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Un mundo misterioso (Argentina, 2011). Guión y dirección: Rodrigo Moreno. 107 minutos.
Observo un problema. Hasta donde yo sé, Un mundo misterioso es un film de una claridad prístina, cuyos objetivos deberían ser comprendidos sin demasiadas dificultades por cualquier persona con alguna noción de la historia del cine: ejecutar un retrato (de una generación, de una ciudad) apelando no a la identificación sino a la perplejidad; no al reconocimiento sino al desconcierto. Su título (admirable) da cuenta de ello: basta un leve paso al costado, una mínima excentricidad en la mirada, un pequeño desvío, para que el universo asuma la forma de una incógnita, para que los paisajes habituales se vuelvan fantasmagóricos y desconocidos. Esa certeza mueve el film, y es de esa curiosidad inagotable de lo que están hechos sus numerosos recorridos. Su argumento es simple al extremo, y hasta hace pensar en El eclipse: una ruptura amorosa en la escena inicial arroja a los protagonistas a un mundo incierto, un mundo vacío y ocioso, que parece haber perdido el centro; el resto del film da cuenta de su inquietante exploración por esas regiones inhóspitas. Pero en El eclipse el personaje de Mónica Vitti se mueve por un espacio que la precede, que la espera, una ciudad deshabitada y acechante, casi como una isla desierta en medio del océano, que observa impasible la llegada de un náufrago. En el film de Moreno el procedimiento parece ser otro: el punto de vista está tan ceñido al protagonista que el universo parecería abrirse a su paso. Es su mirada la que construye esos paisajes alucinados de los que el relato está compuesto, como si estos no existieran antes de que su azaroso derrotero lo llevara hasta allí. Véase si no la extraordinaria secuencia de las rutas, que concluye con el canto de un pájaro invisible oculto en la copa de un árbol, al cual el film, de golpe, decide dedicarle toda la atención, desdeñando el resto. (A quien alguna vez haya tenido un perro, y se haya dedicado a observarlo, le resultará fácil comprender el procedimiento. Así actúan los perros; así ven el mundo. Una sucesión ininterrumpida de curiosidades efímeras. Ahora huelen un perro lejano. Ahora miran al dueño. Van hacia el dueño. En el medio, reparan en algo tirado. Se dirigen a ese objeto. Lo huelen. Lo muerden. Lo llevan a un escondite. En el medio, oyen algo. Dejan el objeto. Ladran. Y todo así, con una agotadora y constante intensidad). El film, entonces, construye un mundo efímero, psicológico, hecho de espejismos, en donde son las imágenes las que construyen al personaje, y no al revés. En donde son las escenas las que parecen dictar el argumento, y no al revés.
Pero he dicho que hay un problema, y helo aquí: ocurre que en esta premisa lúcida y astuta es posible advertir un momento de debilidad. La escena sucede de esta manera. En alguno de sus tantos paseos por la ciudad, el personaje de Bigliardi visita una librería. Allí (en uno de los pasajes en que el film se acerca al estilo de Martín Rejtman, algo que ningún crítico ha evitado señalar), aparecerá un amigo de la infancia, y ese amigo lo invitará a una fiesta, y en esa fiesta sucederán otras tantas cosas importantes para la trama. Pero además de tener este lugar funcional dentro de la estructura, en la escena pasa algo más. En un breve diálogo, el librero les habla a los dos amigos de un autor cuya novela inicial fue un gran éxito, pero que en la segunda se dejó llevar por detalles sin importancia, vaguedades, oscilaciones argumentales, que lo llevaron al fracaso. “No pasa nada”, concluye el librero. “Nunca pasa nada, hasta el final”. “Está bien. ¿Por qué tiene que pasar algo?”, refuerza el amigo. Más tarde veremos a Bigliardi leyendo, no esa novela fallida, sino la primera. Ese diálogo está allí como si el narrador se viese obligado a advertir a los espectadores que la deriva narrativa que están viviendo no es pasajera, sino que es la sustancia misma del relato. Como si les dijera: “No esperen otra cosa”, o mejor: “Es así. Es a propósito”. Es acaso la única ingenuidad en una película que, hasta entonces, se había comportado en forma decidida y audaz. Y he aquí, a mi juicio, la cuestión. No en el hecho de que el film se haya permitido un momento de flaqueza, sino en el hecho de que la explicación haya aparecido como necesaria. En el hecho de que el narrador haya entrevisto la necesidad de pedir disculpas y hacer aclaraciones ante sus hipotéticos espectadores, porque esos hipotéticos espectadores podían pensar que si en el film no pasaba nada era por error, que si el film no les daba las certezas argumentales del relato clásico esos espectadores podían incomodarse o distraerse, como si esos hipotéticos espectadores no tuviesen conciencia de que los filmes con argumento diluido, debilitamiento de los nexos, formas narrativas asociadas al vagabundeo, etc., forman parte del cine desde hace ya (y me estremezco de sólo decirlo) setenta años. Si se hacen films así desde hace setenta años, ¿no es absurdo proclamar una vez más esos procedimientos como si fuese la primera? Y es precisamente aquí donde aparece el problema mayor: de todas las críticas que se han escrito sobre Un mundo misterioso, sólo un ínfimo porcentaje se ha abstenido de comentar la secuencia en cuestión. Los que la elogian, citarán los diálogos del librero y concluirán: “Este film valiente se deshace de los habituales corsés narrativos y se deja llevar por esto y lo otro…”. Los detractores dirán: “A tal punto el film cae en la abulia y el aburrimiento, en la impericia narrativa, que el director le hará decir a uno de sus personajes…”, y ahí va el librero. Increíblemente, ese diálogo explicativo es tomado por todos como el momento central del film, como un postulado necesario y novedoso, como si los setenta años de cine moderno no hubieran existido. Nuestros reparos, vaya sorpresa, acaban por resultar vanos. El librero tenía razón.
