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Un artista intenta explicar a otro artista.
Eduardo N y yo estábamos en la vereda de un bar bebiendo cerveza, de pie al lado de una de las mesas paralelas a la calle. El tema de conversación eran las relaciones amorosas fantaseadas pero posibles y la manera en que afectaban nuestras decisiones sobre las reales. Como era de esperar surgió el tema de la masturbación. Miembros de una generación post psicoanalítica que somos, acordamos que se trata de una herramienta valiosa, pero Eduardo se aventuró a sugerir que tiene un filo oculto no inofensivo. Comenzó a decir algo pero se detuvo a mitad de la frase, como si estuviera eligiendo las palabras correctas. De pronto pareció resolver la idea con un veloz movimiento de las manos: tomó con la punta de los dedos un objeto imaginario y pareció que se lo introducía en el ojo izquierdo. Con la otra mano se lo extrajo de la boca a la vez que hacía un ademán de malestar estomacal y lo arrojó al suelo, detrás de él, con el golpe de muñeca de quien tira su chicle por lo bajo y con disimulo. Cuando nos hubimos reído un rato, N intentó una réplica paliativa a este supuesto brote conservador. Imaginé sobre mi cuerpo las líneas invisibles que Eduardo había dibujado sobre el suyo y creí entender su pensamiento. Asentí sonriente y persuadido.
Semanas después, dispuesto a escribir este texto sobre sus dibujos a lápiz, lo visito en su taller en el Abasto. Eduardo cierra la puerta que da al patio para evitar que entre el gato. Es un animalito muy elegante que por la estricta escala de grises de su pelaje parece importado de una película en blanco y negro.
–Se dio cuenta de que estoy por irme de viaje y me está haciendo pis sobre los dibujos –se explica, y yo recuerdo mi visita anterior, cuando me mostró unos estudios de papeles untados con mostaza, mayonesa, fluidos corporales… Al cabo de un tiempo todas esas manchas tienden a la misma tonalidad ocre-rojiza. Pero proteger sus dibujos del pis del gato no implica una contradicción significativa: Eduardo es un artista ordenado y riguroso; en el taller todo está en su lugar, hay obras previas bien embaladas en láminas de plástico con burbujas y los pisos están bien barridos. En la cocina hay muchos tipos de cereales, y cada uno tiene su frasco.
Nos sentamos en el suelo y empezamos a mirar una gran serie de dibujos hechos sobre hojas de papel A4 que llenan varias carpetas de folios. Eduardo entrecierra los ojos, concentrado en una de las imágenes:
–En esta época trataba de hacer lo más raro posible, cuanto más raro mejor.
Me acuerdo de cuando empecé a escuchar en clínicas y muestras la palabra “deforme” para referirse a una característica de ciertos trabajos. Luego pasó a ser un modo de describir una intensidad y al fin se volvió una muletilla, una alternativa cool a decir que algo era “interesante”. Siempre asocié la obra de Eduardo con la motivación original y legítima de interesarse por lo deforme; sin embargo él casi nunca usa ese término. La palabra “raro” es muy general, nunca podría estar de moda. Nunca podría tener una acepción consensuada. Es abstracta.
Y así son estos dibujos: abstractos dentro de la figuración. Los objetos representados y sus interrelaciones no son arbitrarias ni obvias; parecen un diagrama descontextualizado, un chiste sin su punchline, profundas reflexiones sobre las sutilezas de lo cotidiano. A Eduardo le gusta dibujar autos, herramientas, personas, animales domésticos. El trazo es literal, sin efectos, como una escritura. A menudo, si se trata por ejemplo de un hombre rascándose la cabeza, da la impresión de que él dibujase primero la posición del hombro y la de la mano, y el brazo que los une fuera sólo dos líneas que completan el gesto, sin huesos, sin codo, sin músculos, como un artículo que une dos palabras. Con esta economía nos hace participar del complejo y sofisticado proceso de pensamiento que es, finalmente, cada dibujo. Dibujos que acallan la mente y la azuzan para que diga alguna cosa que no tenía pensada previamente.
