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Espacio-chatarra

CUADERNO

 

Aeropuerto Logan: una nueva versión de calidad mundial destinada al siglo XXI.

(Cartel de fines del siglo XX.)

 

El conejo es la nueva carne de res… Porque detestamos lo utilitario, nos hemos condenado a una inmersión de por vida en la arbitrariedad… LAX: orquídeas acogedoras –quizás carnívoras– en el mostrador de preembarque… La “identidad” es la nueva comida chatarra de los desposeídos, el pasto de la globalización para los sin voto. Si la chatarra espacial consiste en los desechos humanos que ensucian el universo, el espacio-chatarra son los residuos que la humanidad deja en el planeta. El producto construido (más sobre esto después) de la modernización no es la arquitectura moderna, sino el espacio-chatarra. El espacio-chatarra es lo que queda después de que la modernización ha cumplido su ciclo o, más precisamente, lo que cuaja mientras la modernización está en marcha, una secuela. La modernización seguía un programa racional: compartir universalmente los beneficios de la ciencia. El espacio-chatarra es su apoteosis, o su fusión accidental… Aunque sus partes son el resultado de invenciones brillantes, planeadas con lucidez por la inteligencia humana, intensificadas por cómputos infinitos, la suma de aquéllas anuncia el fin de la Ilustración, su resurrección como farsa, un purgatorio de cuarta… El espacio-chatarra es la suma total de nuestros logros actuales; hemos construido más que todas las generaciones anteriores juntas, pero en cierto modo no nos pesamos en la misma balanza. No legamos pirámides. De acuerdo con un nuevo evangelio de la fealdad, hay más espacio-chatarra en construcción en el siglo XXI que el que quedó del XX… Fue un error inventar la arquitectura moderna en el siglo XX. La arquitectura desapareció en el siglo XX; hemos estado leyendo una nota al pie con un microscopio esperando que se convirtiera en una novela; nuestra preocupación por las masas nos ha vuelto ciegos a la Arquitectura Popular. El espacio-chatarra parece una aberración pero es esencia, lo principal… es el fruto del encuentro entre una escalera mecánica y el aire acondicionado, concebido en una incubadora de durlock (tres cosas que faltan en los libros de historia). La continuidad es la esencia del espacio-chatarra; éste usa cualquier invención que permita una expansión, utiliza una infraestructura sin junturas: escalera mecánica, aire acondicionado, regador, extinguidor, cortina de aire caliente… Es siempre interior, tan extenso que rara vez se perciben límites; promueve desorientación por todos los medios (espejos, lustres, ecos)… El espacio-chatarra está sellado, unido no por una estructura, sino por una piel, como una burbuja. La fuerza de gravedad fue siempre una constante, combatida con el mismo arsenal desde el comienzo de los tiempos; pero el aire acondicionado –un medio invisible, por ende no percibido– ha revolucionado verdaderamente la arquitectura. El aire acondicionado produjo el edificio sin límites. Si la arquitectura separa edificios, el aire acondicionado los une. El aire acondicionado ha dictado regímenes mutantes de organización y coexistencia que dejan atrás la arquitectura. Un shopping center es ahora obra de generaciones enteras que planean el espacio, reparan y arreglan, como en la Edad Media; el aire acondicionado sustenta nuestras catedrales. (Sin saberlo, quizás todos los arquitectos trabajen en el mismo edificio, hasta ahora separado, pero con sensores ocultos que al final crearán una coherencia.) Porque cuesta dinero, porque no es gratis, el espacio acondicionado se vuelve inevitablemente condicional; tarde o temprano todo el espacio condicional se vuelve espacio-chatarra… Cuando pensamos en el espacio, solo miramos lo que lo contiene. Como si el espacio fuera invisible, toda teoría sobre la producción de espacio se basa en una preocupación obsesiva por sus opuestos: sustancia y objetos, es decir, arquitectura. Los arquitectos nunca explicaron el espacio; el espacio-chatarra es el castigo que recibimos por sus falsificaciones. Pues bien, hablemos entonces del espacio. La belleza de los aeropuertos, en especial apenas se los remodela. El brillo de las renovaciones. La sutileza del shopping center. Exploremos el espacio público, descubramos casinos, pasemos tiempo en parques de diversiones… El espacio-chatarra es el doble de cuerpo del espacio, un territorio de visión disminuida, de expectativas limitadas, de seriedad reducida. El espacio-chatarra es un Triángulo de las Bermudas de conceptos, una cápsula de Petri abandonada: suprime las distinciones, socava la determinación, mezcla la intención con la realización. Reemplaza jerarquía por acumulación, composición por añadido. Cada vez más, más es más. El espacio-chatarra está demasiado maduro y demasiado desnutrido a la vez, es una colosal manta de seguridad que cubre la tierra en una llave paralizante de seducción… El espacio-chatarra es como estar condenado a un eterno jacuzzi junto a millones de nuestros mejores amigos… Confuso imperio de lo borroso, funde lo alto y lo bajo, lo público y lo privado, lo recto y lo torcido, lo saciado y lo famélico para ofrecer un mosaico perfecto de lo desarticulado. Apoteótico en apariencia, espacialmente grandioso, el efecto de su riqueza es un hueco terminal, una parodia viciosa de la ambición que erosiona sistemáticamente la credibilidad de la construcción, quizás para siempre… El espacio fue creado acumulando materia sobre materia, cementado para formar una nueva totalidad sólida. El espacio-chatarra es aditivo, estratificado, ligero; no está articulado en partes distintas, sino subdividido, troceado en cuartos como una res: pedazos individuales escindidos de una condición universal. No hay muros, solo tabiques, membranas relucientes y a menudo doradas o revestidas de espejos. Debajo de la decoración la estructura se queja invisiblemente o, peor, se vuelve ornamental; pequeños marcos de espacio brillante sostienen cargamentos nominales, o enormes vigas transportan cargas ciclópeas a destinos insospechados… El arco, antes bestia de carga de las estructuras, es hoy un agotado emblema de la “comunidad”, bienvenida para infinidad de poblaciones virtuales a lugares inexistentes. Donde está ausente, simplemente se lo aplica como idea ornamental de último momento –mayormente en estuco– sobre superbloques erigidos a las corridas. La iconografía del espacio-chatarra es 13% romana, 8% Bauhaus, 7% Disney (cabeza a cabeza), 3% Art Nouveau, seguido de cerca por lo Maya… Como una sustancia que hubiera podido condensarse de cualquier otro modo, el espacio-chatarra es el dominio de un orden fingido, simulado, el reino del diseño virtual. Su configuración específica es tan fortuita como la geometría de un copo de nieve. Las figuras implican repetición o en última instancia reglas descifrables; el espacio-chatarra va más allá de lo medible, del código… Porque no se lo puede aprehender, no se lo puede recordar. Es vistoso pero olvidable, como un salvapantalla; al negarse a la inmovilidad, asegura una amnesia instantánea. El espacio-chatarra no apunta a crear perfección, solo