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Batman. Más allá del bien y del mal

CINE

 

Batman: El caballero de la noche (The Dark Knight, Estados Unidos, 2008). Dirección: Christopher Nolan. Guión: Christopher y Jonathan Nolan. Fotografía: Wally Pfister. Intérpretes: Christian Bale, Heath Ledger, Aaron Eckhart, Michael Caine, Maggie Gyllenhaal, Gary Oldman y Morgan Freeman.

 

Uno se sorprende cuando una película de acción alude a Nietzsche, mucho más cuando hace una alusión inteligente. Nietzsche es demasiado ingobernable para el maniqueísmo de los blockbusters y, quizás por eso, las veces que se lo menciona la mención suele ser banal. Por ejemplo, en la remake de Cabo de miedo de Martin Scorsese (1991), Max Cady, el asesino que interpreta Robert De Niro, va a una biblioteca poco después de salir de la cárcel y, según informa un personaje secundario, se pasa el día leyendo a “un filósofo que ha dicho que Dios ha muerto”. Es un uso sensacionalista de la cita, puesta en circulación apenas para delinear un perfil criminal. Por contacto ideológico, Max Cady se vuelve terrible, no sólo un asesino sino un asesino impío. Decir que Dios ha muerto es, en el marco moral del film, una locura; el aforismo ciñe al personaje como una camisa de fuerza.

Que hay mejores maneras de citar, incluso en Hollywood, lo prueba The Dark Knight. La nueva entrega de Batman, dirigida por Christopher Nolan, contiene probablemente la alusión más astuta que se haya hecho a Nietzsche en la pantalla grande, una alusión que es, quizás, superior a otro de los dictámenes del filósofo. En la secuencia inicial, varios enmascarados toman por asalto un banco y van matándose unos a otros para quedarse con el botín. Uno de ellos, que pronto se revela como el Guasón, se enfrenta a un empleado y, antes de ultimarlo, dice pausadamente, con una cesura ominosa: “Whatever doesn’t kill you… simply makes you stranger” (Lo que no te mata simplemente te hace más extraño). En inglés, la frase reproduce muy de cerca el tan conocido “Lo que no te mata te hace más fuerte” (Whatever doesn’t kill you makes you stronger), agregando un adverbio y cambiando apenas una vocal. Pero es un cambio clave, que cristaliza el espíritu post-nietzscheano del nuevo Guasón. El personaje ya no aspira a hacerse con el poder ni a erigirse en un maligno superhombre. No es un dandi despiadado ni envilecido por las circunstancias, como el que interpretó Jack Nicholson en el Batman de Tim Burton (1989). Es un enemigo interno indescifrable, anárquico, post-moral, desdeñoso de la idea de finalidad. El Guasón aparece un día en Ciudad Gótica sin que nadie sepa de dónde viene ni qué busca. En un momento, como el dúo conceptual británico K Foundation, quema una montaña de dinero en un acto de dudoso nihilismo. Más tarde, cuando cae preso, la policía no encuentra en sus bolsillos sino “pelusa y cuchillos”. O sea, interrogantes.

La pregunta de quién es el Guasón ocupa el centro de la historia. Y el personaje se roba la película no sólo por la fantástica interpretación de Heath Ledger, que merece todos los elogios cosechados, sino por la fuerza elíptica de los guionistas. Como Yago, que al final de Otelo se niega a pronunciar palabra, el Guasón de Nolan radicaliza el silencio. The Dark Knight es, en este sentido, mucho más intrigante que Batman Begins (Batman inicia, 2005), una película que contaba, con lujo de flashbacks y diálogos gnómicamente didácticos, los traumas formativos de Bruce Wayne: su miedo infantil a los murciélagos; la muerte de sus padres a la salida de un teatro; el aprendizaje de artes marciales en una organización ninja; su deseo de venganza atemperado por el mandato bíblico de “no matarás”. De Batman, cuya identidad es un misterio para los habitantes de Ciudad Gótica, el espectador sabe casi todo. La primera entrega de la saga expone por poco un caso clínico: niño rico en busca de imagen paterna desarrolla doble personalidad. Con toda su sensual penumbra interna, Batman cabe en un manual de psicoanálisis.

No así el Guasón. Conforme avanza la película, el personaje se muestra como una inestable invención de sí mismo, una serie de máscaras sin cara verdadera. Sus famosas cicatrices, explicadas en la versión de Burton como resultado de un accidente en una procesadora de químicos, son ahora signos de pregunta. En un momento, el Guasón cuenta que se las infligió a sí mismo después de que unos prestamistas desfiguraran a su mujer; en otro, que se las hizo su padre para que sonriera, después de golpear a su madre y preguntar: “¿Por qué estás tan serio?”. Las versiones contradictorias apuntan a que ninguna es cierta. En la esfera de la psicología, esta figura de un nihilismo absoluto es una singularidad, una mente más allá del horizonte de la comprensión. The Dark Knight no es, desde luego, un thriller psicológico, pero está muy atenta a la idea de que un problema psicológico irreducible puede convertirse en un serio problema político. Cuando a un criminal no lo entiende ni Freud (cf. el “no me ocurrió nada, ocurrí yo” de Hannibal Lecter), queda la pregunta de qué hacer con el criminal. Y no hace falta haber leído a Foucault (aunque ayuda) para entender que los movimientos del monstruo repercuten en una telaraña de fuerzas políticas. Alrededor de Batman hay un ingente número de funcionarios, policías, carceleros y hasta profesionales médicos, como para recordarnos que las instituciones a las que pertenecen se ven amenazadas por la malignidad inquebrantable del Guasón, que roba un banco, se infiltra en un desfile militar, hace volar por los aires un hospital y acaba amenazando a una ciudad entera.

