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Nuevas máquinas del tiempo en el arte de la era digital, desde The Clock de Christian Marclay y el retrato de Zidane de Douglas Gordon y Philippe Parreno, hasta La cadena del desánimo de Pablo Katchadjian.
La imagen es redundante, paradójica, casi obscena, una versión prosaica del aleph que Borges descubrió en el sótano de la calle Garay. Tendida sobre una parva colorida, una nena sonríe mirando una foto, como quien palpa una gota minúscula en el océano de imágenes de la web. Es sólo una entre las novecientos cincuenta mil fotos que el holandés Erik Kessels desparramó en una galería de Ámsterdam en octubre de 2011, después de descargar e imprimir las imágenes subidas a Flickr durante apenas veinticuatro horas. El ejercicio desaforado de apropiación era su módico intento de dar realidad material a los miles de mega- (giga-, tera-, peta- o exa-) bytes de retratos, fotos familiares, suvenires de viajes, reproducciones de obras maestras, anuncios publicitarios, instantáneas de la vida privada y la vida pública que hoy conviven en el fárrago promiscuo de la red. Flickr contaba entonces con seis mil millones de fotos almacenadas (que hoy ya son ocho mil), la misma cantidad que recibía Facebook en un mes (hoy ya son nueve mil). Todo ha sido fotografiado, a juzgar por el aumento exponencial del caudal, y se ha vuelto disponible y apropiable en las redes de un archivo espectral. El aura benjaminiana, esa lejanía irrepetible que les daba a las imágenes su autenticidad y su autoridad, no sólo se ha desvanecido en la era de la reproducción sino que ha sido reemplazada por un nomadismo atemporal, que las priva de un tiempo y un espacio específicos y las multiplica al infinito. En lugar de aura hay ahora un buzz (la metáfora gráfica es de David Joselit), un zumbido prolongado como el de un enjambre de abejas, que ilustra el efecto perturbador de la saturación.
¿Y las palabras? ¿Qué no se ha escrito en el catálogo imponderable de textos que Google pone al alcance de cualquier lector? Google, precisamente (“la primera máquina filosófica que regula nuestro diálogo con el mundo”, en la fórmula de Boris Groys), da consistencia estadística a la sospecha posmoderna de que todo ha sido dicho, incluida la frase “todo ha sido dicho”, que en treinta y cuatro décimas de segundo arroja hoy ciento cincuenta y siete mil resultados sólo en español. “El mundo está lleno de textos más o menos interesantes y no quisiera agregar más”, escribe el poeta neoyorquino Kenneth Goldsmith, que predica con el ejemplo desviando el conocido aforismo del artista Douglas Huebler sobre el arte y las cosas del mundo. Es el lema de su “escritura no creativa” que lo ha llevado a componer, por ejemplo, una “Trilogía de Nueva York” sin “crear” una sola palabra. En el segundo volumen, Traffic (2007), también Goldsmith intentó congelar el flujo imparable de la información diaria, transcribiendo los reportes de tránsito de las primeras veinticuatro horas de un fin de semana largo en Nueva York, una crónica minuciosa, caótica y vívida en tiempo real de la vida urbana en el siglo XXI.
En 2016 el tráfico de la web podría llegar al zettabyte (unidad de almacenamiento que le agrega al byte la vertiginosa cifra de veintiún ceros), un archivo ya inimaginable de imágenes y textos disponible en cualquier pantalla. No sorprende que para conjurar la pesadilla de la sobrecarga, el arte haya recurrido al antígeno de la apropiación.