Muy diferentes en términos de economía son las varias instalaciones que Eduardo ha producido en paralelo a sus dibujos. Sumamente teatrales y figurativas, ofrecen al espectador un rol participativo; de hecho lo hacen protagonista de la escena. En una de ellas Eduardo organizó una “maratón anti-tabaco” (2005). Un punto clave de la pieza dependía de que aparecieran los corredores, que sólo habían sido convocados por vías publicitarias. En Colegas (2006), los artistas con quienes compartía una residencia eran invitados a canjear obra por sesiones de terapia con una psicoanalista, en un consultorio muy bien ambientado que Eduardo construyó en su taller. Fabricantes Unidos (2008) simulaba ser una fábrica artesanal de budines oculta en un estrecho entrepiso en las profundidades de una galería comercial del Once. Estaba construida de un modo hiperrealista, con una sala de recepción amueblada, cocina con utensilios, cronogramas, sala de embalaje, horno, budines a medio hacer, ceniceros. Pero a diferencia de la ruidosa galería de la planta baja, en la fábrica no había nadie trabajando. No parecía abandonada: los objetos estaban dispuestos como habrían estado poco después de que los empleados hubieran tenido que salir por una emergencia en plena actividad laboral. El público que visitaba la instalación ocupaba el puesto de los fabricantes. Era el cuerpo del espectador, al encontrarse recontextualizado de tantas maneras a la vez, el que producía el sentido que los budines a medio decorar, duros e incomibles no poseen.
–Me gusta mucho una escena de La naranja mecánica donde a Alex, el protagonista, le hacen un test psicoanalítico –dice Eduardo mientras siguen apareciendo carpetas con dibujos–. Alex está en la camilla de un hospital, y una enfermera le muestra una filmina donde hay dibujados una ventana rota, un serrucho y un tipo sentado en una reposera. Le piden que explique la escena y él dice: “…Eh… había una mujer, la mató con el serrucho y como en el jardín quedaba feo la tiró por la ventana adentro de la casa y ahora está descansando…”.
En realidad las láminas de la escena son más simples de como él las recuerda, y las respuestas un poco más ingenuas, aunque igual de violentas (www.youtube.com/watch?v=70Ept3eukV8).
En su ficción, las imágenes que aparecen en la película de Stanley Kubrick están al servicio de una ideología institucional represiva. Habilitan al examinador a endosarle al paciente un diagnóstico y tratamiento. Como en las instalaciones, en los dibujos de Navarro el sentido de la imagen también lo debe producir el espectador, pero de una manera muy poco conductivista. El artista no controla el escenario planteado desde una intencionalidad; el escenario lo confunde quizás a él más que a nadie. En ese “raro” que mencionaba el artista hay un campo de subjetividad compartida misterioso y anárquico. A priori, es imposible para el dibujante saber si está poniéndose en evidencia o revelando algo sobre la mirada del otro. En las láminas de la película hay globos de diálogo vacíos para ser completados con la libre asociación. En los dibujos de Eduardo son innecesarios: los planos de papel blanco delimitados por las líneas de grafito cumplen esa función sin caer en la condescendencia.
En el fondo de una de las cajas aparece un sobre con algunos dibujos (seleccionados) de su infancia. Eduardo saca dos y me los muestra, explicándome que los hizo cuando tenía cuatro o cinco años. En el primero, un avión surca el cielo. A la derecha hay unos edificios y clavado en el pasto, en el centro de la página, hay un cartel que dice: Busco socio. ¿Podrá ser que ya de tan chico intuyera la importancia trascendente de suscitar una complicidad entre el objeto de arte y el que lo mira? En el otro hay una capa de nubes negras con una ciudad debajo, y un hongo gigante con una puerta y una moto. La franja de cielo que separa las nubes y el suelo está salpicada con cortos trazos de marcador marrón-ocre orientados en todas direcciones.
–Este lo titulé “Lluvia de caca”. Es más que nada la idea de una nube de caca, o la idea de que la caca al salir tiene forma de nube, y se va al cielo y llueve. Es como un Apocalipsis juvenil: lloverá caca durante cuarenta días y treinta y nueve noches; el arca de Noé contra la caca. La caca es lo opuesto a una metáfora, no es como decir “Lloverá sangre”; lluvia de caca es lluvia de caca.
Con esta reflexión sobre la naturaleza tautológica de las deposiciones terminó nuestra conversación, porque la profundidad de la noche y otras cosas nos habían intoxicado y no pudimos parar de reírnos hasta que fue demasiado tarde.
Imágenes [en la edición impresa]. Eduardo Navarro, Hermanas y Houston (2008), dibujos en lápiz sobre hoja A4.
Carlos Huffmann (Buenos Aires, 1980) participó de varios talleres de artistas argentinos y estudió en el California Institute of the Arts (CalArts). Desde 2001 expuso en numerosas muestras nacionales e internacionales.
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