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Crónicas sobre Appetite.
En 2005, hace casi diez años, cuando todavía el kirchnerismo peleaba con Eduardo Duhalde bancas de senadores, una aspirante a artista se reunía en bares con otros aspirantes a artistas para leerles los manuales de marketing sobre los que iba a basar un proyecto. A falta de una mejor opción, tomaría la forma de una galería. “Lo importante es que la galería tenga una identidad, una gran masa de símbolos relacionados que la identifique”, decía, citando a media lengua los manuales de grandes casos empresariales que publicaba La Nación. “No hay que olvidar”, parafraseaba con los libritos sobre la mesa, la mano apoyada sobre ellos como si estuviese jurando, “que el objetivo primario de una galería es la venta, y hacia allí tenemos que ordenar nuestros esfuerzos”.
Las credenciales de Daniela Luna eran escasas. Había pasado unas dos horas en la Pueyrredón y tres años estudiando marketing en una universidad privada, según declaraba en la catarata de entrevistas que le hicieron hacia 2007. Ensayando poses eróticas cuando se enfrentaba a las cámaras, con un vestuario tan pequeño como ceñido, el modelo de artistagalerista de Daniela Luna se distanciaba en igual medida de las señoras de doble apellido que vendían obras en los barrios altos de Buenos Aires y de los modelos autogestionados de años anteriores. Pero era sobre todo el campo semántico desplegado alrededor de la empresa lo que la diferenciaba de sus antecesores. Sin explicitarlo nunca, Luna trabajaba en contra de esa vieja historia que se repite una y otra vez en los proyectos de jóvenes: el mito de la pureza, el deseo de un proyecto que venga a reponer lo más genuino e incontaminado dentro de una escena que ha sido cooptada, la rosa en la basura a la que sucumbió incluso el punk.
Que semejante discurso haya congregado a una veintena de artistas es sorprendente. Y sin embargo, durante los primeros años Daniela Luna se rodeó de un grupo que incluía a Marisa Rubio, Marcelo Galindo, Mauro Guzmán, Fabio Risso, Luciana Lamothe, Nicanor Aráoz, Ariel Cusnir, Verónica Gómez, Rosa Chancho y Martín Legón, entre otros. Claro que, para 2005, todos ellos eran, como se decía, “artistas emergentes”, es decir, rondaban los veintitantos años, no tenían galería, no tenían muestras, sus talleres (si es que los tenían) mostraban una producción incipiente a nadie, porque ni curadores ni coleccionistas ni espectador alguno pasaban por allí. Sus contactos con el mundillo del arte eran tan escasos que, en su mayoría, ni siquiera se conocían entre ellos. Lo que los habilitaba a llamarse artistas era, más que nada, su deseo de serlo en algún momento.
Rodéate de personas más inteligentes que tú
(Cita # 2. “Howard Schultz. 20 citas que revelan cómo el CEO de Starbucks logró el éxito”, Business Insider Magazine).
Parece ser que los primeros que trataron con Luna fueron Marcelo Galindo, Luciana Lamothe y Nicanor Aráoz. Les llamó la atención porque, de repente, comenzaron a encontrársela en todas y cada una de las inauguraciones a las que iban. Nadie la conocía, ni ella parecía conocer a nadie. Llegaba sola, se acomodaba en un rincón y observaba. Empezaron a llamarla “la espía”. Con el tiempo trabaron conversación y Luna se presentó como galerista. Así que fueron a conocer el espacio en San Telmo, un barrio que en 2005 estaba tan lejos del circuito geográfico del arte como Luna de su circuito social.
La primera sede de Appetite, un local en la calle Venezuela, contaba con una sala pequeña de paredes curvas. Pero debajo de esa sala, casi duplicando sus medidas, el sótano se extendía desproporcionado. La luz del sol no parecía haber rozado sus paredes en ochenta años. Luna había pintado de colores los caños que sobresalían de los muros, pero sus esfuerzos no alcanzaban a barrer el clima de penumbra y humedad que se respiraba en la sala. Más bien, creaban un efecto de alegría enrarecida.