interés. Sus geometrías son inimaginables, solo se las puede trazar. Aunque estrictamente no es arquitectónico, tiende a lo abovedado, a la cúpula. Algunas secciones parecen dedicadas al más completo estatismo, otras a una perpetua agitación retórica: lo más inanimado reside junto a lo más histérico. Los motivos crean una atmósfera de atrofia en interiores del tamaño del Partenón, dando a luz abortos en todos los rincones. La estética es bizantina, suntuosa y oscura, astillada en miles de añicos visibles al mismo tiempo: un universo cuasi panóptico cuyos contenidos se reordenan en fracciones de segundo en torno a la mareada mirada del observador. Los murales mostraban ídolos; los módulos del espacio-chatarra están diseñados para mostrar marcas comerciales; se pueden compartir mitos: las marcas registradas dosifican el aura a merced de grupos de mercadotecnia. Las marcas en el espacio-chatarra cumplen el mismo rol que los agujeros negros en el universo: son esencias por donde desaparece el significado… Las superficies más brillantes de la historia de la raza humana reflejan a la humanidad en su momento más informal. Cuanto más habitamos lo grandioso, más nos vestimos sin cuidado. Un código vestimentario estricto –¿un último espasmo de etiqueta?– rige el acceso al espacio-chatarra: shorts, zapatillas, sandalias, buzos, vaqueros, parka, mochila. Como si de repente el Pueblo tuviera acceso a la vivienda privada de un dictador, el espacio-chatarra se disfruta mejor en un estado de embobamiento posrevolucionario. Las polaridades se han mezclado, no queda nada entre la desolación y el frenesí. El neón significa tanto lo viejo como lo nuevo; los interiores hacen referencia a la Edad de Piedra y a la Espacial al mismo tiempo. Como el virus inoculado, la arquitectura moderna sigue siendo esencialmente, aunque solo en sus manifestaciones más estériles, de alta tecnología (¡hace apenas una década parecía tan muerta!). Exhibe lo que las generaciones pasadas escondían: las estructuras sobresalen como resortes de colchón; las escaleras de emergencia cuelgan como trapecios didácticos; las sondas penetran en el espacio para librar lo que de hecho es omnipresente, el aire libre; metros y metros de vidrio penden de cables como telas de araña, pieles estiradas y tensas recubren fláccidos no-eventos. La transparencia solo revela todo aquello de lo que uno no puede participar. Cuando dan las doce todo puede volverse gótico taiwanés, en tres años pasar a estilo nigeriano de los sesenta, chalet noruego, o cristiano por defecto. Hoy los terrícolas viven en un grotesco de jardín de infantes… El espacio-chatarra prospera gracias al diseño, pero el diseño muere en el espacio-chatarra. No existe la forma, solo la proliferación… La nueva creatividad consiste en regurgitar; en vez de la creación, honramos, valoramos y adoptamos la manipulación… Supercuerdas de gráficos, emblemas de franquicias trasplantados y cintilantes infraestructuras de luz, diodos LED y sistemas de video describen un mundo sin autor, más allá de lo que nadie puede atribuirse, siempre único, completamente impredecible, pero intensamente familiar. En el espacio-chatarra hace calor (o de repente un frío ártico); las paredes fluorescentes, plegadas como vidrio fundido de colores, generan tanto calor adicional que la temperatura del espacio-chatarra llega a niveles en los que se podrían cultivar orquídeas. Simulando historias a un lado y otro, sus contenidos son dinámicos y aun así estancados, reciclados o multiplicados como clones: las formas buscan una función como los cangrejos ermitaños un caparazón vacío… El espacio-chatarra se deshace de la arquitectura como un reptil se deshace de su piel, vuelve a nacer cada lunes por la mañana. En las construcciones del pasado, la materialidad suponía un estado final que solo podía modificarse pagando el costo de una destrucción parcial. Justo cuando nuestra cultura ha abandonado la repetición y la regularidad por represivas, los materiales de construcción se vuelven cada vez más modulares, unitarios y estandarizados; la sustancia viene predigitada… A medida que el módulo se reduce más y más, va alcanzando un estatus de criptopíxel. Con una dificultad enorme –presupuesto, discusión, negociación, deformación– lo irregular y lo único se construyen a partir de elementos idénticos. En vez de extraer orden del caos, ahora se extrae lo pintoresco de lo homogeneizado, lo singular redimido del estándar… Los arquitectos fueron los primeros en pensar en el espacio-chatarra y lo denominaron “megaestructura”, la solución final para trascender un enorme punto muerto. Como múltiples torres de Babel, las enormes superestructuras durarían por toda la eternidad, llenas de subsistemas efímeros que mutarían con el tiempo, más allá del control de los arquitectos. En el espacio-chatarra, se dan vuelta las cosas: hay solo subsistemas, sin superestructura, partículas huérfanas en busca de un marco o una figura. Toda materialización es provisional: cortar, doblar, rasgar, recubrir: la construcción ha adquirido una nueva suavidad, como la de la sastrería… La juntura ya no es un problema, un tema intelectual: los momentos de transición se definen engrapando y remachando; unas bandas marrones arrugadas mantienen a duras penas la ilusión de superficie ininterrumpida; verbos desconocidos e inconcebibles en la historia de la arquitectura –enganchar, pegar, plegar, tirar, encolar, extender, doblar, fusionar– se han vuelto indispensables. Cada elemento cumple su tarea en un aislamiento convenido. Donde el detalle alguna vez sugirió la unión, quizás para siempre, de materiales diversos, hay ahora un apareamiento provisional, que espera ser deshecho, desatornillado, un abrazo temporario con grandes probabilidades de separación; ya no el encuentro orquestado de la diferencia, sino el fin abrupto de un sistema, un punto muerto. Solo los ciegos, leyendo los empalmes con los dedos, comprenderán alguna vez las historias del espacio-chatarra… Mientras que milenios enteros estuvieron a favor de la permanencia, de axialidades, relaciones y proporciones, el programa del espacio-chatarra consiste en aumentar. En vez de desarrollo, ofrece entropía. Como el espacio-chatarra no tiene fin, en él siempre hay fisura que gotea; en el peor de los casos, ceniceros monumentales atrapan gotas en un caldo gris… ¿Cuándo fue que el tiempo dejó de ir hacia adelante, que empezó a devanarse para todos lados como un casete fuera de control? ¿Desde que apareció Tiempo Real®? El cambio se ha disociado de la idea de mejoramiento. No hay progreso; como un cangrejo que tomó LSD, la cultura trastabilla de lado sin cesar… La vianda contemporánea promedio es un microcosmos de espacio-chatarra: una ferviente semántica de la salud –lonjas de berenjena cubiertas con gruesas capas de queso de cabra– anulada por el bizcocho del fondo… El espacio-chatarra agota y a su vez es agotado. En todas partes del espacio-chatarra hay lugares para sentarse, filas de sillas modulares, incluso sofás, como si la experiencia que el espacio-chatarra ofrece a sus clientes fuera significativamente más cansadora que cualquier sensación espacial