Pictures se llamó la muestra de 1977 con la que suele fecharse el debut institucional del arte de apropiación, un título adecuadamente tautológico para un arte que se sirve de materiales ya hechos y busca la diferencia en la repetición. Pero la genealogía de los apropiadores es nutrida y podría remontarse a Flaubert y a Benjamin, a Duchamp y a Brecht, a Godard y a Barthes, a Debord y al pop, hasta convertirse en piedra de toque del arte conceptual. Y aunque el apropiacionismo suele asociarse al pastiche ecléctico de los ochenta, abreva en tres innovaciones capitales de las vanguardias históricas –el ready made, el montaje y el collage– y sería impensable hoy sin la explosión digital que alentó nuevos caminos para la experimentación formal. En las versiones contemporáneas, sin embargo, ya no prima el puro juego de citas de marcas de estilo que derivó del “agotamiento” posmoderno, ni los muy transitados ejercicios de reenmarcado y relectura de la tradición que siguen palideciendo a la sombra del “Pierre Menard”, sino que se exploran nuevos usos del ready made y el montaje que privilegian el corte, la selección y la recontextualización de materiales muy variados para activar la atención dispersa del espectador o el lector, adocenado o paralizado por el flujo narcótico de la información. Si los medios de masas rigen la configuración de las estructuras temporales de la cultura contemporánea, si hay un tiempo “producido” que mina el tiempo individual, la apropiación busca hoy crear nuevas máquinas del tiempo, que puedan recomponer la experiencia temporal y espacial a voluntad. Podríamos llamarla “apropiación 2.0”, para nombrar nuevos artefactos estéticos que, como la Web 2.0, invitan a la participación y mediante constricciones voluntarias extrañan las constricciones codificadas del tiempo mediático, desbaratan los relojes tiránicos del consumo e incluso los códigos de participación pautada de la Web 2.0. La apropiación 2.0 quiere invertir la dirección unívoca del flujo de información, fijarlo y recomponerlo con la libertad que dan el montaje, el azar y la elección. Quiere transformar el tiempo perdido del consumo disciplinado en experiencia estética del tiempo recuperado.
El tiempo, precisamente, es el gran protagonista del video de veinticuatro horas del compositor y artista visual suizo-estadounidense Christian Marclay, The Clock (2010), todo un signo de los tiempos. No sólo porque Marclay esculpió el tiempo del cine con más de diez mil fragmentos de películas de todos los tiempos que en algún momento muestran o insinúan un reloj, sino porque, por increíble que parezca, The Clock es un reloj. Cuando el espectador entra en la sala y en la pantalla para Nicole Kidman en Ojos bien cerrados de Stanley Kubrick son las 7:29 p.m., comprueba que son exactamente las 7:29 p.m. en su reloj. Y aunque no hay escena que no le recuerde que el tiempo pasa, pierde la noción del tiempo en los pliegues de los fragmentos, ya no por efecto de la cualidad onírica del cine en la sala oscura, ni por las trampas del género que lo atan a la butaca, ni por los haces de tiempos variados que el recuerdo de las películas convocan, ni por la edad cambiante de los actores, ni por el tempo propio de cada director, ni tampoco por las elipsis, los fastforwards y los flashbacks, sino por un mecanismo más indescifrable que combina todos esos efectos, recrea lo ya visto, lo acerca y luego lo distancia, lo monta en breves secuencias nuevas o frases sueltas escritas con la sintaxis conocida y lo desmonta con saltos inesperados, hasta volverlo una materia difusa que es el puro presente del tiempo real, la hora en que el espectador consulta mecánicamente su propio reloj y se levanta para acudir a una cita que la experiencia extraña de eso que lleva viendo desde hace ¿cuánto? ¿tres horas? ¿cuatro? casi lo ha hecho olvidar. No es casual que The Clock, que hipnotiza a los públicos de París, Nueva York, Tokio o Jerusalén desde su estreno en el White Cube de Londres, sea obra de un turntablista, capaz de crear sonidos nuevos con viejos vinilos y componer un cuarteto “original” en cuatro pantallas (Video Quartet, 2002) con clips musicales de películas. La selección y el afinadísimo montaje visual y sonoro de los miles de fragmentos (un proceso que llevó más de tres años y la colaboración de seis asistentes en la búsqueda), la composición escrupulosa de cada hora con el rigor maníaco de un capítulo de novela de Robbe-Grillet, sólo fueron posibles gracias a la tecnología digital y el archivo ampliado de una historia del cine global. Experimento de apropiación extremo, The Clock ha encontrado sin embargo su modo de conservar un halo del aura de la obra original: no cabe en un DVD y sólo se exhibe en museos con un programa sincronizado en microsegundos, del que existen apenas seis copias. Y aunque el artefacto de Marclay celebra el cine, mima los mecanismos del suspenso, se nutre de la expresividad del rostro y el interés visual de imágenes y secuencias, no es la obra de un cinéfilo; es una composición casi abstracta hecha de pura sincronicidad, que deja al espectador arrobado ante las muchas horas enlatadas en los setenta años de historia del cine y el espectáculo del tiempo que pasa. El tiempo escrupulosamente cronometrado se pierde frente a la pantalla y se recupera para los usos más insospechados: la indagación del presente, la memoria, la duración, el control, la ficción, la narratividad, la rutina reglada de la vida cotidiana.