Rápidamente Luna incluyó a los artistas en Appetite. Esto no quiere decir necesariamente que les haya organizado muestras. Más bien, los introdujo en las conversaciones sobre cómo serían las exposiciones hasta que los propios artistas se sintieron también artífices y responsables del desarrollo de la galería. Nunca existió algo así como una plataforma democrática, pero el proyecto de Luna era poroso y dejaba que las sugerencias de los artistas se infiltrasen hasta indiferenciarse con las de ella.
No vendemos café sino experiencias maravillosas
(Cita # 4. “Howard Schultz. 20 citas que revelan cómo el CEO de Starbucks logró el éxito”, Business Insider Magazine).
En septiembre de 2005, Lamothe presentó una muestra que consistía en dos videos. La inauguración convocó a varios de los artistas que solían asistir a las inauguraciones que Luna observaba en silencio meses atrás.
Mientras tanto, en Appetite se preparaba la participación en la feria “Periférica”, que sería en noviembre en el Centro Cultural Borges. Y Appetite hizo ruido. “La gente recién empezaba a escuchar de mí. Cuando comencé a colgar las imágenes, me di cuenta de que necesitaba más acción para que mi statement sea más fuerte [sic]. Galindo empezó a hacer algunos agujeros en las planchas de durlock del stand. Le pedí entonces que los haga más grandes, hasta que logramos esos agujeros enormes que conducían a una especie de pasillo que se creaba entre el durlock y las ventanas que dan a Florida. Decidí hacerles frente a las multas por resistirnos a la autoridad y a los costos de reparación. Realmente creía que era la única y la más efectiva forma de mostrar mi punto de vista [sic]. Creamos un espacio alternativo, una zona paralela a la limpieza de toda la feria. Trajimos cerveza y música. Imprimimos flyers e invitamos a la gente diciendo que la inauguración oficial de la feria se hacía en mi stand, en ese pasillo. Se llamaba la Fiesta del agujero”, escribía Luna.
El día de la inauguración, Luna y Galindo habían dispuesto que se entregaran los flyers de la invitación a la fiesta no bien se cruzaban las puertas de la feria. “Todos pasaron por mi stand”, relata Luna en su cv de artista y curadora, en donde incluye el stand de “Periférica” como uno de sus “mayores experimentos con la fiesta”, un concepto que no le interesaba sólo por la diversión, dice, sino como “investigación social”.
Las compañías que soñamos y construimos pasan a ser algo intensamente personal: son nuestras familias, son nuestra vida
(Cita # 12. “Howard Schultz. 20 citas que revelan cómo el CEO de Starbucks logró el éxito”, Business Insider Magazine).
Pero más que de las muestras, Luna había conseguido que se hablara de ella. Su insistencia en conocer gente era casi tan escandalosa como su ropa. Solía aparecerse en fiestas o reuniones a las que no había sido invitada y, una vez allí, se dedicaba a identificar a la personalidad más influyente que estuviese dando vueltas por el lugar para pegársele el resto de la noche.
Adonde fuese, la acompañaba un atractivo tóxico. La rodeaba un charme de fiesta y trasnoche, un mal gusto meditado que mezclaba chaquetas de Louis Vuitton con las chancletas de su tía. En la misma reunión podía comentarse que había sido prostituta o copera, que venía de las finanzas, que se había colocado implantes para tener mayores éxitos de venta. Dinero, empresa y prostitución jalonaban el imaginario Luna. Otros decían que era artista pero pocos podían dar cuenta de sus obras. A pesar de su vocecita suave, Luna hablaba con convicción de Appetite, escuchase quien escuchase. A las inauguraciones, iba a trabajar. “Era una máquina”, coinciden los artistas. “Una persona concentrada”. Rápidamente entendió que, de las personalidades del arte, las más importantes eran los coleccionistas. Al poco tiempo, las inauguraciones de Appetite se habían llenado de gente con traje.
Cuenta tu historia y no dejes que otros te definan
(Cita # 6. “Howard Schultz. 20 citas que revelan cómo el CEO de Starbucks logró el éxito”, Business Insider Magazine).
