la recurrencia cíclica de las series, se repita. Pero no hay orden que aplaque el vértigo del tapiz de Giannoni; su colección de poesía y foto, única en el mundo, es de una oprobiosa excepcionalidad.

 

 

En 1964, mucho antes de concebir su Museo, Marcel Broodthaers anticipó su creciente desconfianza en la autonomía esencialista de las artes en una obra curiosa: pegó una pelota de goma y las copias no vendidas de su último libro de poemas a una base de arcilla y le dio al paradójico conjunto el nombre del libro, Pense-Bête. Al tiempo que aniquilaba su poesía, aumentaba la cualidad plástica del nuevo artefacto y señalaba la dialéctica constitutiva de su obra futura. Quien sólo quisiera leer el libro de poemas, destruiría la escultura. No es una indicación menor para el lector y el espectador del arte actual. La palabra y lo visible se confrontan, se anudan, se distancian y se vuelven a enlazar en nuevas ficciones impuras que presentan en lugar de representar, se traman con nuevos principios formales que dan al conjunto una opaca y precaria completud que cabe al observador descifrar.“Pensar”, escribió un filósofo docto en repeticiones y diferencias, “es inventar cada vez el entrelazamiento, lanzar cada vez una flecha desde uno mismo al blanco que es el otro, hacer que brille un rayo de luz en las palabras, hacer que se oiga un grito en las cosas visibles”. La recomendación vale también para el crítico en la era posmediática, augur profano en el rutilante bazar de la novedad.

 

 

Imágenes [en la edición impresa]. Marcel Broodthaers, Museo de Arte Moderno, Departamento de águilas, Sección de figuras, 1972, Kunsthalle, Düsseldorf; Sección de figuras (detalle), 1972, p. 7. Eduardo Carrera, Salud, Apuntes para una biografía (detalle), ejemplar único, 2003, pp. 8 y 9. Bonanza de Ulises Rosell, 2001, p. 10. Marcel Broodthaers, Pense-Bête, 1964, p. 12.

Lecturas. La referencia a Marcel Broodthaers como coleccionista y precursor de la era del posmedio es apenas una síntesis del iluminador ensayo de Rosalind Krauss “A Voyage on the North Sea”. Art in the Age of the Post-Medium Condition (Nueva York, Thames and Hudson, 1999). Imposible pensar el coleccionismo y la clasificación sin volver a los textos clásicos de Walter Benjamin, sobre todo su “Desembalo mi biblioteca (Discurso sobre la bibliomanía)” (Punto de Vista 26, abril, 1986) y la sección “The Collector” de The Arcades Project (Cambridge, The Belknap Press of Harvard University Press, 1999), citados o glosados abundantemente en este artículo. También se citan Pensar/Clasificar de Georges Perec (Barcelona, Gedisa, 1986) y “La colección, paraíso del consumo” de Susan Stewart, incluido en este número de OTRA PARTE. La última cita pertenece a Gilles Deleuze y es de su Foucault (Barcelona, Paidós, 1987). Fragmentos de un diario en los Alpes de César Aira fue publicado por Beatriz Viterbo (Rosario, 2002). Bonanza de Ulises Rosell (2001) se puede ver en el Malba durante el mes de noviembre.  

1 Sep, 2003
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