En su megaformato de veinticuatro horas, el tour de force de Marclay recuerda 24 Hours Psycho (1993), la exasperante versión ralentizada del clásico de Hitchcock con que el escocés Douglas Gordon diseccionó hasta el absurdo los mecanismos del suspenso cinematográfico. Pero la sintonía es mayor con una obra más reciente de Gordon en colaboración con Philippe Parreno, la extraordinaria Zidane, A 21st Century Portrait (2006), una película que refuncionaliza el formato más codificado y masivo de la cultura contemporánea –la transmisión televisiva de un partido de fútbol– para componer un film-retrato de noventa minutos que también es signo de los tiempos. Diecisiete cámaras sincronizadas registraron un partido del Real Madrid con el Villarreal el 23 de abril de 2005 en Madrid, pero el montaje de Gordon y Parreno abandona los rituales del juego tras los primeros clips de la transmisión y sólo acompaña al legendario media punta argelino Zenadine Zidane. Pocas secuencias lo excluyen durante los noventa minutos de rigor y el partido, de hecho, transcurre en el fuera de campo. Sólo lo intuimos en las reacciones de Zidane, para que podamos concentrarnos en lo que nunca antes habíamos visto: el decurso sudoroso de un jugador absorto en su tarea, desprovisto del packaging customizado de la celebridad futbolística, rescatado de la reducción a simple marioneta que imponen las convenciones narrativas de la transmisión directa. Por obra de una apropiación inédita, los noventa minutos se expanden y se contraen en las elegantes marchas y contramarchas del jugador, hasta ofrecernos la percepción extrañada de un hombre reconcentrado en la inmediatez pedestre de un presente en el que el futuro del juego se decide en microsegundos. Solo, tenso, aparentemente aislado del público, Zidane ataca o espera, se seca el sudor, escupe, amasa el pasto con el botín, raramente habla y sólo sonríe una vez, imperceptiblemente expuesto a la mirada de millones de espectadores. El tiempo, también aquí, es el gran protagonista de un relato deliberadamente sometido a la tiranía del cronómetro (Zidane levanta la vista de tanto en tanto y mira el tiempo que lleva el partido en el cartel indicador) y por eso mismo prodigiosamente abierto, sin aparentes mediaciones, al azar de lo inesperado: expulsado poco antes del final, Zidane se retira del juego con el aplauso del público después de una falta imperdonable. Inmersos en el campo más espectacularizado de la cultura mediática, Gordon y Parreno crean un artefacto de usos múltiples, registro inédito de un encuentro deportivo para deleite del público futbolístico que podrá diseccionar al ídolo hasta el más mínimo parpadeo, y a la vez retrato metafísico, apropiado y desviado, del héroe que cae y la cultura de consumo del siglo XXI.
“Cuando se entra en el campo”, confiesa Zidane en los muy módicos subtítulos en los que se le da la palabra, “se oye la multitud, se siente su presencia. Hay sonido, el sonido del ruido”. Y también: “Nunca estás solo. Puedo oír que alguien se mueve en el asiento. Oigo que alguien tose. Oigo que alguien le habla a la persona de al lado. Creo que hasta oigo el tic-tac de un reloj”.