Algo similar había ocurrido durante el Bafici 2011 con otro film estrenado allí, La carrera del animal, de Nicolás Grosso, cuyo relato fantástico cometía la audacia infinita de construir a sus personajes desde el distanciamiento, reduciendo al mínimo sus características psicológicas y afectando, en mayor o menor medida, sus formas de habla y de comportamiento. Los críticos, perplejos ante lo que parecía ser una endiablada pieza de origen extraterrestre, se limitaron a consignar esos procedimientos y a señalar conjeturales líneas de filiación con otros cineastas “distanciados” como Alejo Moguillansky o Matías Piñeiro. Incluso, un crítico (Quintín, siempre un poco más ocurrente que el resto) se refirió a ellos en masa como “aquellos que creen que el cine argentino debería ser un homenaje permanente a Invasión, de Hugo Santiago”. Eso fue todo: advertir el distanciamiento, señalar su pertenencia a un club, y a otra cosa. Nada que decir del film en sí. Ni hablar de un intento de análisis o una visión crítica. Simplemente, situarse frente a la pantalla y tipear, apenas ocultando el desdén, “Bah, uno de los bressonianos”.
Yo, Mariano Llinás, soy un cineasta, no un crítico. No me considero en el lugar adecuado para hablar de filmes como Un mundo misterioso desde una perspectiva crítica. Tampoco simpatizo con las visiones corporativas, en las que un director defiende a otro de la crueldad de impíos intelectuales. Escribo simplemente movido por la irritación que me causa advertir que un film que considero extraordinario, bello y complejo marcha ciegamente hacia la muralla de la imposibilidad crítica, y lo hace de manera tan consciente que hasta se ocupa de dictarles a los críticos lo que deben saber para entenderlo. Parecería que los críticos (algunos críticos, inauguremos el eufemismo) hubieran perdido la posibilidad de ver los filmes, de percibir su particularidad, de descubrir en ellos acaso un momento fugaz de brillo, o un intento lúcido, o un hallazgo involuntario, y apenas se contentaran con enunciar procedimientos en forma rutinaria, procedimientos que ya se han definido tantas veces que son tan viejos como el cine mismo. Digámoslo violentamente: los cambios generados por el cine moderno (tan apreciados por los críticos cuando constituyeron vanguardia) no fueron simples cambios testimoniales: fueron puertas a nuevas posibilidades de la narración cinematográfica. No aspiraban meramente a ser novedades. Fueron novedosos, pero los procedimientos que descubrieron siguen siendo vehículos necesarios y vigentes. Un film de argumento debilitado, un film de vagabundeo, no es novedoso ya. No lo es desde hace cincuenta años. Pero eso no significa que sus vagabundeos conduzcan a los mismos lugares que los de Antonioni o Rossellini. El argumento ha estallado como vehículo único de narración para el cine, y Un cineasta simplemente puede elegir qué hacer con él. Hoy el cine es así. Algunos críticos, sin embargo, no lo comprenden. Sólo son capaces de entender las fórmulas, no los lugares adonde esas fórmulas llevan, como si los procedimientos modernos fuesen válidos apenas como experiencias aisladas, únicas, cuya incorporación al lenguaje del cine estuviese limitada a instancias marginales. Los críticos (algunos críticos) han condescendido al periodismo; sólo advierten la novedad, sólo buscan la novedad y reciben con desdén, tedio o mera impotencia cualquier atisbo de modernidad que no se pueda reducir a un concepto. Y ocurre que Un mundo misterioso no es novedosa. Su capacidad de conmover no obedece a procedimientos originales sino a procedimientos viejos. No es fácil escribir sobre ella, y a algunos críticos sólo parece conmoverlos aquello sobre lo que pueden escribir. Algunos críticos. ¿Qué pasará con ellos? ¿Cuántos años más será capaz el cine de proveerlos de novedades rimbombantes que ellos puedan descubrir y exhibir públicamente como si fueran trofeos, como si fueran cabezas de alce o de tigre colgadas en la pared? ¿Muchos? ¿Pocos? ¿Llegará acaso el día en que, hartos de buscar conceptos y fórmulas, vean finalmente las películas? ¿Llegará acaso el día en que, hartos de buscar la novedad, se vean enfrentados, finalmente, a la belleza?
Visiones. Un mundo misterioso. Elenco: Esteban Bigliardi, Cecilia Rainero, Rosario Bléfari, Leandro Uría y Germán de Silva. Fotografía: Gustavo Biazzi. Montaje: Martín Mainoli. Producción: Natacha Cervi, Hernán Musaluppi, Rodrigo Moreno.
Mariano Llinás (1975) es director, guionista y docente en la Universidad del Cine. Es uno de los fundadores de la productora El Pampero. Dirigió Balnearios, La más bella niña e Historias extraordinarias.
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