Appetite empezó a ser comparada con Belleza y Felicidad. Y Luna, a pesar de sus evidentes diferencias, con Fernanda Laguna. Era una comparación corta, que sólo podía cimentarse en que ambos eran proyectos autogestionados, llevados adelante por artistas, y en que ambos proponían, si no una agenda alternativa a la de los medios e instituciones consagrados, la posibilidad de exponer formatos artísticos que no encontraban su lugar en otro tipo de espacios. Para 2007, el año en que Appetite explotaba de gente y se convertía en un must de la agenda artística, Belleza cerraba sus puertas.
Salvo contadísimas excepciones, no hubo traspaso de artistas entre una y otra. De hecho, varios de los artistas que formaban parte de Appetite habían sido rechazados, tiempo atrás, en la galería de Acuña de Figueroa. “Es cierto que Appetite no tenía nada que ver con Belleza, pero también es cierto que al principio sí. Es decir, no había mucho de la estética por la que hoy reconocemos el proyecto de Laguna y Pavón, esa idea del do it yourself, la relación con la poesía, cierta humildad con las cosas que se tenían a mano. Pero hay que decir también que para los que participamos, tuvo el efecto que supongo tuvo Belleza. Todos nos sentimos parte, llevábamos a nuestros amigos, a veces nuestros amigos exponían también y se creó una especie de comunidad alrededor de la galería”, dice Martín Legón.
Como señala Ariel Cusnir, basta pensar en los nombres de los espacios para darse cuenta de sus diferencias: “Para mí, Belleza y Felicidad y Appetite representan dos formas de la adolescencia. Belleza es la parte suave, dejarte llevar por un grupo, sentirte acompañado y conversar de a pocos. La parte de club que tiene la adolescencia. Appetite era la parte jodida, más traumática, el despertar sexual, el sentir mucho deseo y tener pocos medios, querer conquistar, desear la violencia”. Algo así como el traspaso del imaginario indie, con su voluntariosa marginalidad y su nostalgia por comunidades alternativas, al imaginario frenético, agresivo y materialista del hardcore. “Vendemos arte, no marcos”, se leía a la entrada de Belleza y Felicidad. “Compre arte. Podríamos estar robando”, anotaban las remeras que exhibía Galindo en Appetite.
Todos los artistas de Appetite, incluso Luna, tenían una imagen vívida de los ataques a las Torres Gemelas, y seguramente imágenes difusas, si es que las tenían, de la caída del Muro de Berlín. Todos ellos habían vivido las crisis de 2001 durante su adolescencia. Y probablemente habían visto la proliferación de películas apocalípticas que inundaron las marquesinas antes del nuevo milenio, aunque lo más factible es que no las hubiesen visto en el cine sino en video o dvd en sus casas. Presumiblemente, habían chequeado en YouTube las torturas de Abu Ghraib sin asustarse demasiado. Todos ellos habían aprendido que las imágenes pueden provocar todo lo contrario a la incredulidad o la melancolía y sabían que el mundo no era bello, pero era real y podía atravesar la ventana en cualquier momento.
Así como lo comunitario, lo marginal, el lenguaje sentimentalizado y confesional y la búsqueda de lo poético en lo cotidiano podrían cifrar el registro estético de Belleza, Appetite actualizó la escena porteña con un imaginario colectivo y anónimo, uno que circulaba en Internet, que no le pertenecía al arte pero que encontró en el sótano de San Telmo un hábitat propicio para crecer. Un imaginario en el que convergían lo obsceno, lo vulgar, la anarquía digital, la rapidez, la pornografía y todo tipo de exceso informativo. Appetite amasaba todas esas referencias y las convertía en energía. Como si el deseo resurgiese amorfo después de ser narcotizado por las imágenes que llegaban en cataratas a través de la publicidad, Internet y volantes; el deseo resurgiendo como sustrato energético, como ansiedad por algo que estaba por suceder en instantes, una libido alienada que por fin, después de la austeridad a la que había obligado la crisis, daba vía libre a las pulsiones de consumo, de abundancia y de riqueza sin avergonzarse.