Pero ¿y las palabras? ¿Qué hace la literatura con la masa amorfa de textos que circula por la web? La escritura, solía decir William Burroughs citando a Brion Gysin, está cincuenta años atrasada respecto de la pintura, y explicaba a continuación su técnica experimental del cut-up, inspirada en el collage pictórico y el montaje cinematográfico. El desfasaje no deja de tener su lógica: mientras que las artes visuales, la música, la arquitectura, la danza o la fotografía recurren a la palabra para conceptualizar lo que no alcanzan a expresar con sus propios lenguajes, la literatura ya está hecha de palabras. Cierto que la literatura persigue por definición el extrañamiento del lenguaje cotidiano, pero el nuevo espectro de posibilidades que se abrió con el cut-up de Burroughs (o con Eliot, Borges, Cortázar, el Oulipo o los muchos diálogos cruzados con otras artes) y fue derivando en la muerte del autor (de Barthes a Puig o viceversa), va en la literatura norteamericana desde la apropiación pop de Las aventuras de Mao en la larga marcha de Frederic Tuten, un clásico marginal de 1971 con tapa ad hoc de Roy Lichtenstein que fue condición para la publicación de la novela (“la innovación se acepta más fácilmente en las artes visuales que en el mundo literario”, dice Tuten en el posfacio), hasta las novelas de David Markson, otro clásico de culto, coleccionista de citas, datos biográficos y aforismos, que entramó los hallazgos de una biblioteca colosal con la rumia de un Lector, un Escritor, un Autor o un Novelista innominados, en una serie de novelas hipnóticas que culminan en La última novela, en la que el tiempo que queda hasta la muerte parece escandir el sutilísimo montaje de enfermedades, fracasos y suicidios de otros escritores y artistas. Así, con más o menos saqueo, con más o menos presencia de la voz del autor, pasando por todos los experimentos poéticos de los poetas del lenguaje, se llega en el siglo XXI a los “genios no originales” del apropiacionismo literario (la atribución paradójica es de Marjorie Perloff ) y la “escritura no creativa” de mucha poesía contemporánea.
Como en las artes, en efecto, hay hoy una nueva generación de apropiadores versión 2.0, incubada a la luz de las pantallas, curtida en la deriva rizomática del hipertexto, al ritmo del remix de la música electrónica. Son los artistas de la posproducción, según la denominación precisa del francés Nicolas Bourriaud, siempre presto al branding europeo de las prácticas actuales. El simple recurso a la cita, el robo o el plagio como lectura desviada de la tradición se revela como el umbral de empresas más radicales. Basta pensar, en lengua española, en la trilogía Nocilla de Agustín Fernández Mallo, las teorías performáticas de Eloy Fernández Porta y las teleficciones de Jordi Carrión, células de una avanzada movimentista (la Generación Nocilla), que ha renovado el paisaje de la literatura peninsular con el sampling desembozado de formas y materiales no sólo de la gran tradición de experimentadores del siglo XX, sino también de la cultura de masas, la ciencia, la informática, la música y las artes visuales.
En “Mutaciones” de Fernández Mallo, por ejemplo, un relato que brilla con luz propia en El hacedor (de Borges), Remake (retirado de las librerías después de las acciones legales de María Kodama), el breve texto de Borges del mismo título, como en el resto del libro, es sólo el triple disparador de un artefacto complejo y vivísimo, performático, un tríptico hecho de “recorridos” virtuales y reales de “monumentos” contemporáneos , que incluyen un viaje “psicogooglegeográfico” por la ruta del célebre paseo de Robert Smithson por Passaic, una expedición de vigilancia radiológica en torno a una central nuclear y hasta una “revisita” al recorrido ficcional por una isla desierta de Ana, la protagonista de La aventura de Antonioni. Tratando de auscultar el espesor del tiempo en las mutaciones, Borges se preguntaba en qué imágenes traduciría el porvenir la cruz, el lazo y la fecha, “viejos utensilios del hombre, hoy rebajados o elevados a símbolos”. Fernández Mallo, doblemente inspirado por la indagación metafísica borgiana y la expansión de los campos de Smithson, espacializa el paso del tiempo en las excursiones físicas y literarias, colecciona nuevos “monumentos” en el paisaje de ruinas contemporáneas, vive el presente del recorrido y lo celebra sin nostalgia con la experiencia renovada de sus gadgets y sus mutaciones. Kodama bien podría anoticiarse de que se trata de una “imagen del porvenir” y un extraordinario homenaje a Borges, precursor indiscutido de los samplers contemporáneos que abundan a un lado y al otro del Atlántico. Sólo hace falta relevarlos.
