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Las verdugas

CINE

 

Acerca de la polémica sobre La historia de Julieta, de Victoria Siffredo.

 

Sade escribe la Historia de Juliette –igual que la de su hermana, Justine– antes de la Revolución. La publica en 1797, en seis volúmenes que suman –traducidos al castellano en tres tomos– 1.359 páginas. Es su novela más extensa y, junto con Los 120 días de Sodoma, la de los suplicios más rebuscados y la filosofía política más actualizable –sin que eso la haga menos ilustrada–. La realizadora argentina Victoria Siffredo basa en ella su primera película y la ambienta durante la última dictadura, lo que ha llevado a pensar, a quienes la vieron en el Festival de San Sebastián de este año, que se trata de una alegoría sobre la formación de los represores. Pero la película está narrada –igual que la novela– desde la primera persona de una mujer, la Julieta del título, que instruye al espectador sobre cómo pasar de víctima a verdugo, pudiendo realizar, con total impunidad, las acciones más contrarias a la ley y a la moral. En este caso, La historia de Julieta sería una alegoría sobre la represión, narrada desde el punto de vista del verdugo, pero en la que ese lugar lo ocupa una mujer. La película, a su vez, está dirigida por una mujer. La que podría ser para Siffredo su mejor coartada –¿no es de feministas criticar a las mujeres por ejercer el poder de la misma manera en que lo aprendieron, y lo padecieron, de la sociedad patriarcal?– termina volviéndose en su contra –si la película, tal como es, estuviera dirigida por un varón, ¿sería leída en la misma clave? –. Tesis acaba de publicar, en su último número, una extensa cobertura del Festival de San Sebastián en la que le dedica a La historia de Julieta el espacio reservado a la polémica. Jesús Quintanilla –quien escribe la introducción– asegura que ninguna otra película del festival pone al espectador en una posición de incomodidad semejante. De ahí que la revista haya invitado a escribir a Rosa García Muñoz –una socióloga feminista– y a Sergio Puente –un psicoanalista argentino, profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona–.

García Muñoz dice que en la representación de las prácticas genocidas del siglo XX no existe la figura de la represora. Por la tardía inserción de las mujeres en las instituciones militares y en las fuerzas de seguridad, esa figura no es fácilmente ficcionalizable en términos realistas –sí, farsescos, como en Pascualino Siete Bellezas, el filme de la feminista Lina Wertmüller–. De hecho, Julieta tiene 15 años cuando, en 1976, su padre militar la encierra en un convento. Allí aprende de Delbene, la superiora, no sólo el libertinaje, sino el secreto para endurecerse y dejar de sufrir: siendo insensible frente a las desgracias ajenas podrá lograr que las propias no la afecten. De esta apatía –dice bien Julieta– nacen los más grandes crímenes. Al final de la película, en ese futuro impreciso en el que Avilés (Noirceuil, en la novela), su último instructor en materia de depravaciones, es llamado para hacerse cargo del gobierno y la convoca como su mano derecha, se la ve madura y satisfecha, completamente libre de toda pasión y de todo vínculo que le exija lealtad (ya le ha vendido a su hija Mariana a Avilés, para que haga con ella lo que quiera y después la mate). Los años de formación de Julieta le han enseñado que el libertinaje, la prostitución, el robo y el crimen no son más que prácticas inspiradas por una naturaleza que no ha querido hacer a los seres humanos iguales, sino a unos fuertes y a otros débiles. Todo ese aprendizaje lo hizo como víctima, que es la mejor posición de partida para convertirse en verdugo. Quien ha sufrido –nos recuerda García Muñoz– sabe hacer sufrir. Esa fue siempre la lógica del aprendizaje en las academias militares y de policía. Quien se educa en base a golpes y humillaciones descargará en otros, a los que sienta más débiles, la ira que contuvo mientras lo golpeaban y lo humillaban. Por eso la revolución –aprende Julieta de Dorval, el ladrón que, estafándola, le enseña a estafar– es la venganza del débil sobre el fuerte. El débil quiere lograr –por medio de las leyes– la igualdad entre los hombres que la naturaleza no ha establecido. El fuerte, en cambio, no la necesita, porque puede obtener lo que quiere despojando a otros. Cada uno tiene su turno. El débil, la revolución. El fuerte, la restauración. Pero ningún orden es estable en la naturaleza. García Muñoz toma esta idea del personaje de Dorval –parte de un extenso sermón en la novela, que el guión de Siffredo reduce inteligentemente a este único pasaje– para justificar que Julieta se haya formado, siendo víctima, en tiempos de la dictadura, y que se haya convertido en verduga en tiempos de democracia. Lo que verdaderamente cree quien se considera parte de los fuertes –afirma García Muñoz– es que no existe un orden político justo y verdadero, sino uno circunstancial y siempre interesado, del que debe sacar provecho, aun cuando el turno propio no haya llegado. Julieta no tiene el perfil de una quimérica ex represora –en ese caso, Siffredo habría querido provocar al público, poniendo en el lugar del verdugo a una mujer, como lo hizo, por ejemplo, Wertmüller–, sino el de una represora del peor de los porvenires, que es uno de los porvenires posibles que augura el siglo XXI. El turno de Julieta –que se considera una fuerte– parece estar en un futuro donde las mujeres que llegan al poder –como las que llegaron antes que ella en el Primer Mundo– impulsan la guerra preventiva y los crímenes selectivos, en nombre del combate contra el terrorismo. De hecho, por sentirse una fuerte, Julieta siempre se cree parte del Primer Mundo, aunque viva en el Tercero –los países islámicos serían hoy el Segundo–. Lo que no se pregunta García Muñoz es por qué la época en que las mujeres occidentales tienen un acceso irrestricto al poder es la misma en la que los gobiernos de los países más poderosos justifican públicamente políticas de seguridad y de segregación para con los inmigrantes a las que, en manos de sus enemigos pasados, llamaban totalitarias. Es obvio que hay mujeres de todas las izquierdas y de todas las derechas, pero algunas, como Julieta, parecen tener algo –eso que el psicoanálisis llama “identificación de la víctima con el opresor”– que las vuelve los sujetos más adecuados para llevar adelante, desde el poder, esta fase de la política. Esa pregunta no formulada por García Muñoz es la que abre el artículo de Puente.