previa; en sus zonas más abandonadas uno encuentra bufetes: mesas utilitarias cubiertas por manteles blancos o negros, someros montajes de cafeína y calorías (queso untable, tortas, uvas inmaduras), representaciones nocionales de la abundancia, sin cuerno y sin abundancia. Todo espacio-chatarra se conecta, tarde o temprano, con las funciones corporales: arrinconados entre tabiques de acero inoxidable se sientan filas de romanos gemebundos, con togas de jean abultadas sobre sus enormes zapatillas… Porque se lo consume con tal intensidad, al espacio-chatarra se lo cuida fanáticamente: el turno de noche deshace el daño hecho durante el turno de día en una interminable repetición sísifica. Mientras nos recuperamos del espacio-chatarra, el espacio-chatarra se recupera de nosotros: entre las dos y las cinco de la mañana, otra población, descorazonadamente calma y notablemente más oscura, baldea, aspira, barre, cambia toallas, recarga… El espacio-chatarra no inspira lealtad en los que limpian… Dedicado a la gratificación instantánea, el espacio-chatarra incluye semillas de perfección futura; un lenguaje de las excusas se trama en su textura de euforia enlatada; letreros que dicen “sepa disculparnos” o carteleras amarillas en miniatura pidiendo “perdón” marcan áreas mojadas, anuncian molestias momentáneas que prometen un brillo inminente, el atractivo del perfeccionamiento. En alguna parte, operarios se arrodillan –como si rezaran– para reparar secciones gastadas, o por poco desaparecen en huecos del techo para vérselas con desperfectos esquivos –como si se confesaran–. Todas la superficies son arqueológicas, superposiciones de distintos “períodos” (¿cómo llamar al momento en que un tipo especial de moquette estuvo de moda?), como bien se nota cuando se rompen… Tradicionalmente, la tipología implica una demarcación, la definición de un modelo singular que excluye otras disposiciones. El espacio-chatarra representa una tipología inversa, de identidad acumulativa, aproximada, que tiene menos que ver con la clase que con la cantidad. Pero la falta de forma sigue siendo forma, lo informe una tipología… Tomemos el basurero, donde sucesivos camiones descargan sus cargamentos para formar una pila, un todo pese a sus contenidos azarosos y a su falta fundamental de forma; o la tienda-envoltorio que cobra diferentes formas según la variedad de los interiores que acoja. O la entrepierna amorfa de los pantalones de la nueva generación. El espacio-chatarra puede ser o bien absolutamente caótico o bien espantosamente aséptico –como un best-seller–, sobredeterminado e indeterminado al mismo tiempo. Los salones de baile son bastante extraños, por ejemplo: enormes baldíos diseñados sin columnas en pro de una adaptabilidad máxima. Porque nunca nos invitaron a un evento de éstos, nunca los vimos en uso, no vimos sino su preparación milimétricamente precisa: un implacable damero de mesas circulares, de un diámetro que impide la comunicación, extendido hasta el horizonte; una tarima lo suficientemente grande para albergar el politburó de un estado totalitario; bambalinas que anuncian sorpresas aún inimaginadas: hectáreas de organización que permitirán la borrachera, el desorden y el desaliño futuros. O las exposiciones de autos… A menudo se describe el espacio-chatarra como un espacio en flujo, pero es inexacto; las corrientes dependen de movimientos disciplinados, de cuerpos coherentes. El espacio-chatarra es una tela sin araña; aunque es una arquitectura de masas, cada trayectoria es estrictamente única. Su anarquía es una de las últimas maneras tangibles de experimentar la libertad. Es un espacio de colisión, un receptáculo de átomos, activo, no denso… Hay un modo particular de moverse en el espacio-chatarra, al mismo tiempo sin y con propósito. Es una cultura adquirida. El espacio-chatarra conlleva la tiranía de la inconsciencia: a veces un espacio-chatarra entero se desarma debido a la inadaptación de uno de sus miembros; un solo ciudadano de otra cultura –un refugiado, una madre– puede desestabilizar un espacio-chatarra, imponerle un azar rústico, dejar a su paso una franja de obstrucción, una desregulación que acaba por alcanzar sus rincones más recónditos. Donde el movimiento se vuelve sincronizado, se espesa: en las escaleras mecánicas, cerca de las salidas, las máquinas de los estacionamientos, los cajeros automáticos. A veces, la corriente conduce a los individuos por la fuerza, los empuja por una puerta o los obliga a sortear la brecha entre dos obstáculos momentáneos (el ruidoso carrito de un inválido y un árbol de Navidad): la manifiesta mala voluntad que una constricción así provoca parece una burla de la noción de corriente. Las corrientes conducen al desastre en el espacio-chatarra. Tiendas al comenzar los saldos, estampidas desatadas por las facciones enfrentadas de fanáticos de fútbol, cadáveres acumulados a la salida de emergencia obstruida de una disco: he aquí evidencia de lo mal que encajan los portales del espacio-chatarra con las angostas mediciones del viejo mundo. Los jóvenes evitan instintivamente las dantescas manipulaciones/contenedores a que el espacio-chatarra ha condenado a sus mayores de por vida. Dentro del metapatio de recreo del espacio-chatarra existen patios de recreo más pequeños, espacio-chatarra para niños (por lo general en los metros cuadrados más indeseables): secciones de repentina miniaturización (a menudo bajo escaleras, siempre cerca de callejones sin salida), armazones de estructuras plásticas infradimensionadas (toboganes, subibajas, columpios), a los que les rehúye el público al que están destinados (los niños) y que se convierten en un nicho-chatarra para los ancianos, los perdidos, los olvidados, los dementes… un último hipo de humanismo… El tránsito es espacio-chatarra, desde el espacio aéreo hasta el subterráneo; todo el sistema de autopistas es espacio-chatarra, una enorme utopía potencial obstruida por sus usuarios, como se nota cuando al final se van de vacaciones… Como los desechos radioactivos, el espacio-chatarra lleva una insidiosa semivida. El espacio-chatarra que envejece es inexistente o catastrófico; a veces, todo un espacio-chatarra –una tienda, una discoteca, un departamento de soltero– se convierte en un tugurio de un día para el otro: la luz disminuye imperceptiblemente, se caen letras de los carteles, empiezan a gotear los aparatos de aire acondicionado, aparecen grietas como a causa de terremotos que no se registraron; algunas secciones se pudren, dejan de ser viables, pero continúan unidas a la carne del cuerpo por tejidos gangrenosos. Juzgar construcciones presuponía una condición estática; ahora cada arquitectura encarna condiciones opuestas simultáneamente: nuevo y viejo, permanente y temporario, floreciente y en riesgo… Unas secciones sufren un deterioro similar al del Alzheimer mientras otras son modernizadas. Como el espacio-chatarra es ilimitado, nunca se clausura… Renovación y restauración eran procedimientos que tenían lugar en nuestra ausencia; ahora uno es testigo, participante a su pesar… Ver espacio-chatarra en transformación es como ver una cama ajena sin hacer. Supongamos que a