Entre nosotros, por paradójico que resulte, las mutaciones son más lentas. Después de décadas de una literatura obstinadamente excéntrica que desde Macedonio, Borges, Cortázar y Puig hasta Lamborghini, Piglia o Aira, buscó nuevos atajos a lo real y cultivó el gusto por el experimento, la narrativa argentina descubre hoy las bondades del mainstream (la celebrada aclimatación local de la narrativa sureña norteamericana y otras variantes ya clásicas del realismo es sólo un ejemplo), aunque también sintoniza otras frecuencias, abiertas al paisaje pixelado de la sobrecarga informática, que investigan las nuevas posibilidades a la vez celebratorias y críticas del apropiacionismo. No es el único camino de la renovación literaria (el futuro de la literatura es auspiciosamente ancho y variado) pero es un venero de usos y formas nuevas. Escrituras trónicas, loop, scanners, spam, samplers, según la taxonomía cibernética de Juan Mendoza, que van desde las páginas subrayadas, escogidas y escaneadas de Ezequiel Alemian (El tratado contra el método de Paul Feyerabend) y la poesía spam por búsqueda en Google de Charly Gradin (“El peronismo es como…”; “Cae la tarde y…”) hasta los Mental Movies de la editorial Clase Turista o los autoelocuentes Martín Fierro ordenado alfabéticamente y El Aleph engordado de Pablo Katchadjian.
Pero para evitar el riesgo de sofocarlos con la mera fórmula conceptual que los describe, veamos cómo se leen esos libros, cómo proceden, qué ofrecen al lector que no ofrecen otros libros; sigue siendo esa la tarea de la crítica frente a las formas nuevas. Detengámonos por ejemplo en el último Katchadjian, editado en formato digital por Blatt & Ríos a fines de 2012. La cadena del desánimo no sólo brilla con la chispa conceptual del procedimiento sino con los efectos de lectura de un dispositivo poético con el que Katchadjian recupera casi un año de tiempo invertido en la lectura de los diarios, en una colección mínimamente compuesta de citas de citas de cuatro matutinos, seguidas de los nombres, títulos o cargos de los que hablan tomados de los mismos diarios, y ordenadas cronológicamente. Eso es todo. “Este libro, armado con restos de La Nación, Clarín, Página 12 y Perfil”, se aclara en el prólogo, “es un epifenómeno de mi lectura matutina diaria entre el lunes 12 de marzo y el jueves 6 de diciembre de 2012”. No se trata aquí de la intervención de ningún texto canónico –recreaciones conceptuales que en la repetición podrían haberse agotado–, ni tampoco del remix de los nuevos repertorios textuales de e-mails, chats, Facebook o Twitter –epifenómenos de otras transformaciones que todavía no han alumbrado nuevas formas literarias–, sino del recurso clásico a la selección y el montaje, que deja al lector casi a solas frente a la catarata de más de un millar de citas. Todo ha sido apropiado, incluso el título –un latiguillo del kirchnerismo–, y por lo tanto, más allá del breve prólogo, “dijo” es la única palabra del autor que, en la repetición machacona, le da estructura, ritmo poético, variación serial y sentido al conjunto: una serie cacofónica de dichos que resuenan como detrito verbal de la vida pública argentina en 2012. También le da una ética o, mejor dicho, una falta de ética que es su protocolo poético. Si al mal periodismo se le recrimina “sacar una frase de contexto”, la descontextualización es aquí la ley que rige: un recorte deliberado de los dichos, que los desfamiliariza conservándolos intactos y al mismo tiempo los vuelve otros en la economía casi aforística. A primera vista la lectura podría resultar tediosa, pero