Julieta –dice Puente–, al haber sido víctima de cada uno de sus mentores, no sólo los ha superado en crueldad en el momento de ocupar sus lugares, sino que ha refinado, en términos filosóficos, el credo que los inspiraba. Ella hace todo sin pasión, por puro placer intelectual, como una auténtica ilustrada. No es un monstruo alimentado de resentimiento que les hace a otros, sus víctimas, lo que a ella le hicieron sus instructores –como presume García Muñoz, al suponer una analogía entre la educación de Julieta y la formación de los militares y de los policías–, sino una máquina, calculadora e impasible, cuyas acciones no deben tomarse como algo personal. La historia de Julieta no es una crítica de la lógica de la represión. Si lo fuera, ¿por qué todas las figuras eróticas y de suplicio, que se arman por el ensamblaje de los cuerpos, están filmadas como los números de un musical? ¿No sería este, acaso, el modo como se representarían los verdugos –desde la óptica que les adjudica Siffredo– los suplicios a los que someten a sus víctimas? “Julieta soy yo”, dice Puente que debería confesar Siffredo, ya que filma desde el punto de vista del verdugo. Y ese punto de vista jamás se alterna (quizá para diferenciarse radicalmente de la versión de Pasolini de Los 120 días de Sodoma, donde las víctimas se pliegan a sus calvarios con asco, con desinterés, con resignación e incluso oponiendo resistencia: todas estas actitudes los convierten por un momento en sujetos, en proyectos de personaje). Cuando García Muñoz defiende a Siffredo –cree Puente–, lo hace con los mismos argumentos de quienes leyeron a Sade como un crítico del Antiguo Régimen: estaríamos ante una pintora de los peores males del presente, una especie de antropóloga del mundo biopolítico –de hecho, el control total sobre la vida que caracteriza a la biopolítica empieza a desarrollarse en el mismo siglo XVIII en que Sade escribía sus novelas–. El problema es sobre la base de qué marcas de la película se puede suponer un punto de vista distinto del punto de vista de la verduga, si las víctimas no existen como personajes: o son meros engranajes de las complejas coreografías en las que deben insertarse para morir o son reses que se dejan faenar sin conciencia, pero en ninguno de los dos casos tienen rango humano. No se les atribuye ni la más primaria de las pasiones humanas, que es el miedo, ni el más oscuro de los derechos, que es el derecho a la perversión. No se les permite insensibilizarse frente al sufrimiento, porque podrían seguir el camino de Julieta. Si se insensibilizaran, no gritarían, y que griten es lo único que se espera de ellas, igual que en las películas de terror. Si hicieran otra cosa que gritar, las víctimas necesitarían ser tratadas como personajes. ¿Por qué el de Siffredo no sería, entonces, el punto de vista de alguien fascinado con lo que describe, que quiere que el espectador se ponga en el lugar de quien disfruta con hacer el mal, tal como proponen las películas de horror contemporáneas, de las que es posible gozar identificándose con el verdugo? La pregunta de Puente no deja de ser interesante, pero tendría sentido responderla sólo si Siffredo no hubiera puesto fecha alguna en su película. El hecho de que Julieta sea encerrada en un convento argentino en 1976, a los 15 años, hace que cada momento de la película quede fechado y sea localizable (incluso el futuro impreciso en que la película termina, con Julieta madura: se trata de la madurez de alguien nacido en 1961 y que está hablando en un castellano porteño). Al poner una fecha en el inicio de su película, Siffredo politiza todas las acciones de Julieta, porque la hace hija de la dictadura del Proceso antes que hermana de las líderes de la era biopolítica.