un aeropuerto le hace falta espacio. Antes se agregaban nuevas terminales, cada una más o menos característica de su época, convirtiendo a las viejas en un registro legible, una evidencia de progreso. Como los pasajeros han demostrado infinita maleabilidad, la idea de reconstruir en el lugar ha ganado adeptos. Se ponen en reversa las cintas transportadoras, se pegan carteles, se meten palmeras (o enormes cadáveres) en bolsas plásticas. Los biombos de yeso segregan a dos poblaciones: una húmeda, una seca, una dura, otra fláccida, una fría, otra sobrecalentada. La mitad de la población crea espacio nuevo, la mitad más pudiente consume espacio viejo. Para acomodar al submundo de la mano de obra, la explanada de repente se convierte en un casbah: casilleros improvisados, recreos, cigarrillos encendidos, incluso verdaderas fogatas… El cielo raso es una placa arrugada como los Alpes; dameros de baldosas flojas alternan con planchas de plástico negro con monogramas, punteadas por cuadrículas de candelabros de cristal… Los conductos de metal son reemplazados por tejidos aireados. Las junturas abiertas revelan enormes vacíos en el techo (¿antiguos cañones de amianto?), vigas, conductos, cuerda, cable, aislación, material ignífugo, hilo; arreglos enredados de golpe al aire libre. Impuros, tortuosos y complejos, existen porque nunca se los planeó a conciencia. El suelo es un mosaico: las distintas texturas –de cemento, peludas, densas, brillantes, plásticas, metálicas, terrosas– alternan al azar, como destinadas a distintas especies… El suelo ya no existe. Un único plano no alcanza para tantas crudas necesidades. Lo absolutamente horizontal ha desaparecido. La transparencia ha desaparecido, reemplazada por una densa costra de instalaciones provisionales: kioscos, carros, carritos, cochecitos, palmeras, fuentes, bares, sofás… Los corredores no solo llevan de A a B, sino que se han vuelto “destinos”. La vida que los habita tiende a ser breve: las más estancadas ventanas, los más someros vestidos, las flores más implausibles. La perspectiva desaparece, como en una selva (que está desapareciendo también, dicen…). Lo que antes era recto se retuerce en configuraciones cada vez más complejas. Solo una coreografía posmoderna perversa puede explicar las vueltas, subidas, bajadas y marchas atrás repentinas que incluye el camino desde el preembarque hasta la pista en cualquier aeropuerto contemporáneo. Como nunca reconstruimos o cuestionamos lo absurdo de estas derivas forzosas, nos sometemos mansamente a recorridos grotescos entre perfumes, solicitantes de asilo político, obras en construcción, ropa interior, ostras, pornografía, teléfonos celulares: aventuras increíbles para el cerebro, los ojos, la nariz, la lengua, el útero, los testículos… Hubo una vez una polémica sobre el ángulo recto y la línea recta; ahora el nonagésimo grado se ha convertido en otro cualquiera. De hecho, lo que queda de las viejas geometrías crea cada vez mayor desbarajuste, ofrece nodos de resistencia que crean torbellinos inestables entre las nuevas corrientes oportunistas… ¿Quién se atrevería a hacerse responsable de esta secuencia? La idea de que una profesión dictaba, o al menos presumía de predecir, los movimientos de la gente resulta risible o, peor, impensable. En vez de diseño hay cálculos probabilísticos: cuanto más errático el camino, excéntricas las vueltas, oculto el plan y eficiente la forma de presentarlo, más inevitable es la transacción. En esta guerra, los diseñadores gráficos son los grandes traidores: donde antes la señalización prometía conducirnos adonde queríamos estar, ahora nos ofusca y enreda en una maraña de monerías que nos empuja entre desvíos no deseados, nos hacer dar vueltas cuando estamos perdidos. El posmodernismo aporta una zona abollada de poché viral que fractura y multiplica el frente interminable de la exposición, un envoltorio peristáltico decisivo para cualquier transacción comercial. Las trayectorias empiezan en rampa, se vuelven horizontales sin previo aviso, se cruzan, se pliegan, de repente aparecen en un vertiginoso balcón que da a un enorme vacío. Fascismo sin dictador. Del repentino callejón sin salida adonde nos dejó una monumental escalera de granito, una escalera mecánica nos lleva a un destino invisible, que mira una vista provisoria de yeso, inspirada por fuentes olvidables. (No hay nivel de datos; siempre se habita un sándwich. El “espacio” del espacio-chatarra se sirve como un pastoso bloque de helado que languideció durante demasiado tiempo en el freezer: cilíndrico, cónico, más o menos esférico, lo que sea…) Un grupo de tóilets muta en tienda Disney, para después convertirse en centro de meditación: las transformaciones sucesivas refutan la palabra plan. El plan es la pantalla de radar en la que sobreviven pulsos individuales, por tiempos impredecibles, en una bacanálica batalla campal… En este enfrentamiento entre lo redundante y lo inevitable, la verdad es que un plan empeoraría las cosas, nos llevaría a la desesperación instantánea. Solo el diagrama aporta una versión tolerable. Hay cero lealtad –y tolerancia cero– hacia la configuración, ninguna condición “original”; la arquitectura se ha vuelto una secuencia temporalizada para revelar una “evolución permanente”… La única certidumbre es la conversión –continua– seguida, raras veces, por la “restauración”, proceso que reivindica nuevos cortes históricos como extensiones del espacio-chatarra. La historia corrompe, la historia total corrompe totalmente. De estos injertos exangües se expulsa el color y la materia: lo insulso se ha vuelto el único lugar de encuentro de lo viejo y lo nuevo… ¿Puede amplificarse lo insulso? ¿Exagerarse lo falto de rasgos? ¿Mediante altura? ¿Profundidad? ¿Longitud? ¿Variación? ¿Repetición? A veces no es la saturación sino su opuesto, la ausencia total de detalle, lo que genera espacio-chatarra. Un hueco estado de escasez espantosa, chocante prueba de que es posible organizar mucho con poco. El vacío irrisorio infunde la respetuosa distancia o el abrazo tentativo que los arquitectos estrella asumen en presencia del pasado, auténtico o no. Invariablemente, la decisión principal es dejar intacto el original; lo que antes era residuo se declara ahora la esencia, el foco de la intervención. Como primer paso, se envuelve la sustancia a preservar en una densa amalgama de comercio y restaurantes: como un esquiador renuente al que empujan cuesta abajo dos escoltas responsables. Para demostrar respeto, se conserva y exagera inútilmente la simetría; se resucitan técnicas de construcción antiguas y se las pule hasta el brillo irrelevante; se reabren canteras para obtener la “misma” piedra, con los nombres de los indiscretos donantes grabados prominentemente en grafías sumisas; el patio se cubre con una filigrana estructural maestra –enfáticamente no competitiva– de manera que se pueda establecer una continuidad con el “resto” del espacio-chatarra (galerías abandonadas, tugurios de ventas, conceptos jurásicos). Empieza el acondicionamiento; la luz del día que se filtra revela y vivifica vastas extensiones antisépticas de una reticencia monumental, vibrantes como