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Acerca de las relaciones entre la cámara y el concepto de intimidad.
La invención de la cámara, a juzgar por sus efectos a largo plazo, ha llevado a que las personas sean más desinhibidas. Ser desinhibido, en última instancia, es actuar como si una cámara estuviera frente a uno y uno lograra actuar frente a ella como si ella no estuviera. La desinhibición implica suponer la cámara (hacer como si estuviera) y negarla (hacer como si no estuviera). En relación con la cámara no existe la naturalidad, sino la fotogenia (hasta hace no mucho, a las personas extremadamente tímidas se les recomendaba aprender actuación). La cámara, antes que a generar una fobia, vino a cumplir una fantasía. Quien actúa en la vida cotidiana imaginándose cómo es visto mientras él no puede verse actúa como si estuviera presente una cámara o, mejor dicho, como si su vida fuera registrada mientras sucede. Quizá por eso mismo cuando una tecnología, finalmente, hace realidad su fantasía, se inhibe. La presencia real de la cámara frente a una persona –no su simple postulación imaginaria– es el verdadero test de fotogenia (la fotogenia sería la condición para hacer publicidad, cine, TV o estar en internet). Pero no es la sola presencia de la cámara lo que modifica la conducta. Para eso la cámara tiene no sólo que poder encuadrar, sino también poder encuadrar con nitidez el cuerpo y el rostro de una persona, en todos los tamaños de planos, desde el plano general hasta el primer plano (de ahí que las cámaras de vigilancia, las webcams y los celulares con cámara, al no haber desarrollado hasta ahora un sistema de encuadres propio con visos de volverse artístico, se consideren una forma de registro efímero, que sólo tiene valor por su instantaneidad y simultaneidad, al igual que las transmisiones “en vivo y en directo” de la TV, y que en esa misma medida, no inhiban al que se les pone enfrente). Lo que inhibe, cuando se está en público, es mirar al que a uno lo está mirando. Si se mira a la cámara, se mira al espectador, que en ese momento no está presente (la prohibición de mirar a la cámara sólo se rompe, a propósito, en la pornografía, porque el espectador deberá, para excitarse, formar parte de la escena, y en el noticiero televisivo, porque si los hechos están sucediendo mientras el espectador los ve, es como si estuviera presenciándolos in situ).
En base a esta prohibición, que exige actuar como si la cámara no estuviera, el lenguaje cinematográfico construyó a su espectador como un voyeur. Si la cámara es un sucedáneo de la mirada, y los distintos tipos de planos recortan la realidad desde la altura de los ojos de un cuerpo humano (así la vista sea aérea o submarina), es porque el cine confía en que el placer para el espectador radica en mirar sin ser mirado. Una tecnología que emula la mirada humana, y la perfecciona a los fines de espiar, queda restringida en el grado de conocimiento sobre los personajes a la exterioridad de las acciones. Ni siquiera el flashback pretende poner en imágenes la interioridad de un personaje, porque en la vida real, cuando alguien recuerda, no se ve a sí mismo formando parte de los hechos. En una película todos los planos son objetivos, aun los que se pretende que el espectador interprete como subjetivos. En el plano llamado subjetivo la visión del espectador coincide por un momento con la de un personaje, porque en ese momento ese personaje ve algo que no ven los otros, pero no por eso el espectador ve lo que siente o piensa ese personaje, su interioridad, sólo ve objetivamente lo mismo que él ve mientras piensa o se siente de ese modo.