 

La dificultad para hablar mal de La historia de Julieta es que hoy, frente a la mostración en crudo de la realidad, casi nadie quiere quedar como moralista. La distinción entre imágenes justas e imágenes abyectas en la que creía Serge Daney, así como su idea de que hay películas que no se deben ver, se han convertido en verdades de otra época, en la que los campos de concentración permanecieron ocultos (hoy sabemos de Guantánamo por las fotos de los diarios). La dificultad para hablar bien de la película es que hay que reconocerle su grado de verdad al punto de vista del verdugo: del lado del opresor se debe saber algo que no se sabe del lado del oprimido. Pero ¿qué es eso que se ve de manera privilegiada cambiando el punto de vista? Quizá toda la molestia se deba a que una obra puede ser parte del arte y ser políticamente fascista. La estética acostumbra celebrar las obras políticamente incorrectas. Las políticamente fascistas las entrega a la historia y a las ciencias sociales, para que estudien en ellas algo a lo que subordinan el arte. De ahí que Lili Marlene de Fassbinder (como melodrama que imita los melodramas de la época nazi), Starship Troopers de Verhoeven (como adaptación de la novela del fascista Robert Heinlein) Funny Games, de Haneke (como puesta en abismo sádica de las películas de sádicos) o Tropa de Elite de José Padilla (como narración hiperrealista sobre el narcotráfico en las favelas, contada desde el punto de vista de un policía que tortura y mata) presenten como única prueba de que no son fascistas el hecho de que sus directores no son fascistas. Se trataría, en cualquiera de estos casos, de películas que juegan con el lenguaje del fascismo, dando por sentado que el fascismo es como se deja ver. De hecho, cualquier obra puede ser hecha de acuerdo con una ideología y unos criterios estéticos que no son los de su realizador (en ese caso, el fascismo se habría convertido en un género más, reescrito en clave contemporánea). El problema no es que el juego con el lenguaje fascista no se pueda discernir con la sola visión de la obra y que eso pueda incomodarnos como espectadores (como si la catarsis no fuera, a su vez, parte de un juego en el que uno, por un rato, deja de ser uno para ponerse en el lugar de otro, y tuviéramos que pensar que, por su intermedio, se revela en nosotros la verdad oculta de nuestra adormilada conciencia política). El problema es para qué se hacen esos juegos en los que alguien filma una película fascista sin ser fascista, y a qué jugamos los espectadores cuando los jugamos, si no creemos en ellos. ¿Son artísticos, en lugar de políticos, por el solo hecho de ser juegos? Supongamos que Siffredo –que hasta ahora no ha dado declaraciones– fuera feminista y de izquierda, y que ha jugado, en su película, a no diferenciar su punto de vista del de Julieta, ¿cuál es el valor estético de esa operación, si no hay ninguna verdad en ella? ¿Provocar, en la era en que el público está sediento de ser provocado? ¿Por qué esa operación no sería, precisamente por lúdica, un gesto que entra en la órbita de la política, en la medida en que la directora también podría estar fingiendo que no es fascista? ¿Por qué la directora sería la garantía última de verdad en una obra que no cree en la verdad? Lo perturbador para nosotros, los espectadores, sería que estuviéramos viendo algo verdadero creyéndolo parte de un juego.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Alicia Mihai Gazcue, Negociaciones II, carbonilla sobre papel, 1999.

Lecturas. La historia de Julieta (Argentina, 2007), escrita y dirigida por Victoria Siffredo sobre la novela de Sade, con María Abadi (Julieta), Oscar Ferreiro (Avilés), Claudio Quinteros (Dorval), Tina Serrano (Duvergier) y Carolina Fal (Delbene). Jesús Quintanilla, “La historia de Julieta. Introducción a una polémica”, Rosa García Muñoz, “El sadismo argentino” y Sergio Puente, “Julieta es Victoria”, en Tesis, N° 5 (Madrid, octubre de 2007); Marqués de Sade, Juliette, 1, 2 y 3, traducción de Pilar Calvo, (Madrid, Fundamentos, 1987); Serge Daney, “El travelling de Kapo”, en Perseverancia. Reflexiones sobre el cine (Buenos Aires, El Amante, 1998); Michel Foucault, “Derecho de muerte y poder sobre la vida”, en Historia de la sexualidad 1. La voluntad de saber (Buenos Aires, Siglo Veintiuno 1990).

Silvia Schwarzböck es doctora en Filosofía y profesora de Estética en la UNR, la UNL y la UNQ. Ha publicado La herencia de Prometeo (1994), una edición crítica de Fundamentación de la metafísica de las costumbres, de Kant (1998), La fuga triste. Estudio crítico sobre Crónica de una fuga (2007) y Adorno y la política (en prensa), además de numerosos ensayos sobre temas de estética, filosofía política, arte y cine.

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