un modelo computarizado. La maldición del espacio público: fascismo latente asfixiado por la señalización, los bancos, la compasión… El espacio-chatarra es postexistencial; vuelve incierto el dónde estamos, oscurece el adónde vamos, desbarata el dónde estuvimos. ¿Quiénes nos creemos que somos? ¿Quiénes queremos ser? (Nota para arquitectos: creyeron que podían ignorar el espacio-chatarra, visitarlo subrepticiamente, tratarlo con un desprecio condescendiente o disfrutarlo vicariamente… como no podían entenderlo, tiraron las llaves… Pero ahora también su arquitectura está infectada, se ha vuelto igual de suave, inclusiva, continua, retorcida, colmada, cargada de atrios.) La Firma Chatarra® es la nueva arquitectura: la megalomanía previa de una profesión reducida a un tamaño manejable, el espacio-chatarra sin la vulgaridad que lo salva. Todo lo elongable –limusinas, partes del cuerpo, aviones– se vuelve espacio-chatarra; se abusa del concepto original. Restaurar, reordenar, rearmar, reformar, renovar, revisar, recobrar, rediseñar, retornar –los mármoles del Partenón–, rehacer, respetar, rentar: los verbos que empiezan con re- producen espacio-chatarra… El espacio-chatarra será nuestra tumba. La mitad de la humanidad contamina para producir, la otra mitad para consumir. La contaminación conjunta de todos los autos, motos, camiones, ómnibus y fábricas del Tercer Mundo es insignificante comparada con el calor que genera el espacio-chatarra. El espacio-chatarra es político: depende de la supresión central de la facultad crítica en nombre del placer y el confort. La política se ha vuelto un manifiesto de Photoshop, planos inconsútiles de lo mutuamente excluyente arbitrados por ONG opacas. El confort es la nueva justicia. Enteros estados en miniatura adoptan hoy el espacio-chatarra como programa político, instauran regímenes de desorientación planificada, incitan a una política de desorden sistemático. No es exactamente un “todo vale”; de hecho, el secreto del espacio-chatarra es que es promiscuo y represivo: mientras lo informe prolifera, lo formal se atrofia, y con él todas sus reglas, normas, recursos… Babel ha sido malinterpretada. El lenguaje no es el problema; solo es la nueva frontera del espacio-chatarra. La humanidad, desgarrada por dilemas eternos, el callejón sin salida de debates al parecer interminables, ha producido un lenguaje que une brechas insalvables como el delicado puente peatonal de un diseñador… ha acuñado una nueva ola proactiva de oxímoros que suspenden la incompatibilidad anterior: estilo/de vida, TV/realidad, música/mundial, tienda/de museo, patio/de comidas, plan/de salud, salón/de espera. La nomenclatura ha reemplazado a la lucha de clases: sonoras amalgamas de estatus, conceptos elevados e historia. A través de siglas, importación inusual, supresión de letras o fabricación de plurales inexistentes, intentan aportar significado a cambio de una nueva espaciosidad… El espacio-chatarra conoce todas nuestras emociones, todos nuestros deseos. Es el interior del vientre del Gran Hermano. Anticipa las sensaciones de la gente. Trae música propia, olores, subtítulos; proclama descaradamente cómo quiere ser leído: denso, hermoso, moderno, enorme, abstracto, “mínimo”, histórico. Subvenciona a una colectividad de consumidores pensativos que prevén hoscamente sus próximos gastos, una masa refractaria de períodos atrapada en un reino de Razmataz de mil años de duración, un paroxismo de prosperidad. Se despoja al sujeto de su privacidad a cambio del acceso a un nirvana de crédito. Somos cómplices del rastreo de las huellas digitales que deja cada una de nuestras transacciones; de nosotros lo saben todo, excepto quiénes somos. Los emisarios del espacio-chatarra nos persiguen en la privacidad antes inexpugnable del dormitorio: minibar, fax privado, TV de pago que ofrece pornografía licenciada, frescos velos plásticos que cubren la tapa del retrete, preservativos de regalo: centros de ganancias-hormiga coexisten con la Biblia de la mesa de luz… El espacio-chatarra simula unir, pero en realidad astilla. No promueve comunidades de intereses compartidos o libre asociación, sino de estadísticas idénticas y demografías inevitables, un oportunista tejido de intereses creados. Cada hombre, mujer y niño es individualmente identificado, rastreado, separado del resto… Los fragmentos solo se unen ante la “seguridad”, donde, de manera decepcionante, las pantallas de video ensamblan cuadros individuales en un cubismo banalizado, utilitario, que revela la coherencia total del espacio-chatarra ante la mirada impávida de unos guardias apenas entrenados: video-etnografía en bruto. Así como el espacio-chatarra es inestable, su verdadera posesión pasa de mano en mano en una deslealtad paralela. El espacio-chatarra bien aflora espontáneamente en una exuberancia corporativa natural –el libre juego de mercado–, bien es generado por la acción conjunta de “zares” temporarios con largos pasados de filantropía tridimensional, burócratas (a menudo ex izquierdistas) que venden con optimismo vastas áreas costeras, ex hipódromos, bases militares y campos aéreos en desuso a promotores o magnates inmobiliarios capaces de absorber cualquier déficit en balances futuristas, o a través de Conservación por Defecto® (el mantenimiento de complejos históricos que nadie quiere pero que el Zeitgeist ha declarado sacrosantos). Mientras su escala crece rápidamente –rivalizando con el espacio público y hasta excediéndolo–, su economía se vuelve cada vez más inescrutable. Su financiamiento es una bruma deliberada que nubla tratos opacos, dudosas oportunidades impositivas, incentivos extraños, exenciones, legalidades tenues, derechos aéreos transferidos, propiedades conjuntas, distritos de zonificación especial, complicidades público-privadas. Está solventado por bonos, loterías, subsidios, caridades, donaciones: una corriente errática de yenes, dólares y euros crea envoltorios financieros tan frágiles como sus contenidos. Debido a un déficit estructural, fundamental, una bancarrota contingente, cada centímetro cuadrado se convierte en una superficie codiciosa, que depende de apoyos francos o encubiertos, descuentos, compensaciones y recaudaciones de fondos. Para la cultura: “donaciones de ladrillos grabados”; para lo demás: efectivo, alquileres, arriendos, franquicias, el apuntalamiento de las marcas. El espacio-chatarra se expande con la economía pero su huella no puede contraerse… cuando ya no se lo necesita, enflaquece. Debido a su tenue viabilidad, el espacio-chatarra debe engullir cada vez más programas para sobrevivir; pronto seremos capaces de hacer cualquier cosa en cualquier parte. Habremos conquistado el lugar. Al final del espacio-chatarra, ¿lo universal? Mediante el espacio-chatarra se le inyecta al aura antigua un nuevo lustre que puede engendrar una repentina viabilidad comercial: Barcelona amalgamada con las olimpíadas, Bilbao con el Guggenheim, la calle 42 con Disney. Dios está muerto, el autor está muerto, la historia está muerta, solo el arquitecto sigue en pie… un humillante chiste evolutivo… La escasez de maestros no ha impedido la proliferación de obras