“Mañana explota todo”, repetía Luna como mantra. Su estrategia, una que nadie vio pero que juran tenía escrita, contemplaba un plan de acción con objetivos anuales. Especie de híbrido entre Ripley y Malcolm McLaren, Luna seguía pareciendo una arribista pero eso no le impedía convencer de que iba a conquistar el mundo. Lo que guiaba su misión expansionista no era una utopía. Nada sería mejor después de Appetite. Simplemente se trataba de una fuerza afirmativa poderosa, una que atacaría directamente el centro de la escena para transformarla a su imagen y semejanza.
Si quieres construir una gran empresa, debes tener el coraje de soñar en grande
(Cita # 7. “Howard Schultz. 20 citas que revelan cómo el CEO de Starbucks logró el éxito”, Business Insider Magazine).
Era difícil no creerle. A fines de 2006, el viejo sótano de la calle Venezuela ya le había quedado chico. Appetite se mudó muy cerca, a una ex carnicería sobre la calle Chacabuco. Cusnir no exagera cuando dice que era la sala más grande de Buenos Aires. No había otra con esas dimensiones. Además de los metros Cuadrados, Appetite contaba ahora con una vidriera a la calle, una sala de recepción, un gran espacio para las muestras, depósito, un patio. La recepción, de perfecto blanco, luz natural y escritorios en hilera, contrastaba con el clima tenebroso que seguía emanando de la sala de exposiciones.
Luna no abandonó el viejo espacio, que siguió funcionando como Tanto deseo, una especie de spin-off de la galería que se dedicaría al diseño de juguetes eróticos. En 2007, anunció la apertura de su tercera sede: a las dos de San Telmo se le sumaba una en Nueva York. Y si bien la promocionada sede de Nueva York era en verdad un departamento pequeño en Bushwick, un barrio periférico de Brooklyn, las obras se vendían, las notas de prensa aumentaban y había coleccionistas peleándose por adquirir el trabajo de los artistas. Sus inauguraciones juntaban seiscientas personas y hacia 2007 varios de los artistas de la galería pudieron renunciar a sus trabajos. El arte empezó a pagar las cuentas.
“El proyecto crecía sin parar. Daniela era una delirada absoluta. Nueva York, Catamarca, hacía proyectos en todas partes. Sin distinción. A las obras las llevaba en una valija, medio como que sea lo que Dios quiera. Y todo terminaba siendo una gran performance de una mina que hacía que tenía una galería”, relata Osías Yanov. “Era una estrategia interesante, que podía leerse desde la ironía, pero en un momento pareció que esa ironía se había transformado en verdad. Daniela decía que la única forma de superar al sistema era comérselo, pero en algún momento había que explicar eso y cuando ese momento llegó, creo que Daniela, en vez de explicarlo, asumió esa ironía como verdad”.
Si el emprendedor teme que, en un determinado momento, se lo vaya a estigmatizar por un fallo, estará cometiendo una equivocación dramática
(Cita # 17. “Howard Schultz. 20 citas que revelan cómo el ceo de Starbucks logró el éxito”, Business Insider Magazine).
El comienzo del fin de Appetite se parece menos a la vieja historia del proyecto indie que se vuelve mainstream (y el dinero y los celos empiezan a corroer las relaciones de amistad que lo cimentaban) que a un relato de hybris: tres sedes y múltiples proyectos en simultáneo se confirmaron como una agenda desmesurada para una estructura de gestión que recaía sobre los hombros de Luna y sobre los de dos o tres pasantes mal pagos que renunciaban semanalmente. De repente se volvía difícil encontrarla, el dinero empezaba a dar vueltas en circuitos más complejos, y los proyectos a los que Luna invitaba generaban en los artistas el más completo desinterés.
Más que la sede de Bushwick, fue lo ocurrido en Frieze lo que terminó con la paciencia de los artistas que habían acompañado el proyecto. Desde algún lugar del mundo, Luna les comunicó la invitación de la feria inglesa y, desde Buenos Aires, los artistas empezaron a desarrollar el proyecto del stand: se llamaba “Sudamérica salvaje” y consistía en una instalación colectiva que intentaba posicionarse críticamente ante el presupuesto de folclorismo del arte latinoamericano que daban por sentado en la invitación de la feria.