Por gracia de su villano, The Dark Knight es mucho más penetrante que las otras historias de superhéroes estrenadas en la temporada pasada. En comparación, Hancock, con Will Smith en el papel epónimo de un superhéroe alcohólico y sin ningún don de gentes, es una fábula azucarada y redencionista, con meros arquetipos como personajes. Iron Man intenta situar a un superhéroe estadounidense –cuyos poderes, como los de Batman, son producto de la tecnología– en el imbroglio busheano de Oriente Medio, pero su inane glamour post-MTV, sus disparates seudocientíficos y vaguedades geopolíticas la sitúan en el más puro terreno de la fantasía. Las dos películas dan además muestras de un optimismo baladí, perfumadamente norteamericano, que no cuadra ni con la realidad ficcional ni, mucho menos, con la realidad real. No es que The Dark Knight esté exenta de fórmulas genéricas; pero son fórmulas situadas en la periferia del drama mayor. Como en Batman Begins, por ejemplo, la subtrama romántica parece forzada, lo que tampoco es sorprendente dado el énfasis de la película –y de las películas de Nolan en general– en el barbarismo latente de la masculinidad. Christian Bale, mientras tanto, parece haberse dado cuenta de que el papel principal era lo menos interesante, actuando en consecuencia para no inyectarle a su personaje ni un gramo de personalidad escénica.

Las transformaciones de Batman en las últimas dos décadas son conocidas, y a menudo se ha observado la oscuridad creciente y cada vez más honda del personaje. Es en el cine donde el fenómeno se ha vuelto más visible, pero el acierto pertenece, antes, a un puñado de guionistas e ilustradores de novelas gráficas. Los átomos de la influencia caen de historias como The Dark Knight Returns de Frank Miller; The Killing Joke, con guión de Alan Moore e ilustraciones de Alan Bollan; o Arkham Asylum, con ilustraciones de Dave McKean, quien guarda la impronta de Francis Bacon. En estas obras, significativamente, la oscuridad de Bruce Wayne importa tanto como la oscuridad del universo ficcional. Para hacer una comparación no del todo exagerada, pues Batman es una especie de detective, podría decirse que las novelas gráficas son a los cómics de los sesenta lo que el policial negro es a Agatha Christie. Y hay en las zonas de lobreguez potencial para una inflexión alegórico-política que pocos directores querrían pasar por alto. Joel Schumacher las pasó por alto a favor de un high-camp retro, obteniendo un Batman de torta de cumpleaños. Nolan no sólo evita errores de ese estilo, sino que apela creativamente a los complejos de culpa de los Estados Unidos. Cuando un policía empieza refiriéndose al Guasón como criminal y termina llamándolo “terrorista” sabemos dónde estamos parados.

El riesgo es convertir la acción en una clase de ética. Cuando el Guasón cae preso, Batman intenta sacarle información sobre el paradero de dos personajes clave, y el intercambio parecería orquestado para mostrarnos que los métodos de interrogación son, como mínimo, poco ortodoxos, o sea, preámbulos de tortura. Antes de que el Guasón diga pío el espectador canta Guantánamo. La escena, al mismo tiempo, contiene algunos de los diálogos más reveladores de la película, que dichos en medio del forcejeo surten gran efecto: el Guasón: “Su moral [la de las autoridades], sus códigos… dan risa. Se los olvidan no bien hay problemas. Son tan nobles como los demás permiten. Ya verás, les enseñaré… cuando se cierren las apuestas, toda esta gente tan civilizada… todos van a comerse unos a otros”. La predicción se vuelve realidad, en parte, en la celda misma. Batman obtiene la información que busca, pero para eso debe rebajarse al nivel del villano. El desdibujamiento de la frontera moral es, por supuesto, una de las preocupaciones cardinales de The Dark Night. Al final de la película, después de un último y espectacular enfrentamiento con el Guasón, la ciudad se hunde de nuevo en un pantano de Realpolitik. Y Batman debe escapar para que la ley no lo linche. “Es el héroe que Ciudad Gótica se merece, pero no el que necesita”, dice el comisionado Gordon. “Soy lo que sea que Ciudad Gótica necesite”, dice Batman. Pero la sentencia suena hueca. En la escena final, cuando este “guardián silencioso”, este “caballero negro” escapa perseguido por perros, lo único indudable es que es humano, demasiado humano.

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