maestras. La expresión “obra maestra” se ha vuelto una sanción terminante, un espacio semántico que pone al objeto a salvo de la crítica, sin dar prueba de su calidad, examinar su funcionamiento, ni cuestionar sus motivos. La obra maestra ya no es un inexplicable golpe de suerte o de dados, sino una tipología consistente; su misión es intimidar: la mayoría de sus superficies exteriores están inclinadas, altos porcentajes de sus metros cuadrados funcionan mal, sus componentes centrífugos apenas se mantienen unidos por la fuerza del atrio, temiendo la inminente llegada de la contaduría forense… Cuanto más indeterminada la ciudad, más específico el espacio-chatarra; todos los prototipos del espacio-chatarra son urbanos: el foro romano, la metrópolis; es solo su sinergia inversa lo que los hace suburbanos, simultáneamente hinchados y encogidos. El espacio-chatarra reduce lo urbano a la urbanidad… En vez de vida privada hay Espacio Público®: lo que queda de la ciudad una vez que se ha extraído lo impredecible… Espacio destinado a “honrar”, a “compartir”, a “preocuparse”, a “sufrir” y a “sanar”… la urbanidad impuesta por una sobredosis de minucias. En el tercer milenio, el espacio-chatarra asumirá la responsabilidad del placer y la religión, la exhibición y la intimidad, la vida pública y la privacidad. Inevitablemente, la muerte de Dios (y del autor) ha generado un espacio huérfano; el espacio-chatarra no tiene autor, pero es sorprendentemente autoritario… En su momento de mayor emancipación, la humanidad se ve sujeta a los guiones más autoritarios: desde la retórica insistente del camarero, hasta los gulags que atienden al otro lado de la línea, desde las instrucciones de seguridad en los aviones, hasta los perfumes cada vez más insistentes, intimidan a la humanidad a someterse a un plan reciamente preparado… El teatro predilecto de la megalomanía –lo dictatorial– ya no es la política, sino la industria del entretenimiento. A través del espacio-chatarra el entretenimiento organiza regímenes herméticos de máxima exclusión y concentración: juego de azar en concentración, golf en concentración, convenciones en concentración, películas en concentración, cultura en concentración, vacaciones en concentración. El entretenimiento es como mirar enfriarse un planeta que alguna vez fue caliente; sus mayores invenciones son antiguas: la imagen en movimiento, la montaña rusa, el sonido, los dibujos animados, los payasos, los dinosaurios, las noticias, la guerra. Salvo las celebridades –de las que hay gran escasez– no hemos agregado nada, solo reconfigurado. El “corpotenimiento” es una galaxia que se contrae, obligada a seguir en marcha por implacables leyes copernicanas. El secreto de la estética corporativa residía en su poder de eliminación, su celebración de lo eficiente, su erradicación del exceso: la abstracción como camuflaje, la búsqueda del Sublime Corporativo. Debido a la demanda popular, la belleza organizada se ha vuelto cálida, humanista, inclusivista, arbitraria, poética e inofensiva: el agua corre a presión a través de pequeños orificios, después por rigurosos aros; se retuerce en poses grotescas a las palmeras erguidas; se llena el aire de oxígeno presurizado –como si solo forzando sustancias maleables a las más drásticas contorsiones se mantuviera el control, se satisficiera el impulso de librarse de la sorpresa–. No risa grabada, sino euforia grabada… El color ha desaparecido como para apagar la cacofonía resultante y solo se usa como pauta: relájese, disfrute, siéntase bien; estamos unidos en la narcosis… ¿Por qué no podemos tolerar sensaciones más intensas? ¿Disonancia? ¿Extrañeza? ¿Genio? ¿Anarquía?… El espacio-chatarra cura, o al menos eso es lo que suponen muchos hospitales. Creíamos que el hospital era único –un universo identificado por su olor– pero, ahora que nos hemos habituado al aire acondicionado universal, reconocemos que era solo un prototipo; todo el espacio-chatarra se define por su olor. A menudo de tamaño heroico, planificados con la última adrenalina de la gran inspiración del modernismo, los hemos construido (demasiado) humanos; decisiones de vida o muerte se toman en espacios implacablemente amigables, cubiertos de ramos marchitos, vasos de café vacíos y diarios de ayer. Antes enfrentábamos la muerte en celdas apropiadas, ahora nuestros allegados se amontonan en atrios. Una marcada línea de datos se establece en cada superficie vertical, dividiendo la enfermería en dos: arriba, un continuo pliego humanista de “color”, seres queridos, crepúsculos infantiles, señalización y arte… debajo, una zona utilitaria de desfiguración y desinfectante, colisión anticipada, raspadura, derramamiento y mancha… El espacio-chatarra es espacio como vacaciones; hubo una vez una relación entre el descanso y el trabajo, un dictado bíblico que dividía la semana, organizaba la vida pública. Ahora trabajamos más, varados en un interminable viernes informal… La oficina es la próxima frontera del espacio-chatarra. Como podemos trabajar en casa, la oficina aspira a lo doméstico; como aún necesitamos una vida, simula la ciudad. El espacio-chatarra incluye la oficina como hogar urbano, un tocador de encuentros: los escritorios se vuelven esculturas, la zona de trabajo tiene iluminación indirecta e íntima. Tabiques monumentales, kioscos, mini Starbucks en plazas interiores: un universo del Post-it: “memoria en equipo”, “persistencia de la información”; setos fútiles contra el olvido universal de lo no memorable, el oxímoron como declaración de una misión. Tomemos la propaganda política corporativa: la suite del CEO se convierte en “colectivo de liderazgo” conectado con todo el espacio-chatarra real o imaginado del resto del mundo. El espacio se transforma en e-spacio. El siglo XXI traerá espacio-chatarra “inteligente”: en un enorme “tablero” digital: ventas, CNNNYSENASDAQC-SPAN, todo lo que suba o baje, bueno o malo, presentado en tiempo real como el curso de teoría automotriz que complementa las lecciones de manejo… La globalización convierte el lenguaje en espacio-chatarra. Hemos caído en un bache del habla. La ubicuidad del inglés es pírrica: ahora que todos lo hablamos, nadie recuerda cómo usarlo. La bastardización colectiva del inglés es nuestro logro más impresionante; le hemos roto la médula mediante ignorancia, acentos, slang, jerga, turismo, fuentes externas y multitareas… podemos hacerle decir lo que queramos, como a una marioneta… Debido a la retroadaptación del lenguaje, quedan muy pocas palabras plausibles; no se formularán nuestras hipótesis más creativas, quedarán descubrimientos sin hacer, conceptos sin formular, filosofías debilitadas, matices perdidos… Habitamos suntuosos suburbios Potemkin de terminologías asustadizas. Ecologías lingüísticas aberrantes alimentan los pedidos de legitimidad de sujetos virtuales, los ayudan a sobrevivir… El lenguaje ya no se usa para explorar, definir, expresar o resistir, sino para esquivar, borrar, ofuscar, pedir disculpas y consolar… reivindica derechos, asigna el papel de víctima, evita el debate de antemano, admite culpas, crea consenso. Organizaciones o profesiones enteras nos imponen un descenso