El cine, condenado por la cámara a la exterioridad, es el arte de la tercera persona. La primera persona sólo es audible, cuando hay un narrador, desde la voz en off. Ese narrador, para ser tal, tiene que desdoblarse y enajenarse: se lo escucha en off en primera persona, se lo ve, como al resto de los personajes, cuando forma parte de la acción, en tercera persona. Pero la voz en off, al reconstruir los hechos, los narra como pretéritos, aunque el espectador los vea sucediendo en el presente. La primera persona del narrador noveliza los hechos, porque habla desde afuera de ellos, cuando ya sucedieron, como un sobreviviente. Tampoco podría ser de otro modo. La voz en off, como vehículo de la primera persona, es un recurso que el cine toma de la literatura. Pero enajenar el propio yo, desdoblarse para que la primera persona pueda ser imaginada como una tercera en la narración de un suceso vivido, tampoco es un procedimiento que le pertenezca a la literatura por ser una de las artes. De hecho, cualquier persona, sea o no dada a escribir, constituye su yo como un yo narrativo, porque relata los hechos que vive siempre de manera diferida respecto del presente en que suceden y siempre que lo hace debe novelarlos, aun para poder recordarlos (la novelización se inicia en la instancia del recuerdo). Los mecanismos por los cuales se crea el yo ficcional de un personaje –literario o cinematográfico– son los mismos por los cuales se crea, en la vida extraliteraria y extracinematográfica, el propio yo como yo narrativo. Fuera del orden de lo narrativo y fuera de los mecanismos especulares de la fotogenia (en los que la cámara amplía las posibilidades del espejo), el yo es algo inasible e irrepresentable. Si el cine tiene que recurrir a la literatura –por medio de la voz en off– para poner en curso una primera persona, es porque en él todo lo que se ve, se ve en tercera persona y se ve representado por personas –actores profesionales o no, frente a la cámara siempre se actúa– que no son las que han vivido los hechos que representan. Aun si alguien hiciera de sí mismo en una película, ¿de qué sí mismo estaría haciendo? ¿Del personaje que, de acuerdo con su profesión, ha hecho público y por el cual se ha vuelto conocido o famoso? ¿Con qué referente podría compararse, por ejemplo, al personaje de Nanni Moretti en Caro Diario y en Aprile? ¿Cuál sería el verdadero yo extracinematográfico de Nanni Moretti? Lo que revela el cine con su exterioridad, antes que un déficit para la representación del yo, es cuán férreamente incorporada al sentido común está aún la creencia de que la verdad respecto de una persona hay que buscarla en su intimidad, siempre y cuando la intimidad sea lo que esa persona no muestra en público.
Si bien el cine, como cualquiera de las artes, no tiene una invariante, la exterioridad de la cámara hacía parecer como improbable que en el cine de ficción tuviera lugar un verdadero giro autobiográfico –no así en el videoarte y en el documental, porque en estos campos, donde es corriente la manipulación de archivos fotográficos y fílmicos, era más previsible que la perspectiva de la primera persona derivara en un nuevo subgénero, el autorretrato–. Sin embargo, en la medida en que el giro de las artes hacia lo autobiográfico se basó en un interés casi excluyente por la intimidad, el cine de ficción hizo un aporte invaluable para que este giro fuera posible. Sólo que, para poder pensar ese aporte, habría que dejar de lado la pregunta habitual, la de cómo se puede representar la intimidad en un arte de la exterioridad (o la primera persona en un arte de la tercera). En su lugar, habría que preguntarse cuánto ha contribuido a la desinhibición general de la sociedad de masas un arte que, para desarrollar su lenguaje, pensó al espectador en la posición de voyeur. El que es educado para voyeur, ¿cómo no va a terminar queriendo exhibirse? Es obvio que nadie puede aprender a cumplir un rol pasivo sin internalizar, al mismo tiempo, el rol activo al que sirve de complemento. El cine, de hecho, nace a la par del psicoanálisis. Ambos son saberes contemporáneos, y contemporáneos el uno del otro. Ahora bien, ¿por qué exhibirse sería un deseo más vergonzante que espiar? Puede que tenga que ver con que en la sociedad de masas ya ninguna clase quiere practicar la falsa modestia, ese comportamiento que la burguesía consideraba el más decoroso en una sociedad donde todos compiten. La idea, tan cara a la República de Platón, de que los mejores no aspiran al poder, sino al conocimiento, y que por eso sus pares tienen que convencerlos de postularse para los cargos públicos, con el argumento de que si no, en su lugar, los van a ocupar los mediocres, que aman el poder y no sienten vergüenza por autopostularse, era, desde ya, una idea aristocrática con la que la aristocracia real –como la clase en la que la burguesía delegó el ejercicio del poder para dedicarse a los negocios– nunca se correspondió. ¿Por qué, entonces, en la sociedad de masas sería vulgar una conducta que es característica no sólo de los que aspiran al poder, sino de los que aspiran al reconocimiento, independientemente de sus talentos específicos? La única explicación posible radica en el número (algo que nunca antes de la sociedad de masas fue una explicación). Hacer lo que todos hacen –o quieren hacer– en una sociedad en la que el número de personas es exponencialmente mayor que en otras anteriores es lo que habría devenido vulgar. El cine, en este sentido, como estuvo dirigido desde un comienzo a un público considerado por el número –un número que era medido en cifras considerablemente más altas que las que las otras artes asocian con el éxito– nunca temió la vulgaridad. Es más, hizo de la parte más manipulable del yo su materia de estudio –al igual que el psicoanálisis, su contemporáneo– y construyó un lenguaje artístico que le estaba dirigido. Las emociones que buscaba provocar una película durante su proyección (terror, suspenso, risa, llanto) estuvieron demasiado contrapuestas a las de la vida cotidiana como para no terminar convertidas en el modelo por excelencia de lo que significaba “vivir intensamente”, sobre todo si sus espectadores eran personas obligadas a parecerse hasta en las necesidades más secretas, para facilitarle así al mercado la tarea de satisfacerlas. Apelar a emociones fuertes que son infrecuentes en la vida cotidiana es lo que hizo del cine un arte popular. Cuando no se pretende ese tipo de emociones –como en el caso de los cineastas modernos– es porque se renuncia al deseo de popularidad. Lo popular es lo que emociona. Y emociona lo que es extraordinario. Por eso el cine clásico no distinguió nunca entre pequeños y grandes hombres. En él sólo hay individuos. Lo que hace de un hombre un individuo es la aventura extraordinaria que protagoniza. No importa el lugar que ocupa en la sociedad ni los talentos que posee. Ser extraordinario y ser el protagonista de una película pasan a ser sinónimos.