no. John Cage recurría a un koan zen para explicar efectos análogos: “Si algo resulta aburrido tras dos minutos, pruébalo durante cuatro minutos. Si sigue siendo aburrido, durante ocho. Luego dieciséis. Luego treinta y dos. Finalmente uno descubre que no es en absoluto aburrido, sino muy entretenido”. Como en el reloj de Marclay, el lector juega en La cadena… con la memoria, recuerda haber leído algunos de los dichos, descubre otros, viaja en el tiempo de las referencias. Pero también arma sus propias series, contrasta unos con otros, sonríe, se consterna, descubre la ironía dramática que les dio el paso del tiempo e intenta infructuosamente descifrar la lógica que los reúne, mientras se entrega al mecanismo y sigue leyendo. Porque, ¿qué lee Katchadjian? O, mejor dicho, ¿qué lee en lo que ya leímos? ¿Qué recorta? Desfilan en el conjunto dichos de la presidenta, del jefe de Gobierno porteño, de otras figuras del kirchnerismo y de la oposición, pero también de la política internacional, de científicos, investigadores, periodistas, intelectuales, prelados, deportistas, actores, vedettes y modelitos. Algunos refieren a debates políticos y sucesos sonados de 2012: Malvinas, el viaje de empresarios a Angola, el golpe que derrocó al presidente Lugo, la masacre de Aurora, la visita de la presidenta a universidades de Estados Unidos, los cacerolazos, la Fragata Libertad retenida en Ghana y, por supuesto, la dilatada puesta en vigencia de la Ley de Medios que, en un uso peculiar de la apropiación, le da al libro un final. La serie se cierra un día antes del plazo decisivo para la implementación de la ley, el 7D, fecha que en su misma fórmula y durante muchos meses significó para el gobierno y la oposición un posible fin o un nuevo comienzo; un final anunciado para el lector, que sin embargo encauza el tiempo y lo tensa con una especie de suspenso, y hasta le da a la espera un leve tinte apocalíptico cuando una nube tóxica inunda el centro de Buenos Aires precisamente el 6 de diciembre. Pero Katchadjian no recorta dichos que “narran” esos sucesos; las referencias (¿la historia?) están, como en el film de Gordon y Parreno, en el fuera de campo, y el lector lee otra cosa que, así recortada y ampliada, está y no está en el partido televisado por los diarios. Como Marclay, que no sólo compone su reloj con secuencias clásicas de la historia del cine, sino sobre todo con momentos “banales y sencillos, pero visualmente interesantes”, Katchadjian monta su popurrí-argentino-2012 con un coro de voces afinadas, desafinadas, falsetes, bufidos y tartamudeos, que a menudo sólo brillan por su insulsez aforística (“El campo es la gente”, dijo el jefe de Gobierno porteño Mauricio Macri), su involuntario absurdo (“Queremos libros circulares, cuadrados, blancos”, dijo el ministro de Cultura porteño Hernán Lombardi), por el efecto irrisorio de la síntesis (“Si me tirás la basura, por lo menos pagame por el tratamiento”, dijo la presidenta Cristina Fernández de Kirchner), o por el color verbal de la mezcla de registros (“no se estila bardear a estudiantes”, dijo la intelectual Beatriz Sarlo). Pero hay también hallazgos surrealistas (“Al cerrar la caja, el sándwich está caliente y crea un poco de vapor que contrae el pan”, dijo Hope Bagozzi, directora de Marketing de McDonald’s en Canadá), guerras verbales de modelitos que cuesta creer que se hayan publicado en letras de molde y hasta momentos metaficcionales que, con y sin ironía, iluminan el conjunto (“Nosotros no hacemos propaganda, damos información”, dijo el periodista y conductor Jorge