al equivalente lingüístico del infierno: condenados a un limbo verbal, los internos luchan con palabras en espirales descendentes de súplica, mentira, regateo y achatamiento… una orquestación satánica del sinsentido… Preparado para lo interior, el espacio-chatarra puede abarcar fácilmente toda una ciudad. Primero, rebasa lo que lo contiene (orquídeas semánticas que necesitaban protección de invernadero emergen con una robustez asombrosa); luego a su turno es transformado el afuera: la calle se pavimenta más lujosamente, proliferan los refugios con mensajes cada vez más dictatoriales, se afloja el tránsito, se elimina el crimen. Entonces el espacio-chatarra se extiende como un incendio forestal en Los Ángeles… El progreso global del espacio-chatarra representa un Destino Manifiesto final: el mundo como espacio público… Los emblemas resucitados y las brasas reavivadas de lo anteriormente público necesitan nuevos horizontes. Un nuevo vegetal es acorralado por su eficiencia temática. La excursión del espacio-chatarra ha disparado la profesionalización de lo desnaturalizador, un ecofascismo benigno que emplaza a un exótico tigre siberiano en un bosque de máquinas tragamonedas, cerca de Armani, en medio de un retorcido barroco arbóreo… Afuera, entre los casinos, las fuentes expulsan edificios estalinistas de líquido, eyaculados en fracciones de segundo, suspendidos momentáneamente, a continuación retirados con pericia amnésica… Aire, agua, madera: todos se realzan para producir una Hiperecología®, un Walden paralelo, una nueva selva tropical. El paisaje se ha vuelto espacio-chatarra, el follaje desperdicio: los árboles son torturados, los parques cubren manipulaciones humanas como pieles tupidas o tupés, los aspersores riegan según cronogramas matemáticos… Aparentemente en el otro extremo del espacio-chatarra, el campo de golf es en realidad su doble conceptual: vacío, sereno, libre de detritos comerciales. La relativa evacuación del campo de golf se logra recargando aún más el espacio-chatarra. Los métodos para diseñar y realizar uno y otro son similares: borramiento, tabula rasa, reconfiguración. El espacio-chatarra se convierte en biochatarra; la ecología, en ecoespacio. La ecología y la economía se han unido en el espacio-chatarra como ecolomía. La economía se ha vuelto fáustica; el hiperdesarrollo depende de un subdesarrollo artificial; una enorme burocracia global se ha puesto en marcha para saldar las cuentas, en un colosal yin-yang, entre el espacio-chatarra y el golf, entre lo rapiñado y lo gastado, cambiando el derecho de saqueo por la obligación de crear bosques de esteroides en Costa Rica. Bancos de oxígeno, Fort Knoxes de clorofila, ecorreservas como cheque en blanco a la orden de más contaminación. El espacio-chatarra está reescribiendo el Apocalipsis; quizás muramos intoxicados de oxígeno… Antes, las complejidades del espacio-chatarra eran compensadas por la crudeza de sus infraestructuras adjuntas: estacionamientos, estaciones de servicio, centros de distribución que rutinariamente mostraban una pureza monumental que era el objetivo original del modernismo. Ahora, unas inmensas inyecciones de lirismo le han permitido a la infraestructura –el único dominio previamente inmune al diseño, el gusto o el mercado– unirse al mundo del espacio-chatarra, y en nombre del espacio-chatarra extender sus manifestaciones bajo el cielo. Las estaciones de trenes se despliegan como mariposas de hierro, los aeropuertos resplandecen como ciclópeas gotas de rocío, los puentes cruzan costas a menudo ínfimas como versiones grotescamente agrandadas del arpa. A cada riachuelo su Calatrava. (A veces, cuando sopla un viento fuerte, esta nueva generación de instrumentos tiembla como si un gigante o un Dios estuviera tocándolos, y la humanidad se estremece.) El espacio chatarra puede viajar por el aire, traer malaria a Sussex; trescientos mosquitos anófeles llegan cada día a GDG y GTW con, en teoría, la capacidad de infectar entre ocho y diez habitantes en cinco kilómetros a la redonda, un riesgo exacerbado por la resistencia del pasajero promedio, en un manotazo desubicado de cuasi autonomía, a ser desinfectado una vez que ha emprendido el retorno desde el callejón sin salida de su destino turístico. Los aeropuertos, alojamiento provisional de quienes van a otra parte, habitados por asambleas unidas solo por la inminencia de su disolución, se han vuelto gulags de tuberculosis, distribuidos democráticamente por el globo para brindarle a todo ciudadano un derecho de admisión equivalente… MXP da la impresión de que se hubiera acumulado apresuradamente todos los restos de la reconstrucción de Alemania del Este –todo lo necesario para deshacer las privaciones del comunismo– en base a un vago plano rectangular para formar un secuencia rudimentaria de espacios deformes, inadecuados, aparentemente llevados a cabo por los actuales gobernantes de Europa, quienes arrancaron ilimitados euros a los presupuestos de las comunidades locales, causando demoras interminables a unos engañados contribuyentes, demasiado absortos en sus teléfonos celulares como para percatarse. DFW está compuesto de solo tres elementos repetidos ad infinitum y nada más: un tipo de viga, un tipo de ladrillo, un tipo de losa, todos recubiertos del mismo color: ¿cerceta?, ¿herrumbre?, ¿tabaco? Sus simetrías escalaron hasta resultar irreconocibles, la curva interminable de sus terminales fuerza a los usuarios a poner en práctica la teoría de la relatividad al buscar la puerta. El desembarque es el comienzo en apariencia inofensivo de un viaje al corazón de la nada inatenuada, más allá de la animación de Pizza Hut, Dairy Queen… Se creía que las culturas de los valles eran las más resistentes al espacio-chatarra: en GVZ aún se puede ver un universo de reglas, orden, jerarquía, pulcritud, coordinación, suspendido antes de la implosión, pero en ZHR unos relojes enormes flotan enfrente de cascadas interiores como una muestra de chatarra regional. El duty-free es espacio-chatarra, el espacio-chatarra es espacio duty-free. Donde la cultura era más endeble, ¿será donde se acabe antes? ¿Es el vacío algo local? ¿Los espacios abiertos exigen espacio-chatarra abierto? El Sun Belt: enormes poblaciones donde no había nada; PHX: pintura de guerra en todas las terminales, siluetas de indios muertos en cada superficie –alfombra, empapelado, servilletas– como ranas atropelladas por automóviles. Arte público distribuido por todo LAX: los peces que han desaparecido de nuestros ríos retornan como arte público de explanada; solo se puede resucitar lo muerto. Quizá la propia memoria se ha convertido en espacio-chatarra: solo se recordará a los asesinados… La falta puede ser causada por sobredosis o escasez; ambas condiciones ocurren en el espacio-chatarra (a menudo al mismo tiempo). Lo mínimo es el último adorno, un crimen que se autojustifica, el barroco contemporáneo. No significa belleza, sino culpa. Su demostrativa seriedad conduce a civilizaciones enteras hacia los brazos abiertos del camp y el kitsch. Un alivio, en apariencia, del constante ataque sensorial, lo mínimo es lo máximo travestido, un lavado secreto del