Había sido muchísimo trabajo. Por eso, que Luna hiciera caso omiso de la propuesta y decidiera enviar a cuatro artistas a trabajar directamente en Londres se sintió como una traición. El stand fue un auténtico Appetite: una gran instalación que se construía con lo que los artistas encontraban a su alrededor. Diego de Aduriz, Marcelo Galindo, Luna y Victoria Mussoto habían llenado con la basura que se acumulaba en el café de la feria una cantidad astronómica de vasitos plásticos y botellas y papeles que terminaron cubriendo el stand de Appetite. Sobre las paredes, las obras del resto de los artistas, colgadas o apoyadas creando un sinfín indiferenciado de imágenes. Y apoyándose en esa escenografía, y desbordándola, Galindo y De Aduriz reaccionaban a la feria con performances o acciones.
“Había una energía muy violenta en esa feria. Nosotros no teníamos nada y había que llenar ese espacio. No sé muy bien por qué, pero yo a la hora estaba desnudo, persiguiendo a la gente que paseaba por los pasillos. De repente escuché que Daniela le explicaba a alguien que me había desnudado por la situación social de mi país. No pasaba en absoluto por ahí, y ella lo sabía. Pero era muy rápida y debe haberse dado cuenta de que eso era lo que el periodista quería escuchar. De hecho, el tipo no paraba de decir guau”, relata Galindo. En el stand, Luna se revolcaba en el piso y, con la pollera escalándole los muslos, le disparaba a la gente con armas de juguete. “Era cualquier cosa”, reconoce Cusnir, “bordeaba la locura”.
No hubo ventas, pero fue quizás el momento de mayor exposición de la galería. Y sin embargo, para cuando Luna regresó a Buenos Aires, Appetite estaba disuelta.
Los emprendedores deben amar lo que hacen a tal nivel que el solo hecho de hacerlo valga la pena el sacrificio, y en algunos casos, el dolor
(Cita #9. “Howard Schultz. 20 citas que revelan cómo el CEO de Starbucks logró el éxito”, Business Insider Magazine).
O por lo menos, el núcleo original de artistas que habían formado la galería le comunicaron que se iban. La galería continuó durante un tiempo, pero en 2009 fue evidente que empezaba a decaer, las muestras se espaciaron, los proyectos perdieron ambición. En junio de 2010, Appetite cerró oficialmente.
Hija predilecta de un quinquenio que naturalizó el arte contemporáneo como trabajo y negocio, de años que privilegiaron a los coleccionistas como fuente casi única de financiación artística y las galerías como formato institucional, Appetite parece haber sido el ejemplo más acabado de las expectativas que se forjaron en esos años de bonanza entre la crisis argentina de 2001 y la financiera de 2008. Y sin embargo, la aspiración empresarial del arte post-2001, que, entre otras cosas, fundó carreras de management artístico en las universidades más impensadas, no alcanza a explicar el magnetismo que durante esos pocos años mantuvo Appetite.
Cuando Appetite cerró, los rumores sobre Luna volvieron a escucharse. Se decía que se había ido a trabajar a Hollywood, la fábrica de los sueños. Otros juraban que estaba en Beijing, en donde había montado Appetite nuevamente con artistas japoneses. También que, finalmente, iba a dedicarse a su obra y dejaba la producción de muestras. Las noticias llegaban vía web, ralas y contradictorias. “Creo que Luna se autoexilió para proteger el relato de su propia construcción como artista. A veces creo que su desaparición del circuito local es una estrategia para que nos preguntemos qué estará haciendo ahora”, dice Legón. Asegura también que hoy Luna vive en Miami, que la ciudad le provoca miedo, y que hay prensa para probarlo.
Este texto es una versión abreviada de un artículo escrito en el marco del taller de María Gainza en el Programa de Artistas de la Universidad Torcuato Di Tella durante 2013.
Lucrecia Palacios es crítica de arte y editora. Colabora regularmente en el suplemento Radar de Página/12 y en la revista Los Inrockuptibles. Desde 2008, es coordinadora editorial de la colección de libros sobre artistas argentinos de Adriana Hidalgo Editora. Ha editado libros y catálogos para Galería Vasari, Alberto Sendrós y Ruth Benzacar de Buenos Aires y la colección Siglo XXI de Ediciones Polígrafa de Barcelona, entre otros.
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