Lanata; “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, dijo el filósofo Ludwig Wittgenstein). Y hay por supuesto un catálogo variado de nombres propios (las mayúsculas destellan en la pantalla con el poder de los nombres), aunque los de “Cristina” y “Mauricio” reaparezcan una y otra vez como familiares ritornelos. “En contraste con lo que ocurría en el marco original de estas citas”, se dice también en el prólogo, “este libro no está hecho para convencer a nadie de nada, y sin embargo pienso que podría resultar útil”. Y efectivamente es así: la voz del autor se borra en las citas y en la esforzada antielocuencia del montaje. Pero también las voces de cada cual acaban por desvanecerse en el mecanismo que, como el reloj de Marclay, le da un carácter abstracto al conjunto, una atmósfera, un rumor alegórico. “El procedimiento de montaje”, escribe Benjamin Buchloh, “pone en marcha todos los principios alegóricos: la apropiación y el vaciamiento del sentido, la fragmentación y la yuxtaposición dialéctica de fragmentos, y la separación del significado y significante”. Y Hal Foster: “Los archivos privados cuestionan los públicos: pueden entenderse como órdenes perversos que quieren alterar el orden simbólico en toda su extensión”. La cadena del desánimo alegoriza el progresivo vaciamiento de sentido al que durante un año nos sometió la retórica de una batalla mediática por la hegemonía de los medios, hasta un supuesto día d en que, para bien o para mal, algo cambiaría. Nada cambió demasiado desde entonces y la batalla retórica continúa.
En “La balada de los esqueletos”, un poema de Allen Ginsberg que, confiesa Katchadjian en el prólogo, junto con Falsos pareados de Alejandro Rubio y Rayar de Ezequiel Alemian, lo acompañó en La cadena del desánimo, se lee: “Dijo el esqueleto Medios / Creedme a mí / Dijo el esqueleto Teleadicto / ¿Qué me preocupa? / Dijo el esqueleto tv / Comed bocados de sonidos / Dijo el esqueleto Noticiero / Es todo Buenas Noches”. Ya fue dicho y está en la web. Sólo hace falta cortarlo y pegarlo, o concebir una forma que lo diga hoy y aquí a su manera, para “uso” de otros lectores.
Imágenes [en la edición impresa]. Erik Kessels, The Photography In Abundance (Foam, Ámsterdam, 2011), p.1; Christian Marclay, The Clock, 2010, pp. 2, 3, 6, 7 y 8; Douglas Gordon y Philippe Parreno, Zidane, A 21st Century Portrait, 2006, pp. 8 y 9.
Lecturas. Algunas lecturas que acompañan o se citan en el artículo: David Joselit, After Art (Princeton, Princeton University Press, 2013); Boris Groys, Google: Words Beyond Grammar (N° 046, Ostfildern, documenta 13, Hatje Cantz Verlag, 2012); Kenneth Goldsmith, Uncreative Writing (Nueva York y Chichester, Columbia University Press, 2011); David Evans (ed.), Appropiation (Cambridge, MA, The MIT Press, 2009); Marjorie Perloff, Unoriginal Genius: Poetry by Other Means in the New Century (Chicago, University of Chicago Press, 2010); Nicolas Bourriaud, Postproducción (Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2004); Eloy Fernández Porta, Homo Sampler (Barcelona, Anagrama, 2008); Agustín Fernández Mallo, El hacedor (de Borges), Remake (Madrid, Alfaguara, 2011); Charly Gradin, www.peronismo.net46.net; Juan José Mendoza, Escrituras past (Buenos Aires, Bahía Blanca, 17 grises, 2011); Pablo Katchadjian, La cadena del desánimo (Buenos Aires, Blatt & Ríos, 2012); Hal Foster, “An Archival Impulse” (October 110, otoño 2004); Benjamin Buchloh, “Allegorical Procedures: Appropiation and Montage in Contemporary Art, Artforum N° 21, 1 (septiembre de 1982).
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