lujo: cuanto más estrictas las líneas, más irresistibles las seducciones. Su rol no es acercarse a lo sublime, sino minimizar la vergüenza del consumismo, eliminar el bochorno, rebajar lo elevado. Ahora lo mínimo existe en un estado de codependencia parasitaria con la sobredosis: tener y no tener, desear y poseer, se han desmoronado en un solo significante… Los museos son espacios-chatarra mojigatos; no hay aura más robusta que la de lo sagrado. Para dar cabida a los conversos que han atraído por defecto, los museos convierten el espacio “malo” en espacio “bueno”; cuanto más rústico el roble, más amplia la zona de ganancias. Monasterios llevados a la escala de tiendas departamentales: la expansión es la entropía del tercer milenio, diluirse o morir. Dedicado al respeto de los muertos, ningún cementerio se atrevería como si nada a realojar los cadáveres en nombre del interés actual; los curadores planean, en un laberinto de signos, muestras y encuentros inesperados con la fineza del comerciante: la lencería se vuelve “desnudo, acción, cuerpo”, la cosmética “historia, memoria, sociedad”. Todas las pinturas basadas en grillas negras son amontonadas en una sola sala blanca. Enormes arañas en gigantesca transformación hacen delirar a las masas… Los reflejos narrativos que nos han permitido, desde el principio de los tiempos, conectar puntos o llenar vacíos, ahora se nos vuelven en contra: no podemos evitar ver: ninguna secuencia es demasiado absurda, trivial, sin sentido, ofensiva… mediante nuestro antiguo equipamiento evolutivo, el irreprimible alcance de nuestra atención, registramos sin poder evitarlo, aportamos perspicacia, exprimimos significados, leemos intenciones; no podemos evitar darle sentido al sinsentido total… En su marcha triunfal de proveedor de contenidos, el arte va más allá de los límites cada vez más amplios del museo. Afuera, en el mundo real, el “planificador de arte” propaga la incoherencia fundamental del espacio-chatarra asignando mitologías muertas a superficies residuales y urdiendo obras tridimensionales en los vacíos sobrantes. Buscando la autenticidad, su mano sella el destino de lo que era real, lo incorpora al espacio-chatarra. Las galerías de arte se mudan en masa a los “márgenes”, después convierten el espacio en bruto en cubos blancos… El único discurso legítimo es la pérdida; el arte llena el espacio-chatarra en proporción directa con su propia morbidez. Antes renovábamos lo vaciado, ahora tratamos de resucitar lo desaparecido… Afuera, una estampida de peatones entusiastas mecen el puente del arquitecto casi hasta romperlo; la audacia original del diseñador ahora espera el efecto sordina del ingeniero. El espacio-chatarra es el mundo del “mira, voy sin manos”… La amenaza constante de lo virtual en el espacio-chatarra ya no la exorcizan los productos petroquímicos, plástico, vinilo o goma; lo sintético deprecia. El espacio-chatarra tiene que exagerar sus reclamos de lo auténtico. El espacio-chatarra es como una matriz que organiza la transición de ilimitadas cantidades de cosas reales –piedras, árboles, bienes, luz diurna, gente– hacia lo irreal. Se desmembran montañas enteras para proveer cantidades cada vez mayores de autenticidad, suspendida entre corchetes precarios, pulida hasta un brillo cegador que vuelve cualquier sinceridad inicial completamente elusiva. La piedra solo viene en amarillo claro, rosa, beige violento, verde jabón, los colores de los plásticos comunistas de los cincuenta. Se talan bosques, toda su madera es pálida: quizás los orígenes del espacio-chatarra están en el jardín de infantes… (“Orígenes” es un champú de menta que irrita la región anal.) En el mundo real el color es cada vez más irreal, exangüe. En el espacio virtual es luminoso, por ende irresistible. Una sobredosis de TV realidad nos ha vuelto guardianes amateurs de un universo-chatarra… Desde los pechos vitales de la violinista clásica, hasta la barbita de moda del paria de Gran Hermano, la pedofilia contextual del ex revolucionario, las rutinarias adicciones de las estrellas, el maquillaje derretido del evangelista, el robótico lenguaje corporal del conductor, los dudosos beneficios de la maratón para recaudar fondos, las explicaciones fútiles del político: el movimiento en picado de la cámara de TV suspendida de una grúa –un águila sin pico ni garras, solo un estómago óptico– engulle confesiones e imágenes indiscriminadamente, como una bolsa de basura, para expulsarlas como cibervómito en el espacio. Los estudios de TV –chillones, monumentales– son tanto la culminación como el fin del espacio en perspectiva tal como lo conocemos: angulosos restos geométricos que invaden infinidades estrelladas; el espacio real editado para transmitir en el espacio virtual es una bisagra crucial en un ciclo infernal de retroalimentación… la vastedad del espacio-chatarra llevada a los bordes del Big Bang. Porque vivimos puertas adentro –como animales en un zoológico– nos obsesiona el estado del tiempo: el 40% de la TV consiste en presentadores poco atractivos que gesticulan desesperados frente a formaciones agitadas por el viento, a través de las cuales uno reconoce, en ocasiones, su propio destino o su posición actual. Conceptualmente, cada monitor, cada pantalla de TV es el sustituto de una ventana; la vida real está adentro, el ciberespacio se ha vuelto el gran afuera… La humanidad siempre habla de arquitectura. ¿Qué pasaría si el espacio comenzara a mirar a la humanidad? ¿Acaso el espacio-chatarra invadirá el cuerpo? ¿A través de las ondas del teléfono celular? ¿Ya lo ha hecho? ¿A través de las inyecciones de botox? ¿Del colágeno? ¿De los implantes de silicona? ¿De la lipoaspiración? ¿Del agrandamiento de pene? ¿Anuncia la terapia genética una reingeniería total acorde al espacio-chatarra? ¿Es cada uno de nosotros una miniobra en construcción? ¿Es la humanidad la suma de 3.000 a 5.000 millones de versiones mejoradas? ¿Es un repertorio de reconfiguraciones lo que facilita la intromisión de una nueva especie en la esfera-chatarra autoconstruida? La cosmética es el nuevo cosmos…

 

Traducción: Martín Schifino

 

Rem Koolhaas (Rotterdam, 1944) se graduó en la Escuela de la Asociación de Arquitectura de Londres. En 1980 fundó la Office for Metropolitan Architecture (OMA) en Rotterdam. De su obra como teórico de la arquitectura y urbanista se destacan Delirious New York (1978) y S, M, L, XL (1998), un volumen monográfico sobre la obra de OMA. Entre sus obras arquitectónicas más representativas se cuentan: el plan maestro de desarrollo urbanístico de Lille, la Villa Dall’Ava, la Maison à Bordeaux (Francia), el Teatro de la Danza de Holanda en La Haya, las Viviendas Nexus (Fukuoka, Japón), el diseño de las tiendas de Prada de todo el mundo, el Museo de Arte de Rotterdam, el Museo Guggenheim de Las Vegas, la Biblioteca Pública de Seattle y la Casa da Música de Oporto. Desde 2000 es profesor invitado en la Universidad de Harvard. En 2002 recibió el premio Pritzker.

 

“Junkspace” se publicó en la revista October 100 (primavera, 2002) y se reproduce aquí en español con autorización del autor.

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