Este modelo de espectacularidad, construido en base al hiato entre el cine y la vida, no cambia demasiado hasta que la TV se incorpora al hogar. Por eso, recién con la TV existirá un ámbito en que el voyeur construido por el cine pueda ejercer su exhibicionismo. La TV enseña qué es exhibirse. Exhibirse es ser uno mismo, siguiendo la premisa de que uno es uno mismo en la intimidad, cuando la cámara no lo registra. En la TV las personas públicas tienen que comportarse como si estuvieran en su casa. La persona pública es sí misma cuando actúa como si no estuviera frente a una cámara. Si alguien aparece en el televisor diciendo que es quien es –y es quien dice que es, no alguien que hace de él, como sucedería en una ficción–, que esté ahí en ese momento es más importante que el hecho de que lo que esté diciendo sea verdad. Lo que el televidente está viendo en ese momento es no ficción, aunque esté guionado, y lo que está escuchando es una confesión, aunque sea mentira. De hecho, este nuevo modelo de espectacularidad –el de lo espectacular como lo que se ve “en vivo y en directo”– lleva finalmente a notar cuántos momentos de la vida cotidiana están guionados, qué poco de todo lo que hacemos a lo largo del día es enteramente espontáneo. De ahí que a nadie le importe que en los realities cada participante interprete un papel y tenga escrito su guión o que los votos del jurado en una competencia de baile estén previamente acordados: eso enfatiza todavía más el parecido de esos programas con la vida cotidiana y con el mundo del trabajo de los televidentes. Lo que sucede a ambos lados de la pantalla –competencias y arreglos, delitos y accidentes, tragedias y catástrofes, amores y traiciones– es cotidiano. E íntimo, porque se borra la distancia entre el que se exhibe y el que espía. Además, ya no se espían las vidas ajenas desde el absoluto anonimato, porque el que está del otro lado de la pantalla es invitado a opinar y participar, aunque lo haga bajo un seudónimo (la misma lógica se sigue en internet). La TV, igual que el cine clásico, de quien hereda su espectador-voyeur, tampoco distingue entre pequeños y grandes hombres, pero no porque para ella todos los hombres que aparecen en pantalla sean extraordinarios, sino porque para ella todos los hombres son ordinarios. En la TV, cada vez más dada a la no ficción (igual que internet), predomina lo que Hegel llamaba tersitismo, el punto de vista de aquellos que, como el Tersites homérico, critican a los reyes desde el lugar del ayuda de cámara. El que está a diario cerca de un hombre y lo ve comer, beber e ir al baño igual que él, no lo puede considerar un gran hombre. No importa qué es lo que haga ese hombre fuera de la intimidad. En la intimidad todos los hombres somos iguales. Sólo que, sin una cámara delante, nadie puede saber si tiene la suficiente fotogenia como para exhibir lo que hace cuando la cámara está apagada. De todos modos, que tantas personas confíen en que su yo íntimo es tan exhibible como el de los demás puede indicar no que se sienten extraordinarias, sino que consideran que nadie lo es. De ser así la TV (y su continuación por otros medios, que es internet) ya ha triunfado sobre el cine.
Lecturas: Paul Ricoeur, Sí mismo como un otro (México, Siglo XXI, 1996); Pascal Bonitzer, El campo ciego. Ensayos sobre el realismo en el cine, (Buenos Aires, Santiago Arcos, Biblioteca Kilómetro 111, 2007); María Moreno, “YOrando en el espejo”, en Radar, suplemento de Página/12, 27/01/2008, pp. 4-9.
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